
LA TUMBA DE LOS LAMENTOS
“El lamento no se extingue: viaja con quien lo escucha, se hunde en la sangre y persiste en el recuerdo.”
Advertencia:
Este relato fue compilado a partir de diarios e informes hallados en los archivos del valle del Miskatonic. Quien lea estas páginas debe saber que los hechos aquí descritos rozan lo incomprensible, y que su lectura puede inducir insomnio, ansiedad y alucinaciones.
En el condado de Essex, cerca de Arkham, se alza la Universidad de Miskatonic. Los aldeanos del valle susurran con temor sobre la Tumba de los Lamentos, un lugar del que nadie vuelve cuerdo. Algunos la llaman Cámara Sepulcral, otros Pozo de los Gemidos. La colina que sostiene la universidad guarda un silencio denso, como si bajo ella reposaran cosas que era mejor no nombrar.
El señor Torre, genealogista e investigador, llegó desde Innsmouth al caer la tarde. El carruaje desapareció en la bruma y él continuó a pie. Delgado, de rostro pálido y mirada glacial, avanzaba envuelto en un abrigo negro que apenas se distinguía en la niebla.

No había viajado solo por trabajo. Algo más antiguo lo había llevado allí: un rumor persistente resonando en su memoria. Buscaba rastrear el linaje de ciertas familias cuyos rasgos desafiaban toda lógica. De niño había oído historias susurradas sobre antepasados que no pertenecían por completo a este mundo. Intentó olvidarlas, pero con los años comprendió que era una llamada sutil e incesante. Recordaba los ojos grises de su madre y la voz de su abuelo hablando de antepasados que “cruzaron el mar sin dejar huella en el agua”. Aunque nunca creyó esas historias, algo en su sangre lo había traído hasta allí.
Cruzó Dunwich por caminos envueltos en niebla hasta llegar a la universidad. El portón, ennegrecido por la humedad, se abrió con un lamento de hierro oxidado. Dentro, un olor a podredumbre lo recibió. Cada paso resonaba como si el suelo respondiera a su presencia.
A medida que avanzaba por el corredor principal, el aire se volvía más denso, como si la humedad tuviera peso. Las paredes parecían exhalar un lamento apenas perceptible, y el suelo vibraba bajo sus pies como si algo contuviera su aliento bajo tierra. Las lámparas de gas parpadeaban, proyectando sombras que se alargaban y contraían con vida propia. Torre se detuvo un instante, convencido de que el edificio respiraba.
Allí lo esperaba Howard Phillips, un anciano de erudición inquietante. Su conocimiento de lo prohibido lo había convertido en guardián de secretos que ningún ser humano debía conocer. Lo saludó con cortesía distante. La biblioteca que lo rodeaba era una caverna de polvo: estanterías combadas repletas de volúmenes corroídos por la humedad y márgenes con inscripciones en lenguas imposibles.

Entre los libros, Torre reconoció El Necronomicón, los De Vermis Mysteriis y otros grimorios anónimos. Sobre la mesa descansaba un tomo abierto: Sepulchrum Gemituum, un libro maldito que prometía dominio sobre la Tumba de los Lamentos. Las ilustraciones mostraban criaturas con rostros mitad humanos, mitad marinos, deformados por la marea del tiempo.
Phillips acariciaba los lomos de los libros como si temiera despertarlos. Murmuraba nombres que hacían vibrar el aire con un pulso apenas perceptible.
—La tumba no guarda cadáveres —dijo sin levantar la vista—. Lo que duerme aquí son almas secas, ásperas… de aquellos que intentaron tocar el abismo y, con sus lamentos, buscan entrar al inframundo —afirmó, señalando el suelo. Sus palabras resonaron por la estancia como un eco de ultratumba.
Torre tragó saliva.
—¿Y por qué conservar ese horror, señor Phillips? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Por qué no destruirlo?
El anciano sonrió, mostrando dientes amarillentos.
—Porque el hombre no puede destruir lo que ya forma parte de él. La tumba está en nosotros, señor Torre.
Una neblina densa empezó a formarse a su alrededor. Un líquido viscoso descendió por su frente. La piel se agrietó en escamas, bajo las cuales palpitaban branquias que se abrían y cerraban con un leve sonido. Su cuerpo se contorsionó; de su espalda surgieron apéndices semejantes a tentáculos que se movían al compás de un pulso invisible. Sus ojos se hundieron, la boca se abrió más allá de lo posible y, del interior, brotaron lamentos como si mil gargantas hablaran a través de él.

Los ojos de Torre se llenaron de terror.
—¡Deténgase! ¡No… no puede ser humano!
El suelo vibró. Una grieta se abrió a sus pies, liberando un lamento tan profundo que parecía provenir de la tierra misma. La criatura que había sido Howard Phillips extendió los brazos. El aire se volvió espeso como el agua. Torre sintió cómo su respiración se quebraba; quiso gritar, pero de su boca surgió un gemido que no era suyo. Cayó de rodillas, comprendiendo que su voz se había unido al coro eterno bajo el suelo.
Esa noche, los aldeanos de Arkham juraron haber oído voces en el río Miskatonic. El agua burbujeó como si algo respirara en el fondo, y una figura, apenas humana, se perdió entre la niebla. Al amanecer, la colina parecía intacta, pero quienes se acercaron al cauce oyeron susurros ascendiendo desde la tierra.
En los archivos del valle quedó registrada una sola frase, escrita con caligrafía temblorosa:
“La Tumba de los Lamentos aún respira.”
Años después, un hombre que decía llamarse Howard Phillips fue internado en el manicomio de Miskatonic, el mismo donde su padre y hermana habían sido ingresados por graves trastornos mentales. Los guardias lo escoltaron por pasillos donde el yeso se deshacía al tacto. Los retratos de los fundadores lo observaban con ojos severos. Caminaba sin mirar a nadie, murmurando nombres que nadie comprendía. Cada paso resonaba, acompañando su desesperación.
En su celda, el silencio fue total. Solo oía su respiración, cargada de un eco angustioso. Aquella noche, un celador juró ver una bruma cenicienta filtrarse por las rendijas del suelo. Dijo que el interno, sentado en la penumbra, apenas mostraba un leve temblor en el pecho, un movimiento que no parecía suyo.

Al amanecer, encontraron la habitación vacía y las paredes cubiertas de inscripciones trazadas con una sustancia viscosa que olía a putrefacción. Entre los signos, solo una frase era legible:
“El lamento tiene ahora otro cuerpo donde morar.”
© 2025 María Guadalupe Cortés
Las imágenes que acompañan al relato se han generado mediante inteligencia artificial a partir del texto.
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