De los razonamientos que hacen pensar —o que desatan tormentas en la cabeza del que piensa.

De los razonamientos que hacen pensar —o que desatan tormentas en la cabeza del que piensa.

Las redes sociales son un tapiz bordado con hilos de furia, de ternura, de ignorancia y de lucidez. Son el carnaval perpetuo donde cada máscara grita: “¡Yo soy la razón absoluta!”, y otra máscara, igual de pintarrajeada, responde: “¡No, la razón soy yo!”. Es un duelo de egos disfrazado de diálogo, una danza de espejos donde cada reflejo se cree el original.

Allí se exhiben las pequeñas fracturas y las grandes grietas del alma colectiva: logros culturales que brillan como luciérnagas en la noche, y al lado, la incultura que se arrastra como sombra. Miedos que se disfrazan de valentía, pasiones que se confunden con odio, amores que se evaporan en emojis, guerras que se anuncian como si fueran estrenos de cine, noticias verdaderas que parecen mentira, y mentiras que se visten de verdad con traje de gala.

Las redes no deforman el mundo: lo amplifican. Son la lupa que revela las arrugas del alma humana, los lunares de la historia, las contradicciones que nos habitan. Nos permiten espiar —como quien mira por la cerradura del universo— los rituales cotidianos del ser humano: sus costumbres, sus vanidades, sus delirios lógicos.

No hay que condenarlas como si fueran monstruos digitales. Son, simplemente, el espejo donde se refleja la sustancia del hombre moderno, con sus luces y sus abismos. Y si algo se revela con claridad, es que las sociedades deberían estar entrenadas para convivir con la diversidad de pensamientos. Porque si se amputara esa diversidad, lo que quedaría sería un cuerpo social en coma, una civilización hipnotizada por su propia monotonía. La muerte por asfixia del pensamiento versátil.

A veces, en medio de ese torbellino, escucho razonamientos que me dejan como colgado de una nube. Alguien dice:

—Ya no salgo de noche, los asaltos son constantes.

Y otro, con sabiduría de pueblo y resignación de santo, responde:

—Sí, es mejor no tentar al diablo. Pero en el país X las cosas están peores.

Entonces me quedo pensando, como quien se pierde en un laberinto sin Minotauro. Me despeino con las manos, me masajeo la cabeza como si quisiera exprimirle una idea, y si pudiera, me haría cosquillas con los pies, pero entre la vejez y la falta de talento circense, me es imposible.

“Yo, un don nadie sin casa —me digo—, menos mal que somos pocos los que no tenemos techo. Allá, en el país X, hay mil veces más como yo.”

Y entonces, como por arte de magia, mi indigencia se vuelve motivo de celebración. Porque nuestras carencias, las de aquí, son menos letales que las de allá. ¡Bendita sea la pobreza que no mata!

Después de todo esto que les cuento, las palabras se me escapan como mariposas asustadas. Siento que un tornado rojizo me atraviesa la garganta y me roba la inteligencia, o tal vez me regala otra forma de entender el sufrimiento humano.

“Mi sufrimiento es menor que el de ellos”, me digo. Y brindo —con una copa imaginaria— por la sociedad que me otorgó la menor manera de sufrir.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS