Octubre, el otoño engalana a Budapest con la gélidas brisas del Danubio y las hojas de los árboles cubren como alfombra envejecida a la ciudad de Petoffi. Las hojas muertas de los árboles combinan con los atuendos femeninos: largos abrigos oscuros y tacones negros que, en aceras cruzadas hacia el puente de las cadenas, reflejan los rayos plateados de luna llena y los misterios detrás de las construcciones góticas de la casa de Árpad. Un aura magnánime y de furtiva atmosfera cubre Budapest en las catervas de morfeo. Al parecer el negro y el otoño, perpetuos aliados frente la impetuosidad iracunda de la juventud, caminan a paso lento, en reflexión constante, en permanente meditar sobre la inmanente soledad del espíritu romántico.
Aquella noche, la luna llena, rozagante, plena, mostraba su presencia sobre los domos y llamaradas de cemento del centenario parlamento húngaro. Al otro lado del Danubio, en la estación de tren de Batthyany tér, la multitud maravillada por la imponente construcción mistérica del siglo diecinueve, embelezada, se entregaba a sentir sus recuerdos con la intensidad frígida de los espíritus de oscuros y alargados abrigos, mantas azabache y elegantes sombreros de gabardina. ¿Dónde se habrá escondido la paz? se preguntan aquellos espectadores del silencio.
En tanto, en esa mezcla de emociones, el paisaje nocturno adquiró un semblante nostálgico, recuerdos pretéritos y quizá incertidumbre y esperanza por el porvenir invitaban a mirar el plenilunio como buscando respuestas a las insoslayables cuestiones de la existencia.
Un violinista asiático tocaba al son de la luna y de las estrellas, compases, que, además de la gélida brisa del Danubio, solicitaban al espectador a abrigar los recuerdos de antaño, resguardándolos en el corazón cada vez que las cadenas del cuerpo atan las alas de la libertad. En ese instante cuatro espirítus románticos se acercaron al músico para escuchar la triste melodía nocturna de aquél frío otoño octubresco. Miraban a la luna fijamente, sabían que selena bailaba la danza invisble del violín. Y que el frío de la Europa profunda guardaría los secretos contados a la luna hasta la eternidad.
Budapest, gótica ciudad, la bruma nocturna sobre el Danubio antes del invierno recuerda que ante la impasividad del serio semblante de tu rostro, yace un alma arderosa por ser amada. Y esa alma yace en lo profundo de tu ser, oh, ciudad de suaves colinas e historia trágica pero victoriosa. El negro te luce por las noches, a la luz de la luna llena que nace sobre el neogótico parlamento nacional y se esconde detrás del castillo de Buda, pues detrás de la oscura capa del anonimato, la noche de Budapest brinda calma a los espíritus cansados de vagar por los fatuos rumbos del sin sentido.
Cómo olvidar, Budapest, esas noches en solitario, contemplando al Danubio sentado sobre los pilares de la costanera de Josezf Antall o bajando a la pequeña peninsula formada en las temporadas de reducido caudal del Danubio debajo de Margaret szíd, en donde, en completa soledad, observaba brillar las luces de tus puentes sobre las aguas del señor de Europa, mientras, al mismo tiempo en mi mente, miraba a mi remanso de pureza, San Juan de Colón, ciudad de las palmeras desde la cima sagrada del Oaoraní.
 
         Luna llena en Panonia
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