1

Cuando llega la Primavera con su esmerada y ágil intromisión y el genuino origen de sus excelsas inspiraciones, se despiertan en el jardín, Rosa y Flor Azucena con toda su majestuosidad entre finos realces, deleitadas por la refinada exquisitez perfumada y la embriagante y espléndida asomadera impredecible de la estación primaveral. Se alegran y en su contento se explanen sus pétalos radiantes hacia el firmamento.

– Te esperábamos con ansiedad – empezó Rosa con su voz cándida y amelosada.

– Nos vestimos para la ocasión – aclaró Flor Azucena, nítida y florida a los primeros rayos del sol que las bañaba. 

– Pero será una visita corta – dijo La Primavera convertida en una mujer efímera-, como suele suceder…

– Sí, lo sabemos – respondieron a unísono.

Y la efímera mujer se apresuró a hacer florecer los capullos recién nacidos y aliviar y refrescar con su aliento los campos secos.

  Rosa y Flor Azucena estaban felices, y al transcurso de los días, fulgían en colores llamativos y aromatizadas secundaban los caminos de los viajeros.

  Hasta que un viajero conoció la Primavera y se la llevó consigo. 

  Y Rosa y Flor Azucena quedaron en las veras, secas y marchitas, extrañando siempre a su bella amiga viajera.

2

  Estaba aterrorizado de esperar en medio de una carretera ginebrosa, color del medio Oeste, cimbrada en una película. Esperaba algún transporte en medio de la leve llovizna nocturna, silbaba el viento atormentando los minutos. Me congelaba en la ansiedad de ver llegar algo o alguien en la vastedad silenciosa de la avenida. Pero todo era la noche, sus detrimentos. Recurrí a caminar toda la línea serpenteada en la leve obscuridad. Pero retuve cual intento de moverme del paradero. Pasaron las horas de la medianoche, lentamente… al rato asomó ese niño que jugaba con unos copos de espinos que contenían extrañas mariposas.

3

  Debí haberme superado, albergaba la dentrífica idea de ser una mueca, y no alcanzaba a reírme de mí mismo, de lo tonto permisivo que he sido. Y sí, se ufanaban a escondidas, creían que no me percataba, pero lo cierto es que los olía con sus esencias acres, y escuchaba entre paredes las murmuraciones de actos malvados que planeaban contra mí. Estaban al acecho, fustigando cualquier palabra, impidiendo cualquier acto de salvación. Quiénes son éstos, me preguntaba algo afligido, pero también consternado ante la testarudez de estos entes, de asecharme tosudos, irreverentes, sin Dios.

4

  Me sentía desvelado con esos aullidos a esas altas horas de la noche, en que todo el vecindario, supuestamente parecía dormir. 

  Como no podía conciliar el sueño acompañé mi insomnio encendiendo la grabadora de música empotrada en la penumbra, un frío viernes de medianoche.

  El viento de la noche sacudía las hojas del olivar que se erguía frente al ventanal abierto.

  La música parecía alborotar los objetos de la casa y mecía las ramas del olivar envuelto en sombras, y callaba un poco esos grotescos bruñidos que venían de la oscura calle.

  Me sacudí desde la comodidad de la cama sin dejar de pensar en personas que hace años no estaban, el aroma de las hojas del olivar alentaba mi nostalgia, su perfume evocaba glorias y aventuras pasadas.

  Aun así me envolvía la incertidumbre en la estancia nocturna. La música encendida fluía libre con mis recuerdos de unos ayeres no tan gratos. 

  Una medianoche de pensamientos sórdidos. Y esa música evocadora que hacía más fascinante y solitaria la estancia. 

  Pero luego presagié el peligro. La música de la grabadora se acompasaba con los gruñidos del extraño ser hambriento que esperaba desde la calle tenebrosa. Un grito desgarrado de animal salvaje crispó la estancia. 

 De súbito, me asomé por el ventanal abierto, abrí los ojos desmesuradamente al descubrir la cabeza de un ser amorfo parapetado a las ramas del olivar. Sus ojos electrizantes se clavaron en mí, asustado cerré las alas del ventanal de sopetón, y el extraño ente volvió a emitir un grito inmisericorde. Asomaba la plenitud de su cabeza metamorfoseada y resguardada entre las ramas del olivar, no se veía su cuerpo. Traté de controlar mis nervios, y apagué la música de la grabadora. Al asomarme de nuevo al ventanal, la cabeza del extraño monstruo continuaba ahí impasible, dando aullidos. Empecé a marcar desesperadamente el número de emergencias, pero la línea telefónica estaba ocupada y no respondía. Recordé que tenía un rifle cargado en la gaveta del clóset y fui rápidamente a buscarlo. Con el rifle en la mano, abrí cuidadosamente el ventanal y apunté hacia donde se encontraba la cabeza, cuyos ojos continuaban mirándome extrañamente, y seguía maullando su fiera bestialidad. Pero la cabeza del monstruo no se movía, y no parecía asustarse ni apabullarse a que disparara. Entonces porque preocuparme por disparar a una monstruosa cabeza inofensiva. No alcanzaba a ver si tenía cuerpo porque el oscuro tronco del olivar lo ocultaba a mi vista. Me refregué los ojos, de pronto eran las sombras difusas de las ramas del olivar formando figuras escabrosas que emitían ruidos, cuya intensidad no cesaban. Mis sensaciones e impresiones me traicionaban a locas ideas. Dudé en disparar, escuché gritar a algún vecino alarmado: “!Dejen dormir!”.

  Estaba agotado, toda una noche con el cerebro arruinado.

  Y se espesó un silencio asfixiante por toda la casa.

  Se precipitó sobre mi humanidad un instante ambiguo, de sonidos discontinuos y silencios opacados.

  Pronto se vislumbraban las luces del amanecer.

5

Siento que se acabaron todas las primaveras, con tanto alboroto y tantas trágicas respuestas de la vida.

 Tantos años viviendo con mi madre, para que finalizando sus entrados ochenta y un años sufriera un derrame cerebral; y mis hermanos: Dora María, la mayor de la casa, y mi hermano menor Juan Carlos, la secuestraran en su propia casa. Y por consiguiente, me impidieran el ingreso para verla y cuidarla. Tantos años estuve al pie y al tanto de ella, velando por su salud y bienestar, y no era sino que le diera tan terrible trance para que mis hermanos se adueñaran de su casa, de su vida, de su alma. Mis hermanos que eran, prácticamente, como mis aliados ahora revisaban enemistad. Con la enfermedad de mi madre, se entendió que todos mis hermanos tenían garra, es decir, fortaleza. Queremos unirnos en una causa común, y no terminar enfrascados en discusiones vanas, peleas, agarrones, malos entendidos.

  Esperamos que algún día vuelva La Primavera, de nuevo.

 

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