En aquel país, el tiempo envejecía más rápido que las personas. Bastaba un amanecer para que los rostros amanecieran con una nueva arruga, y las esperanzas, si aún quedaban, se desgranaran como dientes de maíz seco. Nadie recordaba cuándo había empezado la miseria, porque la miseria, allí, tenía el don de parecer eterna.
Cada año, el pan era más pequeño, el café más ralo, y las monedas más inútiles. Sin embargo, los viejos del país —que eran casi todos— conservaban una sonrisa de fe, como si aguardaran la llegada de un milagro prometido por los mismos que los condenaban. Caminaban por las calles polvorientas con la cabeza triste y el estómago vacío, pero repitiendo con la solemnidad de un rezo:
— ¡Vivan los gobernantes!
Decían que, en los primeros años del Cambio Eterno, los poderosos habían ordenado añadir algo secreto a las raciones de comidas, a los granos y al agua. No era veneno, ni droga, ni maldición de hechicera, sino algo peor: un algoritmo de fidelidad, una sustancia invisible que se alojaba en los pliegues del cerebro y le enseñaba a aplaudir mientras sangraba. Desde entonces, el pueblo no supo distinguir entre el amor y el miedo.
Algunos médicos murmuraban que el cuerpo humano había aprendido a digerir la mentira como si fuera un nutriente. Los niños crecían creyendo que el hambre era una forma de patriotismo, y los ancianos morían felices, convencidos de que su sacrificio era necesario para sostener la gloria de los gobernantes, los mismos que vivían rodeados de banquetes y promesas incumplidas.
De tanto repetir las consignas, las voces de los viejos se habían vuelto parte del paisaje. Cuando soplaba el viento, no se sabía si eran las hojas del mango o los murmullos patrióticos de las abuelas lo que sonaba en el aire. Algunos viejos disentían, pero eran obligados a callar.
—Lo importante —decían con una serenidad que dolía—, es que seguimos resistiendo. Y las justificaciones eran apocalípticas.
Y resistían, sí, pero no al poder, sino a la verdad. Resistían a abrir los ojos, porque abrirlos dolía más que el hambre. Cada tanto, nacía algún joven que intentaba despertar al pueblo, pero terminaba por marcharse o enloquecer. El país tenía la virtud de domesticar incluso la rebeldía: los inconformes terminaban envejeciendo también, sentados frente al televisor apagado, balbuceando:
—Quizás mañana todo mejore.
Con el tiempo, la nación entera se volvió un museo de almas cansadas. En los balcones colgaban banderas descoloridas, y en las plazas los viejos seguían gritando vivas, aunque apenas tuvieran aliento. Nadie notó cuando los gobernantes desaparecieron, porque sus retratos seguían en las paredes, vigilando desde la eternidad de la propaganda.
Y así, el país continuó gobernado por la costumbre, por la fe convertida en hábito, por la obediencia convertida en religión. Algunos dicen que, en las noches, se escuchan risas en los palacios vacíos, como si los antiguos tiranos aún celebraran la inmortal fidelidad de sus súbditos.
Y nadie duda que, en los alimentos racionados, todavía se esconde aquel algoritmo maldito que enseña a amar a quien te destruye.
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