El Caleidoscopio Consciente

El Caleidoscopio Consciente

Leandro Dicam

12/10/2025

Nota del autor 


Debo admitir que, cuando conocí a Paulino, me pareció un pobre chiflado digno de lástima, un pelele, un muñeco de feria. Lo encontré en una situación que habría resultado indigna para cualquier otra persona. En esa época era objeto de burlas groseras, y recibía balonazos y escobazos a diario solo por diversión de unos desalmados. Una situación inaceptable que sin embargo, él parecía asumir con toda naturalidad.

Aún recuerdo con claridad sus palabras cuando quise saber la causa de semejante trato, —Lo hago porque me lo han pedido, señor—, fue su respuesta. Y en ella no había resentimiento o queja, no había furia ni odio, ni siquiera resignación. Respondió como el adulto que responde a un niño que ha hecho una pregunta obvia.

En otras circunstancias, seguramente habría olvidado ese fortuito encuentro al día siguiente, pero en aquella época me encontraba en un momento de mi vida totalmente ocioso y, como es sabido, a menudo el ocio es amigo de la curiosidad, y la curiosidad nos conduce por caminos imprevistos.

En la breve conversación que tuve con Paulino aquel día, él se ofreció a contarme una historia. Yo pensé que no tenía nada que perder, ni siquiera tiempo, que en ese momento me sobraba, así que acepté su invitación. No podía imaginar que el resultado de aquel acto ingenuo sería este libro que ahora el lector tiene ante sus manos.

Lo que pensé que no seria más que una tarde sin mayores consecuencias, terminó por convertirse en meses y meses de largas conversaciones con Paulino, tomando notas e intentando desentrañar su sorprendente historia. Con el tiempo, incluso llegó a cimentarse algo parecido a una amistad, si es que puede existir amistad sin admiración, porque en realidad, yo no admiraba a Paulino, le llegué a tener un gran afecto, pero no lo admiraba. Más bien al contrario, a menudo estaba más cerca de detestarlo.

Tengo que reconocer que estos sentimientos encontrados, en el fondo no eran más que la reacción por mi incapacidad para llegar a entender a Paulino de una manera plena y profunda. No me quedó más remedio que reconocer mis limitaciones para trazar un retrato sólido y convincente de él. Pero no me resigné, y me apoyé en la conocida sentencia, «por sus hechos los conoceréis», de modo que he dejado a los hechos hablar por si mismos. He apartado mis inclinaciones o afectos, y he tratado de ofrecer una semblanza lo más ajustada posible tanto de los acontecimientos que me contó, como del hombre que conocí; lo que no quita que en ocasiones, me sacara de quicio su forma de ser y haya expresado mi opinión libremente.

Ya sea gracias al protagonista, o a pesar de él, poco a poco fui quedando atrapado en su historia con la intención de escribir un texto que la recogiera adecuadamente. Pues, aunque el bueno de Paulino probablemente no habría servido ni para personaje secundario, encontré en los extraños sucesos que me narraba cosas dignas de ser tratadas, y las recogí con la humilde intención de que pudieran ser edificantes, a la vez que resultar de entretenimiento y refresco al que lo desee, aviso y buen consejo al que quiera encontrarlo, e inspiración y metáfora al que lo necesite.

Quien se acerque a este texto encontrará extraños casos y sucesos insólitos que escuché de boca de su protagonista y que han sido recogidos por este narrador quien, con mayor o menor acierto, ha puesto en orden las memorias de Paulino, las cuales no siempre estaban en el mejor estado de conservación, ni eran del todo claras, cuando no resultaban directamente contradictorias o confusas(1).

El lector juzgará si ha merecido la pena. Y si alguien encuentra el intento vano, o el resultado fallido, en mi defensa solo puedo decir aquello de: «Pro captu lectoris habent sua fata libelli».


1N. del A.: La historia de Paulino a menudo tenía lagunas que dificultaban su comprensión. Ya fuera porque no era testigo directo, ya fuera porque no se encontraba en una situación del todo lúcida. Este libro no es solo el resultado de las notas tomadas en las conversaciones con Paulino, es también el resultado de un posterior viaje que realicé por los escenarios de la historia en busca de pruebas y testigos, y que fue esencial para aclarar no pocos aspectos de la narración.
Afortunadamente tuve la oportunidad de hablar con algunos testigos directos que me ayudaron a tapar importantes lagunas, aunque no tantas como hubiera deseado. A pesar de todo este esfuerzo, inevitablemente he tenido que completar o reconstruir algunos de los acontecimientos que se recogen aquí, haciendo un ejercicio similar al del restaurador que trata de reponer, con la información que posee, los vacíos que el tiempo ha dejado.


ÍNDICE

Nota del autor

Prólogo

I

II

III

IV

Cap I

Donde Paulino tiene un inesperado encuentro en la cocina de su casa.

Cap II

En el que se narra el tumulto que tuvo lugar en la oficina de Paulino

Diario de Paulino II

Cap III

Donde Paulino conoce a un singular ex-presidiaro apodado el Carramoto

Cap IV

Acerca de la accidentada huida del Carramoto y Paulino

Diario de Paulino III

Cap V

De lo que le sucedió a Paulino mientras estaba perdido en mitad de un olivar

Cap VI

En el que se le acumulan los problemas a Paulino y se describe brevemente el local al que arribó y la fauna que lo habitaba.

Cap VII

Donde Paulino se embriaga y recibe una desagradable visita

Cap VIII

En el que Paulino se escabulle disfrazado de mujer y acerca de lo que le ocurrió oculto en el interior de una rana.

Cap IX

En el que Paulino termina su interminable noche en casa de su nueva compañera y del plan que ella le propone para burlar a Carramoto.

Cap X

Donde Paulino ve bruscamente interrumpido su sueño, a punto están de descalabrarlo a pedradas, y se habla de su encuentro con unos jóvenes artistas

Cap Xi

Noche Primera. Donde se inician las nocturnas extravagancias a las que Paulino se ve arrastrado.

Cap XII

Noche segunda. En el que Paulino tiene una extraña cena acompañada de una buena ración de truenos.

Diario de Paulino IV

Cap XIII

Noche tercera. Donde Paulino entra en contacto breve pero estrecho con algunos ilustres representantes del pueblo.

Cap XIV

Donde continúan la accidentada noche de Paulino y, muy a su pesar, conoce a un chamarilero que le propone algo inesperado.

Cap XV

En el que se da fin a la salida nocturna de Paulino y trata de nuevos extravíos y fantasmales apariciones

Cap XVI

Donde continúa la narración del extraño encuentro de Paulino y se da cuenta de la enigmática conversación que tuvo con uno de los acompañantes

Cap XVII

En el que Paulino entra a formar parte de un extraño grupo y alguien le cuenta una curiosa fábula

Cap XVIII

En el que Paulino se ve forzado a pasar por lo que no es y se improvisa una cabalgata

Cap XIX

En el que Paulino es espiado y de la confusión que de ello surgió

Diario de Paulino V

Cap XX

En el que Paulino se ve obligado a pastorear y de cómo quedó inconsciente por un ridículo incidente.

Cap XXI

En el que se da cuenta de otros jugosos sucesos que se cocieron mientras Paulino estaba ausente.

Cap XXII

En el que a Paulino le ponen un ojo morado y de las extrañas indicaciones que recibió en su habitación.

Cap XXIII

Donde dije digo, digo Diego y donde asistiremos a un lamentable espectáculo de marionetas.

Cap XXIV

Donde continúa la penosa obra de marionetas

Cap XXV

Aquí, por fin, termina la dichosa obrita

Cap XXVI

Donde Paulino es sometido a un interrogatorio sin preguntas.

Cap XXVII

Donde toman a Paulino por un loco que oye voces y de otros confusos sucesos.

Cap XXVIII

En el que Paulino asiste a una extrañísima ceremonia.

Cap XXIX

Acerca de una insólita declaración de amor y de la fuga de Paulino.

Cap XXX

En el que se narra el extrañísimo sueño de Paulino.

Cap XXXI

En el que Paulino despierta, o cree despertar, pues está tan confuso y en tan novedosa situación, que duda si sueña o está despierto.

Diario de Paulino VI

Cap XXXII

En el que Paulino conoce a su padre, o no. Y de los atentos cuidados que recibe de una agradable muchacha.

Cap XXXIII

Donde Paulino recibe unas enigmáticas amenazas y le descubren algunos escabrosos detalles del lugar al que había ido a parar.

Cap XXXIV

De cómo Paulino presenció el baile de unos duendes que salieron de debajo de su cama.

Cap XXXV

Del pintoresco método que Paulino usó para intentar conquistar a una dama.

Cap XXXVI

De cómo Paulino declaró su amor pero, desgraciadamente, a los pocos minutos lo había olvidado.

Cap XXXVII

En el que Paulino es confundido por un animal de vigorosa cornamenta en una situación de lo más delicada.

Cap XXXVIII

En el que Paulino es víctima de una intriga e intentan asesinarlo. Y de cómo fue salvado por unas croquetas.

Cap XXXIX

En el que intentan asesinar a Paulino por segunda vez y este decide echarse una siesta para que lo rescaten.

Cap XL

Donde se narran los equívocos y embrollos que surgieron en torno a unas tinajas.

Cap XLI

En el que continúa la historia de las tinajas.

Cap XLII

En el que Paulino es abandonado en una rotonda.

Cap XLIII

En el que Paulino hace planes para montar una frutería pero una inesperada llamada lo conduce a la locura.

Cap XLIV

Donde se narra cómo Paulino entró a trabajar en un museo de cera.

Cap XLV

En el que hablaré acerca de la primera vez que vi a Paulino y de la lluvia de escobazos que recibió.

Cap XLVI

Donde cuento cómo Paulino se ofreció a contarme esta historia a cambio de un paquete de jamón, y así, se da fin a este relato.


I

Donde se hace una breve semblanza de Paulino

Paulino era un hombre normal en todos sus extremos. No era alto ni bajo, no estaba delgado ni gordo. El pelo castaño y corto, los ojos marrones. Sería injusto decir que era feo, pero tampoco guapo. Sus maneras naturales; su voz ni dulce ni ruda. Su carácter pasaba más bien desapercibido.

No era caprichoso en el vestir, su ropa y apariencia eran de lo más común. En definitiva, un hombre completamente normal de esos en los que no te fijarías por la calle.

A Paulino no le gustaba su nombre, no se sentía identificado con él. Paulino a veces hablaba consigo mismo, como podemos hacer cualquiera en un momento dado. Se decía en voz alta cosas intrascendentes como, «Bueno voy a ducharme» o, «A ver qué hay hoy en la tele». En estos momentos Paulino se cambiaba de nombre y se llamaba a sí mismo de cualquier otro modo. Al parecer los nombres le venían por etapas, una temporada se imaginaba con un determinado apelativo y, pasado el tiempo, se imaginaba con otro; puede que sacado de algún personaje de una película, o puede que se tratara de alguien a quién hubiera conocido recientemente, o vaya usted a saber. El caso es que no era raro escucharle llamándose de cualquier manera, como por ejemplo, «Venga Héctor vamos a prepararnos un buen sándwich para cenar» o, «Adriano, hoy ha sido un día duro, te mereces una pizza», pero no busques a ningún Héctor ni Adriano, que los tales no eran más que el propio Paulino.

Al parecer, Paulino significa «de pequeño tamaño«. Nuestro personaje hizo honor a su nombre al nacer, ya que salió más bien canijo aunque, eso sí, puntual. Y es que, a los nueve meses bien contados, asomó su cabeza a este mundo. Además fue cumplidor, en cuanto salió y le dieron unos azotes, rompió a llorar como es debido para que nadie se espantara. Los buenos cuidados de su madre pronto le hicieron coger volumen y puede que, en su tierna infancia, incluso estuviera un poco regordito.

Paulino tuvo una infancia de lo más normal. En el colegio no destacó, pero tampoco fue de los más torpes. No era un buen deportista, pero en las clases de gimnasia se esforzaba para no molestar al profesor. Entre los amigos era uno más y no tomaba la iniciativa, prefería dejarse llevar. Al Paulino niño le gustaba agradar a los demás e intentaba no dar demasiados problemas a sus padres.

Este era el Paulino niño, y al crecer tampoco es que cambiara en gran medida. Nuestro personaje no es uno de esos héroes románticos que son transformados por un acontecimiento atroz, o épico, es presa de una idea arrebatadora, o sufre por un amor imposible. No, nuestro héroe creció de la manera más convencional posible.

De modo que, cualquiera podría decir que lo anterior resulta un cuadro más bien soso, y lo es. Sin embargo, ya en su infancia y juventud encontramos unas pocas anécdotas que contribuirán a dar algunas pinceladas de color a este hombre gris que, sin embargo, se vio envuelto unos hechos de lo más insólito. Pequeñas anécdotas con las que, con un poco de suerte, empezaremos a ver a nuestro sujeto desde otros ángulos y que cada cual vaya juzgando.


II

De la broma que gastaron a un joven Paulino

De joven, Paulino era una persona anodina y dependiente. Es verdad que los jóvenes en gran medida dependen del grupo en el que se integran, y esto es algo natural. De adultos, con el carácter ya formado, se hacen más independientes y asertivos; pero el joven Paulino era dependiente en un grado extremo. Era del tipo de muchacho que tiene principalmente un sólo amigo y el resto de sus relaciones sociales vienen dadas gracias a este amigo. Todos sus conocidos lo eran porque venían a través de esa persona. Los momentos de ocio, las fiestas, los paseos y cafés, las charlas informales y las risas, las esperas en la puerta del colegio y los primeros tonteos, en fin, su vida social al completo dependía de su principal amigo, que se convertía en una especie de cristal por el que se filtraban todas sus relaciones. Si su amigo no estaba, el prácticamente resultaba inexistente. El espejo se oscurecía y solo le quedaba una incómoda sensación de desconcierto, como si estuviera fuera de lugar. Por otra parte, los demás tampoco es que le echaran de menos.

Además, la molesta manía de Paulino, su impulso incontrolable y casi inconsciente por imitar las maneras de moverse, las posturas, los gestos y hasta la forma de hablar de las personas con las que trataba, tampoco es que le ayudara mucho en su vida social. pues la gente encontraba este comportamiento, en el mejor de los casos un intento más bien patético de tratar de caer bien, y en el peor de los casos, sencillamente algo ridículo y realmente molesto. Pero el adolescente Paulino no lo hacía por agradar ni por molestar, simplemente era una cualidad pegajosa de su ser, al que se le iba adhiriendo todo lo que le rozaba de manera tan involuntaria como natural.

A esto hay que añadir el problema de que la relación con su mejor amigo no era simétrica. Porque para este, Paulino era uno más de la pandilla, puede que un poco más pesado que los demás porque siempre se le pegaba como una lapa, por tanto no lo tenía en especial consideración y a menudo, ni siquiera lo tomaba demasiado en serio.

Muchas veces le daba esquinazo sin que Paulino se enterara, o puede que sí se enterara pero, al fin y al cabo, ¿qué podía hacer nuestra alma de cántaro? El resto de las veces lo llevaba consigo como el tronco que lleva un liquen.

Paulino no era del todo tonto, y percibía está situación, pero en esto no se diferenciaba tanto de cualquier otro joven que inicia su vida en pandilla y tiene que aceptar cierto estatus para no ser condenado al ostracismo.

De modo que no seamos crueles con el joven Paulino. Al fin y al cabo, ¿quién no está disculpado a esa edad? Pero conviene dar estas pequeñas pinceladas para mejor entender los líos en los que, ya mayorcito, se meterá nuestro amigo y de los que daremos cumplida cuenta más adelante. Porque si antes he apuntado que, pasado el pavo, los adultos se hacen más independientes y asertivos, diría que esto no se aplica del todo bien a nuestro querido Paulino.

Pero volviendo al imberbe joven, este tuvo el problema añadido de que su principal amigo le salió un poco rana porque tuvo la feliz ocurrencia de gastarle una broma un poco pesada. Puede que fuera por la insensatez propia de la edad y las ganas más bien tontas de echar unas risas, o puede que el joven estuviera ensayando, de manera casi inconsciente, el asombroso poder de controlar a los demás, o su capacidad de embaucar a un alma cándida. Y es que, Paulino era un grandísimo crédulo y, en gran medida sigue siéndolo, por lo que el amigo en cuestión tampoco es que lo tuviera muy difícil; pero para un joven que, como un alquimista, está empezando a experimentar con sus capacidades, poco importa que la víctima sea fácil.

Sucedía que, en el instituto donde estaban Paulino y su amigo, a final de curso hacían una ceremonia en la que se otorgaban una serie de premios a algunos alumnos. Los premios se podían conceder por motivos muy variados, por ejemplo, un alumno que había salvado a una viejecita de ser atropellada, otro que hubiera destacado especialmente en algún deporte, alguien que hubiera despuntado por su compañerismo, los típicos empollones por sus méritos académicos, o cualquier otra excusa.

Ciertamente Paulino no es que destacara especialmente por nada, ni aunque fuera por casualidad. Tampoco es que resultara un estudiante brillante, como hemos dicho, más bien era del montón. Iba tirando con sus aprobaillos por los pelos, algún notable que otro y sin librarse de algún cate de vez en cuando.

Así que Paulino era el perfecto candidato para no recibir nunca uno de estos reconocimientos.

Cuál sería su sorpresa cuando su amigo lo convocó un día para comunicarle lo siguiente.

Amigo. —¿Sabes que te han dado uno de los premios de fin de curso?

Paulino. —¿En serio? Estás de broma, no puede ser.

Amigo. —En serio te digo. Te han dado el premio al alumno promesa. Es una nueva categoría que se estrena este año.

Paulino. —¿El alumno promesa? Y eso, ¿qué es? ¿Y porqué no me han dicho nada? y tú, ¿cómo te has enterado?

Amigo, animándolo.— Pero, ¿No te alegras, hombre?

Paulino. —Sí, claro que me alegro, es solo que, no sé me resultaba un poco raro.

Amigo. —¡Venga hombre arriba! And the winner is ¡Paulino! (Le coge un brazo y se lo alza señal de victoria) ¡Repite conmigo! ¡The winner is Paulino!

Paulino. —¡The winner is Paulino!

Amigo. —¡Eso es! Vamos, un abrazo del premiado. ¡Venga! Dame un abrazo, hombre. (Paulino le da un abrazo)

Paulino. — ¡Un abrazo! Un abrazo.

Amigo. —Y ahora tienes que dar un discurso de ganador.

Paulino. —¿Un discurso? ¿También eso? Es que no sé qué decir.

Amigo. —No, ahora en serio. Tienes que preparar unas palabritas, que lo del premio es verdad.

Y acto seguido, el buen amigo pasó a explicarle cómo lo habían llamado para formar parte de un comité de alumnos, con objeto de otorgar ese nuevo trofeo, y que él había sido elegido representante de los alumnos en dicho comité. Le contó que, con cierta maña, se las había apañado para convencer a los otros miembros para que votaran a Paulino. Aunque con alguna resistencia al principio, pero como no podían votarse a si mismos, al final habían acabado aceptando la propuesta con tal de terminar rápido la reunión y poder salir a pegar patadas al balón. Finalmente, como él era el representante del comité, era también el encargado de comunicarle la buena noticia.

Hechas estas aclaraciones, Paulino quedó convencido y ya solo pensaba en la ceremonia de fin de curso, para la que quedaban pocos días y en el discurso que tendría que dar, cosa que por cierto le inquietaba bastante.

Paulino, tan contento como nervioso, llevó la buena noticia a casa y su madre, que se puso loca de alegría porque a su hijo le iban a dar un premio, estuvo esos días dedicada a preparar la ropa adecuada. Arregló un pantalón de paño que hacía tiempo que no se ponía, le sacó el falso y volvió a coser el dobladillo con un poco de más largura, porque el niño no paraba de crecer y se le había quedado un poco corto. Lo llevó a la lavandería y después lo planchó minuciosamente dejándole la raya bien marcada y bien recta. Se permitió el lujo de comprarle una camisa nueva de vestir, porque la que solía usar ya tenía los puños algo gastados, y además empezaba a quedarle un poco ajustada. Por último, y aunque ya era época en la que empezaba a hacer calor, rescató del fondo del armario una fina rebeca de punto, porque no era cuestión de ir en mangas de camisa y no había dinero para una chaqueta. Así que la rebeca era una manera de darle un toque elegante sin ser demasiado serio. La colgó en una percha varios días antes para que se aireara y se le fuera el olor a naftalina, aunque no desapareció del todo. Poco importaba porque, como toque final, rebuscó en su neceser algunas muestras de colonia, de esas que regalan como publicidad, para aromatizar convenientemente al niño que así quedaría como un pimpollo.

Por fin llegó el día de los premios. Paulino se dejó vestir por su madre. Cuando quedó bien arregladito y oloroso, salió para el colegio con tantos nervios como expectación y repitiendo mentalmente las pocas frases de agradecimiento que había conseguido escribir y que le habían costado no pocos sudores. Su madre quedó en casa esperando porque los familiares iban más tarde, a media mañana, hora en la que se iniciaban los actos.

Ese día era muy señalado en el colegio, se montaba un escenario en el patio y había diversas actuaciones preparadas por los propios alumnos. Ese año se inició con unos cuantos bailes con más buenas intenciones que resultados, y algún que otro teatrico ramplón que todos los familiares aplaudieron efusivamente.

Después de esto se dio inicio a la ceremonia para los laureados de ese año. Por fin había llegado el gran momento, uno de los profesores que hacía las veces de presentador pidió a los alumnos premiados que subieran al escenario. Paulino se levantó junto con otros compañeros y subieron por la escalerita que había en un lateral del estrado.

Profesor. —Muy bien chicos, enhorabuena a todos. Poneros aquí detrás en línea y yo os voy llamando, ¿vale?

Los muchachos se pusieron en fila en el fondo de la escena sin un orden especial. Paulino buscó con la mirada a su madre que estaba casi al final de los asientos saludándolo con la mano y este le devolvió el saludo tímidamente, con un gesto casi imperceptible, y sonrió nerviosamente mirando al público.

El acto era bien simple, el profesor iba presentando cada premio y llamando al alumno que recogía una especie de diploma y decía unas breves palabras de agradecimiento. En estos breves discursos se podía encontrar todo un abanico de posibilidades. Estaba el que se había preparado algo y lo recitaba de memoria con cierta entonación, el que improvisaba al micrófono un rápido «muchas gracias» apenas audible o hasta el que, sin saber qué decir, se encogía de hombros y se iba. Paulino llevaba bien preparado su discursito, y lo había estado ensayando delante de su madre, aunque eso no impedía que el corazón le latiera como si se le fuera a escapar del pecho.

Por fin se le acercaba su turno porque quedaban sólo el y un alumno senegalés al que le daban el premio a la integración.

Profesor. —Ahora es el turno al premio a la integración para nuestro nuevo alumno Kadito.

Alumno. —Didi.

Profesor. —¿Qué dices? ¿Que diga qué?

Alumno. —Didi, Kadidiatou. Me llamo Kadidiatou. No, Kadito

Profesor. —Muy bien. Anda, Kadidito, Ven a recoger tu diploma.

Alumno. —KadiDIAtoU.

El niño se acercó y recogió la cartulina.

Profesor. —Kadidito lleva apenas un año con nosotros y se ha integrado perfectamente además de aprender el idioma con gran rapidez. ¿Quieres decir unas palabras?

Kadidiatou. —Claro.

Si dais liçençia, mudable Fortuna,

por tal que blasme de ti como devo.

Lo que a los sabios non deve ser nuevo

inoto a persona podrá ser alguna;

e pues que tu fecho así contrapuna,

fas a tus casos como se concorden,

ca todas las cosas regidas por orden

son amigables de forma más una.

Y dicho esto se bajó del escenario tan pancho.

Profesor. —Bueno, pues ya veis cómo aprenden castellano nuestros alumnos extranjeros. Un aplauso para él, por favor.

El público dio un breve aplauso de compromiso y el profesor reparó en que aún quedaba un alumno en el escenario.

Profesor. A Paulino. —Bueno y tú, ¿qué haces aquí?

Paulino. —He subido por mi premio. El premio promesa.

Profesor. —¿Qué promesa? No tengo nada más aquí apuntado. ¿Cómo te llamas?

Paulino. —Paulino.

Profesor. —Espera un segundo.

El profesor se acercó un momento al borde del escenario y consultó en voz baja con otros profesores que estaban abajo. Luego volvió hacia donde estaba Paulino.

Profesor. —Bueno venga, no interrumpas más. No hay más premios. Así que baja del escenario, anda.

Paulino. —Pero es el premio…. al alumno promesa… Es nuevo, igual por eso…

Profesor. —Venga, ya está bien la bromita. Baja ahora mismo, no hagas que me enfade.

Así que Paulino, totalmente desconcertado, bajó tristemente del escenario y volvió a sentarse en su sitio. No faltaron las risitas y miradas burlonas de algunos de sus compañeros, de modo que agachó la cabeza para, al menos, no tener que encontrarse con la cara de guasa de más de uno.

Y lo más sorprendente de todo es que, el infeliz Paulino, aún estuvo un tiempo convencido de que había sido un error y de que su amigo le había dicho la verdad, además este mantuvo su versión mientras pudo. Finalmente le confesó la verdad entre risas, como si no hubiera sido nada. Esta claro que, a Paulino no le hizo ninguna gracia pero, a pesar de ello, no terminó su relación de amistad.


III

En el que se cuenta el incidente que Paulino tuvo con un cojo.

Desde muy niño Paulino experimentó una incontrolable tendencia a confundirse con el entorno. No es que él hiciera el esfuerzo por resultar desapercibido, o por transformarse en alguien o en algo. Tampoco es que le gustara especialmente disfrazarse (aunque no le disgustaba), o que encontrara placer en la imitación. No era un acto intencionado, ni una necesidad de pretender ser otra cosa. Muy bien al contrario, era lo externo lo que parecía venir para apoderarse de él contra su voluntad, como una especia de posesión, cosa que lo irritaba sobremanera y que, a pesar de ello, no podía evitar.

Pero, para mejor entender aquello de lo que estamos hablando, pongamos un ejemplo. Cerca de la casa de Paulino vivía un anciano que cojeaba ostensiblemente, pero con gran soltura, porque su retranca era una herencia arrastrada desde su edad infantil, y es que su paso asimétrico había sido herencia de una polio que cogió de niño, de forma que más que defecto se debería hablar de una cualidad de su persona. El hombre se había ganado buenamente la vida como zapatero, y ahora, ya jubilado, no era raro verlo paseando por el barrio.

El caso es que tenía mala sombra la tendencia de Paulino a, por así decir, «empatizar» con su entorno porque, nada más ver de lejos al anciano cojo, parecía que los andares del hombre vinieran a visitarle, de forma que empezaba a sentir una comezón en su pie, un no se qué, como una debilidad en su extremidad que, finalmente le hacía cojear también a él. Y así, con su recién estrenada cojera, el pequeño Paulino seguía avanzando en dirección al viejo zapatero con fingida naturalidad y la cara roja como un melocotón maduro, confiando en pasar desapercibido y pensando que, si se paraba, sería mucho peor porque todo el mundo se fijaría aún más en él, y se preguntaría qué le pasaba a ese muchacho para pararse así de repente, sin motivo, y eso le hacía enrojecer aún más. En vano se echaba la mano a su pierna tratando de hacer que respondiera, pero nada, quedaba tiesa como un palo. Su cuerpo se había alineado por completo con el viejo cojo.

Entonces, a pesar de los esfuerzos del inocente Paulino, el hombre veía al niño acercarse imitando su cojera y, claro está, pensaba que le estaba haciendo burla. Enfurecido, cogía el bastón como si fuera un garrote y empezaba a dar golpes al aire, eso sí, bien parado en el suelo, que sin su tercer apoyo temía desequilibrarse y caer.

Viejo. —¡Pequeño bribón! Te voy a enseñar a reírte de tus mayores.

El pobre Paulino sentía la mirada reprobatoria de la gente que pasaba por la calle y, salía corriendo abochornado; al principio con un poco de cojera, pero en seguida el miedo iba liberando su pierna rebelde y ponía pies en polvorosa aliviado de recuperar la flexibilidad de sus extremidades.

El ingenuo Paulino se convencía a sí mismo de que había sido algo pasajero, y que no ocurriría la próxima vez, que era algo que podía controlar. Pero ocurrió más veces, y el caso llegó a sus padres que, como es lógico, lo amonestaron por su conducta. Paulino aguantó el chaparrón como pudo y, a partir de entonces, siempre salía alerta tratando de no cruzarse con el cojo. Cuando lo veía a lo lejos, trataba de cruzar por algún oportuno paso de cebra y, si no había ninguno, no le quedaba otro remedio que dar media vuelta para alejarse. En ese caso, esperaba a que alguien viniera en dirección contraria y aprovechaba para girarse y seguir a su altura como si fueran juntos, pues le daba vergüenza cambiar de dirección, así de repente, en mitad de la calle.


IV

Donde se ve en qué resulta la primera salida de Paulino con una chica y el extraño hábito que adquirió después.


Bien le hubiera gustado a Paulino, cuando ya empezaba a mocear, que esta especie de propiedad magnética de su espíritu le hubiera servido para mejor atraer a las chicas, pero muy a su pesar no era así, como pudo comprobar en su primera cita con una joven.

Andaba Paulino ya en edad de tontear y ciertamente no era un chico demasiado popular. Sin embargo, ocurrió que, por un capricho del destino, una de las chicas mas deseadas de la clase se fijó en él. Semejante atracción resultaba difícil de explicar, sobre todo teniendo en cuenta que existían muchas otras opciones que, a priori, podrían resultar más atractivas para una mozuela de esa edad. En este sentido no podemos hacer más que conjeturas para explicarnos este fenómeno; puede que fuera una de esas chicas que, en algún momento, sienten atracción por un chaval mediocre, de los que no destaca especialmente en nada, y se acercan a él con el reto personal de hacer que brillara a su lado.

O puede que encontrara en el carácter sobrio y en la expresión algo soñadora de Paulino alguna señal de una especie de secreto por descubrir, algo así como un misterio que atrajera su curiosidad. Pero tratándose de Paulino, más que de expresión soñadora deberíamos hablar, simple y llanamente de expresión de despiste, y es que nuestro jovencito a menudo se quedaba embobado mirando a las musarañas sin más. Y no es que estuviera sumido en elevados pensamientos, sencillamente no pensaba en nada. Se quedaba como un botijo vacío por el que, cuando pasa el aire, hace sonar el pitorro; del mismo modo pasaban las imágenes por delante de sus ojos y los sonidos entraban y salían de sus orejas sin llegar a rozar su mollera.

Pero volviendo a la chica, que dicho sea de paso era mona y gozaba de éxito entre los niños, puede que encontrara en estos momentos más bien bobalicones de Paulino, los misteriosos afloramientos de un espíritu poético. Y si era así, habría que disculpárselo a la muchacha por su poca edad y corta experiencia. También puede ser que simplemente intentara encorajinar a algún noviete que la hubiera desairado, y Paulino fuera el instrumento para provocar sus celos. Siendo así, no habría que disculpárselo, que la malicia a veces suple con creces a la experiencia.

El caso es que, para alegría de Paulino, la tal chica un buen día se le acercó en la escuela y, con la naturalidad propia de la edad, le preguntó si le apetecía salir esa tarde a dar un paseo con ella. Paulino, por supuesto, aceptó sin pensarlo, y su corazón no paraba de latir imaginando el momento de la cita.

El llegó primero. Su madre, ilusionada, le había configurado el atuendo rebuscando entre los armarios. Una camisa de un verde claro y unos pantalones de verde oscuro. A su madre le gustaba mucho el verde. Los zapatos, los de siempre, que para más no había. Eso sí, Paulino se aplicó a conciencia para dejarlos bien lustrosos.

No tuvo que esperar mucho, al poco vio aparecer a su cita calle arriba, vestida completamente de rosa. Rosa era la falda, la blusa, calcetines y zapatos. Rosa el collar, los pendientes, la pulsera, las gomas del pelo; rosa era el ligero carmín de labios, y para rematar, la rodeaba un persistente perfume, claro está, de rosas.

Se saludaron con un casto beso en la mejilla y empezaron a caminar. Desde fuera debía resultar algo así como ver a un elfo paseando junto a un chicle. Paulino no había quedado muy convencido con su aspecto verdoso y no se sentía cómodo. De hecho, después de ese día rara vez se ha podido ver a nuestro personaje vestido de verde, es un color que desde entonces evita en su ropa siempre que puede.

Paulino avanzaba callado, dejando la conversación a ella, quizá por timidez, quizá por que no tenía nada que decir. Miraba con inquietud a la gente que se cruzaba, y su cara se sonrojaba ostensiblemente al sentirse observado. Al menos la chica podía estar contenta, porque la cara de su compañero iba felizmente a juego con su traje rosado. Efecto inesperado pero no menos afortunado.

Paulino no sabía muy bien qué hacer con las manos y, a los pocos pasos, decidió meterlas torpemente en los bolsillos, puede que para evitar cualquier contacto inesperado.

Hasta el momento no hemos hablado de la gestualidad y la forma de moverse de nuestro joven, y la verdad que podría dar para varios capítulos, porque la torpeza corporal de Paulino era algo, en verdad, proverbial.

Era algo así como si sus movimientos no respondieran a sus intenciones, o como si no hubiera intenciones para ordenar sus movimientos. Y no era solo como el caso del cojo, en el que su cuerpo parecía querer mimetizar con el entorno, sucedía en cualquier situación. Sus miembros parecían un engranaje descompensado, o una familia mal avenida en la que cada cual va a su aire y no se preocupa por el otro. Si en la escuela lo nombraban al pasar lista, a veces su brazo se levantaba con una fuerza desproporcionada mientras decía «¡presente!», y el resto de los chicos lo miraban entre alarmados y divertidos. Si tenía que seguir el paso en una fila, el tropiezo estaba casi garantizado. Si estaba en un restaurante no era raro que al coger su copa tropezara con ella y la tirara sobre la mesa. Cuando iba a dar un par de besos en un saludo no sabía por donde tirar, si a la derecha o a la izquierda, lo que daba lugar a divertidas escenas de requiebros.

Como hemos dicho, Paulino metió las manos en los bolsillos con cierta brusquedad pero, como la chica andaba tan ricamente oscilando los brazos a su aire, nuestro enamoradizo héroe interpretaba este involuntario movimiento como una invitación a que la cogiera de la mano, y sacaba su brazo del bolsillo. Lo dejaba ahí, colgando inseguro, en tierra de nadie y después de bambolearlo un par de veces igual que lo hacía ella, volvía a guardarlo con un rápido gesto. Y así varias veces, cada vez que su ofuscada cabecita creía interpretar un gesto de acercamiento al que debía responder.

Así estuvieron un rato paseando con Paulino entretenido saca que mete la mano del bolsillo, hasta que la chica propuso entrar en un bar a tomar un refresco.

Se sentaron en una pequeña e incómoda mesa metálica uno frente al otro.

Paulino miraba a su compañera y, por su expresión, se diría que se sentía un chico con suerte. En verdad la muchacha era hermosa y, así sentada, quedando la mitad de la marea rosa oculta, su cara resaltaba con mayor frescura.

Pero, ¡ay! Quiso la fortuna que aquí tampoco se librara el pobre muchacho de la tiranía de su camaleónica virtud. Resulta que la niña tenía un muy ligero bizqueo que, lejos de afear, le daba a su expresión un gracejo singular.

Así, sentados más de cerca, el pequeño defecto de la chica resultaba un poco más evidente. Resultó entonces que el inadvertido Paulino, quien empezaba a mirarla ya con el arrobo propio del mozuelo enamorado, a su vez comenzó a bizquear él mismo sin ni siquiera darse cuenta, y fue así como su éxtasis de amor le llevó a ponerse bizco del todo, momento en el cual su ardorosa mirada se vio interrumpida por una rápida y sonora bofetada que vino a ponerle los ojos de nuevo en su sitio.

—¡Eres imbécil o qué!— Le dijo ella al asombrado Paulino mientras se levantaba de la mesa y lo dejaba con dos palmos de narices sin comprender nada de lo que había pasado. Solo se enteraría más tarde, a través de terceras personas, de la causa de semejante reacción. Y es que ella había pensado que se estaba burlando de sus ojos un poco estrábicos.

Fue así como terminó la cita, pero no la historia, porque la chica que, como se ha dicho, era popular en el colegio, se dedicó a sabotear al desafortunado Paulino, malmetiendo entre sus amigos y conocidos para que hicieran el vacío al inocente muchacho.

Paulino, que seguramente con la bofetada algo habría empezado a desenamorarse, aún intentó algún tímido acercamiento, con mucha cautela eso sí, porque apreciaba la integridad de su cara, pero lo único que consiguió es que la chica pasara a su lado como quien pasa al lado de una puerta que chirría al moverse, y es que ni un «buenos días» pudo arrancarle.

Como consecuencia, Paulino, sin comerlo ni beberlo y gracias a las artes de su amiga, de repente se había convertido en el paria de su clase, alguien de quién la gente se apartaba como si les ofendiera al olfato.

Y curiosamente, según me contó nuestro protagonista, fue entonces cuando el muchacho empezó a cultivar uno de sus hábitos, costumbres o manías, más habituales.

Por aquella época ejercía una especial influencia sobre nuestro personaje su profesor de historia del arte. Un hombre bajito y regordete de plateadas sienes y lustrosa calva, por el que Paulino sentía un distante y reverencial respeto. Se quedaba pasmado con los monumentales dramas que pasaban ante sus ojos. Crueles martirios, asombrosas metamorfosis, salvajes asesinatos; pero también personajes grandiosos, cargados de drama y vida, héroes y reyes, santos, artistas y pensadores. Paulino atendía a esa clase como el animal que espera su ración diaria de alimento, o peor aún, como el adicto que espera su dosis. Y se fijaba especialmente en las ilustraciones que acompañaban el texto, a menudo cuadros clásicos sobre acontecimientos históricos. Paulino se convirtió en un devorador de imágenes. Le atraía sobre todo la pintura, pero más tarde también se interesó por la fotografía e incluso los anuncios. Sacaba libros y libros de arte de la biblioteca y los observaba con gran placer encontrando en ellos Dios sabe qué fantasías.

Tanto cuadro, estampita e imagen debió reblandecerle la sesera porque tomó la peregrina costumbre de imitar las poses que veía en los cuadros, y no me refiero a que las imitara en su cuarto como entretenimiento o creyéndose el actor de un drama. Nada de eso, las posturas le salían con toda naturalidad y en público.

Donde más le ocurría era en la iglesia, cuando iba a misa con su madre. En ese ambiente sacro, su cuerpo parecía preferir figuras como las sibilas o los profetas de Miguel Ángel.

Así, por ejemplo, sentado en el banco, su torso se torcía ligeramente a un lado mientras que el rostro se giraba hacía el altar, sus rodillas se abrían un poco y, con delicadeza, apoyaba las piernas sobre las puntas de sus pies. Un brazo se apoyaba lánguidamente en un muslo mientras que el otro se cruzaba sobre su pecho. En su trastornada cabeza él se imaginaba entonces como la sibila délfica. Lo bueno es que, en ese entorno, su desvarío pasaba desapercibido, y seguramente los feligreses encontrarían como causa de su histriónica postura la nada caritativa y muy inhóspita dureza de los bancos de iglesia.

Desafortunadamente no tenía la misma suerte en otros lugares. Por aquella época, si algo le sorprendía sobremanera, extendía sus dos brazos cuan largos eran con la palma de la mano abierta en ademán de sorpresa igual que el discípulo de la «Cena de Emaús», de Caravaggio. Hasta ahí todo bien, solo le miraban un poco raro y nada más; pero quiso la suerte que un día, al sorprenderse «caravaggiosamente», extendió sus brazos justo cuando pasaba a su lado uno de los matones del colegio y, sin querer, le arreó una bofetada en toda la cara. Tuvo entonces Paulino que extender sus piernas a más no poder para salir huyendo del enfurecido gualtrapa y no terminar así maltrecho. Ese día se libró, pero no sé salvó de que le pusiera un ojo morado pocos días después.

Estos caprichos corporales fueron también asunto de mofa en el colegio. En clase, por ejemplo, le salía con toda naturalidad el Heráclito de «La escuela de Atenas» de Rafael. Se sentaba de medio lado en el pupitre, un brazo apoyado distraídamente en el borde de la tabla, la mano sujetando el bolígrafo. El otro brazo con el codo en la mesa y sujetando la cabeza que miraba pensativamente al suelo. Las piernas ligeramente extendidas sobre el pasillo entre los pupitres y cruzados los pies por los tobillos.

—A ver señor Paulino. ¿Otra vez buscando musarañas en el suelo? Haga el favor de sentarse bien.— Le decía el profesor entre las ahogadas risas de sus compañeros, y Paulino se recomponía al instante.

Desconozco porqué adquirió este singular hábito y si estaba relacionado de alguna manera con su fugaz desengaño amoroso y su posterior, persistente y forzado aislamiento. Pero lo cierto es que esta manía le persiguió incluso hasta la actualidad, si bien parece que más disimulada. Puede que los años le hayan enseñado a mimetizarse mejor y buscar la ocasión propicia, como le ocurría en la iglesia; o que con la edad, su repertorio se haya hecho más extenso y se adapte mejor a la vida. Pero quien lo observe atentamente verá un cierto deje en la mano, un sutil giro en el cuello, un no se qué en el cruce de piernas que, a lo mejor, le resulta extrañamente forzado.

Pero es hora de dejar al joven Paulino y a este, un tanto caprichoso y pobre esbozo de su personalidad, y debo trasladarme ya a una época más cercana para narrar el conjunto de asombrosos acontecimientos que empezaron a encadenarse en la monótona y aburrida vida de nuestro personaje y, en fin, ver qué se puede sacar en claro de ellos, si es que hay algo que se pueda sacar en claro.


URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS