
LA TUMBA DE LOS LAMENTOS
“El lamento no se extingue: viaja con quien lo escucha, se hunde en la sangre y persiste en el recuerdo.”
Advertencia:
Este relato fue compilado a partir de diarios e informes hallados en los archivos del valle del Miskatonic. Quien lea estas páginas debe saber que los hechos aquí descritos rozan lo incomprensible, y que su lectura puede inducir insomnio, ansiedad y alucinaciones.
En el condado de Essex, cerca de Arkham, se levanta la Universidad de Miskatonic. Los aldeanos del valle hablaban con temor de la Tumba de los Lamentos, un lugar del que nadie regresaba cuerdo. Algunos la llamaban Cámara Sepulcral, otros Pozo de los Gemidos. La colina donde se levantaba la universidad guardaba un silencio sepulcral, como si bajo ella reposaran cosas que era mejor no nombrar.
El señor Torre, genealogista e investigador, había llegado desde Innsmouth. Buscaba rastrear el linaje de ciertas familias cuyos rasgos físicos desafiaban toda lógica. Cruzó Dunwich por caminos cubiertos de niebla hasta llegar a la universidad. El portón, ennegrecido por la humedad, se abrió con un lamento de hierro oxidado.
Torre era un hombre meticuloso, obsesionado con la pureza de las genealogías y con comprender aquello que la razón prohibía. Recordaba los ojos grises de su madre, la voz de su abuelo hablando de antepasados que “cruzaron el mar sin dejar huella en el agua”. Nunca creyó del todo en esas historias, pero algo en su sangre lo había traído hasta allí.
El aire dentro del edificio olía a cieno en descomposición. Cada paso resonaba como si el suelo respondiera a su presencia.
Allí lo esperaba Howard Phillips, un anciano de reputación inquietante. Su erudición sobre lo prohibido lo había convertido en guardián de secretos que ningún humano debía conocer. Lo recibió con una cortesía medida, casi mecánica. La biblioteca que lo rodeaba era una caverna de papel y polvo: estanterías retorcidas, volúmenes con cubiertas deshechas por la humedad, márgenes escritos con notas en lenguas imposibles.

Entre aquellos libros antiguos, Torre reconoció El Necronomicón, los De Vermis Mysteriis y otros grimorios anónimos. Sobre la mesa descansaba un tomo abierto: Sepulchrum Gemituum, un libro maldito que garantizaba el poder sobre la Tumba de los Lamentos. Las ilustraciones mostraban criaturas con rostros medio humanos, medio marinos, deformados por la marea del tiempo.
Phillips acariciaba los lomos de los libros como si temiera despertarlos. Murmuraba nombres que parecían perturbar el aire, y la habitación vibraba con un pulso apenas perceptible.
—La tumba no guarda cadáveres —dijo sin levantar la vista—. Lo que duerme aquí son almas secas y ásperas de quienes quisieron tocar el abismo y que, con sus lamentos, pretenden entrar al inframundo —afirmó, señalando el suelo. Sus palabras resonaron por la estancia como un eco de ultratumba.
Torre, inquieto, tragó saliva.
—¿Y por qué conservar ese horror, señor Phillips? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Por qué no destruirlo?
El anciano sonrió, mostrando unos dientes amarillentos.
—Porque el hombre no puede destruir lo que ya forma parte de él. La tumba está en nosotros, señor Torre.
Una neblina empezó a formarse alrededor del anciano, densa y húmeda, como un vapor salido del subsuelo. Phillips levantó la cabeza y un líquido viscoso descendió por su frente. La piel se agrietó en escamas, y bajo ellas palpitaban branquias que se abrían y cerraban con un leve sonido. Su cuerpo se contorsionó; de su espalda surgieron apéndices semejantes a tentáculos, que se movían al ritmo de un pulso profundo e invisible. Sus ojos se hundieron, la boca se abrió más allá de lo posible y, del interior, emergieron lamentos, como si mil gargantas hablaran a través de él.

Los ojos de Torre se llenaron de terror.
—¡Deténgase! —gritó—. ¡No…! ¡No puede ser humano!
El suelo vibró. Una grieta se abrió a los pies del investigador, y de ella emergió un lamento tan profundo que parecía venir de la propia tierra. La criatura que había sido Howard Phillips extendió los brazos hacia él, y el aire se volvió pesado como el agua. Torre sintió cómo su respiración se quebraba; su garganta quiso gritar, pero de su boca brotó un gemido que no era suyo. Cayó de rodillas, comprendiendo que su voz se había unido al coro eterno bajo el suelo.
Esa noche, los aldeanos de Arkham juraron haber oído voces en el río Miskatonic. Dicen que el agua burbujeó como si algo respirara en el fondo, y que una figura, apenas humana, se perdió entre la niebla. Al amanecer, la colina parecía intacta, pero quienes se acercaron al cauce oyeron susurros que ascendían desde la tierra, como si los muertos quisieran hablar.
En los archivos del valle quedó registrada una sola frase, escrita con una caligrafía temblorosa:
“La Tumba de los Lamentos aún respira.”
Años después, un hombre que decía llamarse Howard Phillips fue internado en el manicomio de Miskatonic. Al parecer, en el mismo lugar donde su padre y hermana fueron ingresados por profundos problemas mentales. Los guardias lo acompañaron por pasillos estrechos donde el yeso se deshacía al tacto. Los retratos en la pared de los fundadores lo observaban con ojos inquisidores y condenatorios. Caminaba sin mirar a nadie, murmurando nombres que nadie entendía. Cada paso resonaba, acompañándole en su desesperación.
En su celda, al cerrar la puerta, el silencio fue total. Solo quedó el leve sonido del aire entrando y saliendo de sus pulmones, como si en cada respiración cargara el eco de un lamento muy antiguo. Aquella noche, uno de los celadores aseguró haber visto, desde el corredor, una bruma oscura filtrarse por las rendijas del suelo de la celda. Juró que el interno, sentado en la penumbra, apenas dejaba ver un leve temblor en el pecho, un movimiento que no parecía suyo.

Al amanecer, encontraron la habitación vacía y las paredes cubiertas por inscripciones trazadas con una sustancia viscosa que olía a putrefacción. Entre los signos, apenas una frase resultaba legible:
“El lamento tiene ahora otro cuerpo donde morar.”
© 2025 María Guadalupe Cortés Jiménez-González
Las imágenes que acompañan al relato se han generado mediante inteligencia artificial a partir del texto.
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