En el centro del universo, como en cualquier universo, no estaba yo, estaba ella. En aquella habitación, en cambio, en el centro estaba yo y ella ocupaba todo lo demás. Hablaba sin parar y mirara yo a donde mirara, siempre me encontraba con sus ojos, su boca moviéndose, su cara.
En la cama, tapando su desnudez con una sábana, semierguida, gesticulaba e intentaba atraer todo el tiempo mi atención. Yo me distraía, a veces, con los espejos y los dos cuadros que había. Tres espejos me devolvían su imagen perfecta. Estaban colocados de tal forma que desde la posición en la que yo estaba, reflejaran aquella vieja cama y a su propietaria, digo yo que la cama era de ella, desde diferentes ángulos. De esta forma se hacía más grande y más bella. Los cuadros mostraban animales mitológicos. En uno: una especie de ave con grandes garras, que sostenían un cadáver de lo que podía ser un niño. Esa ave tenía dos cabezas. El otro cuadro representaba una Hidra que luchaba contra un hombre. En la imagen él cortaba varias de sus múltiples cabezas, pero eran demasiadas. El oponente parecía estar perdido, más bien, haber perdido.
Los cuadros reproducían, sin excepción, la cara de Afrodita. No me refiero a la diosa sino a mi interlocutora. Por ese nombre la conocía yo. Así firmaba aquel artículo que me atrajo hacia ella. Un artículo sobre el hombre moderno, que aseguraba que le tenía miedo a las mujeres. Y que ya no daba la talla en la cama. Más bien, que no quería encamarse. Hombres asustados que querían hablar. Decir interlocutora es exagerar, porque aquello no era un diálogo. Solo hablaba ella. Yo estaba embobado con tantas caras a la vez, que me miraban y gesticulaban.
Según el Sr. Torre, mi aliado, o eso decía él, ella se llamaba Marimar y era de Almería. Esto me lo confesó a cambio de la poca agua que quedaba en mi cantimplora. Al fin y al cabo era un tratante de secretos. En aquella habitación, sin duda era Afrodita y provenía de un lugar turbio y lejano. Mi aliado era el que me había permitido involucrarme en aquella secta. Y por fin tener una cita con ella.
Algo me decía que aquello iba a terminar mal. Todo había empezado cuando yo hacía una caminata por el desierto. En eso se había convertido el inmenso prado que poblaba aquellas colinas. Ese año parecía no tener primavera, todo quemaba. Me encontré lo que supuse que era una caseta de avituallamiento, que en realidad era un puesto de “los esclavos de Dunwich”, la secta que yo andaba buscando. Allí, ella misma me dio un folletín e hizo un círculo sobre el nombre de Afrodita. No dijo ni una palabra. Al contrario que ahora que hablaba, ya no por su boca sino por las múltiples bocas de los espejos y los cuadros. Si la miraba directamente, solo oía su voz multiplicada y gutural que no salía de ella. Provenía de todos los lados. La voz lo ocupaba todo. Era como un estallido, como el universo en expansión y a su vez como un acúfeno, un sonido que provenía de mis propios oídos. Eran multitud de voces diciendo lo mismo. Ella, a su vez, parecía un muñeco que te mira y mueve la boca, un holograma, qué sé yo, un fantasma, un espejismo.
Me encontraba sin duda en una encrucijada. Había algo en esa mujer que le daba un aire de mujer experimentada y por otro lado uno de inocencia maldita. Yo la miraba y sentía una atracción que me venía devuelta en sus múltiples imágenes en modo de repulsión. Había algo en su forma de comportarse que me decía que me iba a comer a bocados después de yacer juntos. Aún así, yo me tenía como un intrépido explorador y ante el dilema de salir por piernas de allí o permanecer hasta el final. Opté por seguir adelante. Al fin y al cabo, estaba en juego la promesa de poder que me había hecho el Sr. Torre. Yo sabía que ella era el alma de aquella secta y solo si me la ganaba podría introducirme de forma que pudiera destruirla desde dentro.
¡Uf, qué complicado es ser valiente! Le pedí que si podía tomar una copa. De inmediato entró un camarero con un whisky con una piedra de hielo. Nunca me ha gustado el whisky, hubiera preferido un ron, pero no estaba la cosa para ponerse sibarita. Lo bebí de un trago. Su voz se volvió más grave y lejana y empezaron a surgir nuevas voces que no eran de ella y a la vez sí. Me noté un poco mareado, pero aún así me acerqué y empecé a besarle el cuello. Mientras la veía excitarse en los espejos que parecían haber cambiado de sitio y en las caras de la Hidra y de aquel ave bicéfala. El cuello sabía a tapiz húmedo y a cristales fríos. En un descuido acerqué mi boca a la suya y la besé. Pensé que se haría el silencio, pero su voz siguió sonando por todos lados. Una voz que ahora era un chillido de águila, un llanto de bebé, una súplica, el sonido de mil serpientes de cascabel, el canto de una niña que juega a la rayuela, un grito.
Hicimos el amor. Quizás podría decir que follamos, pero no fue ni una cosa ni la otra. Tendría que inventarse una nueva palabra, un nuevo concepto para definir lo que sucedió en aquella cama. No por extraordinario, aunque tuvo sus momentos, no por cutre, que también lo fue. Por fin aquellas voces se fueron apagando y yo me quedé irremediablemente dormido. Soñé con una mujer que se convertía en árbol. En una especie de árbol fractal. Cada vez que te acercabas a una de sus ramas, de esta salían otras ramas más pequeñas y así sucesivamente. En cada rama había un fruto, el mismo siempre, cada vez más chico. Estos frutos si los mirabas fijamente te devolvían la mirada.
Me desperté en otra habitación, con otra mujer. Ella se vestía con rapidez mientras bebía algo y mordía un cruasán. Salió sin decir nada, solo me mandó un beso volado antes de desaparecer. Me quedé solo. Ni rastro de los cuadros ni de los espejos. Un póster de una intervención de Banksy de una niña que vomitaba corazones es lo único que poblaba aquella habitación. Y, un silencio sepulcral. Que fue desapareciendo a medida que se empezaba a oír un zumbido, leve y desagradable. Busqué el origen de dicho ruidito y encontré una caja enchufada a la pared. La abrí y salió un humo como de un congelador, parecía algo crionizado, un corazón me pareció.
Volví a la cama y al acostarme choqué con algo. Una tarjeta y un espejo. No había que ser muy listo para saber que había pasado ahí. La tarjeta tenía escrito el nombre de Afrodita y unos caracteres indescifrables. Le di vueltas y vueltas a la tarjeta y no logré saber qué decía. Me acordé de los juegos de detectives en donde con un espejo puedes leer mensajes escritos al revés, pero nada. Solo un rato después y por casualidad coloqué la tarjeta de tal forma en el espejo que me devolvió unas letras inteligibles. “Me voy. Te robo solamente el corazón. ¡Jajaja! Te dejo uno de cerdo que dicen que funciona muy bien. Besos. Afrodita”.
Sonreí. Y miré para la caja con el corazón crionizado. Di un respingo en la cama. Miré para la camisa que llevaba puesta y vi algo de sangre. Abrí los botones y me toqué la herida en el pecho. Palpé con mis dedos en la herida y conseguí abrirla. Busqué un órgano, un corazón concretamente, dados los antecedentes pensé que era lo que debía de haber allí, pero solo habían venas cortadas y un gran hueco. Me desmayé.
Me desperté en un hospital. Había tenido un fallo en el corazón y me habían hecho un trasplante de urgencias. Me dejaron solo en la habitación y entraron una mujer y dos niños. No los reconocí, aunque aseguraban que eran mi mujer y mis hijos. Traían un álbum de fotos para demostrármelo. Y en efecto, allí estaba yo, con ellos, en todo tipo de situaciones y cada vez más joven. Solo en la última foto noté algo raro. Tres espejos. Miré bien y dos cuadros, multitud de cabezas y en la cama semierguida, Afrodita. Empezó un murmullo que se convirtió en un grito, muchos gritos, un graznido, una súplica…
Estaba muy confundido. No sabía cuál era la realidad y qué había de onírico en toda aquella historia. Me encontraba otra vez frente a Afrodita. Intenté tranquilizarme y pensar. ¿Qué coño era lo que me había llevado hasta allí? Recordé a mi familia. No sé por qué, pero solo me acordaba de ella cuando estaba en un buen lío. Aquella secta me la había arrebatado. El niño que aparecía en el cuadro, desgarrado por aquella ave era mi hijo. Cogí un abrecartas que encontré en la mesa y apuñalé aquellos cuadros hasta dejarlos hechos añicos. Estaba muy cansado. Y supliqué que me devolviera mi corazón y mi familia. Todas las voces callaron. Afrodita se incorporó y me preguntó, con una voz que no era la suya, que qué había del poder, de mi promesa, del sexo, de todo lo que yo había hecho para llegar hasta allí. Caí rendido.
Me volví a ver acostado en la habitación de hospital. Mi hija jugaba con un abrecartas que no sé de dónde había sacado. Mi hijo estaba despeluzado. Lo observé bien y tenía varios rasguños, la cara muy blanca y estaba muy delgado. Mi mujer, distraída, se entretenía mirando tres cartas de un extraño juego. Estaba de espaldas a mí. Me miró a través del cristal de la habitación, que daba al pasillo del hospital. Una mujer con una bata blanca pasaba en ese momento por allí. Las dos caras se superpusieron y en unas milésimas de segundo crearon otra cara, como un puzle. Vi como una cara se iba transformando en otra y en un instante tomó forma. Me dio un vuelco el corazón, empecé a sudar, me dolía mucho el pecho y oí un pitido agudo: primero muy fuerte y luego se fue apagando. Pi… pi… , pi… pi… , pi… pi… , pi-pi, pi-pi, pi-pi, piiiiiiiiiiiiiiiiiii…
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