Bajando por la 80 en Bogotá, por los lados de la Boyacá, se encuentra hace ya algún tiempo una valla publicitaria de algún candidato cualquiera abogando por la pena de muerte a políticos corruptos, y auque, en teoría, estoy completamente de acuerdo con la propuesta, me causa más risa que entusiasmo cada vez que la veo, basicamente porque significaría tener un gobierno sin gobernantes. Sin duda tentador, pero quizás no muy práctico.
Seguido a mi justificada pero triste risa, me pongo a pensar, pues algunos tenemos que hacerlo desafortunadamente, y me resulta trágicamente absurdo que en la capital de la pena, no exista la pena capital. Que en el país de Garavito y el monstruo de los andes, Timochenko y Mancuso, Escobar y Popeye; no esté permitido acabar con la vida de asesinos, violadores, torturadores, secuestradores y extorsionadores. Si ni siquiera podemos encerrarlos de por vida. Pensaría uno que es dónde más se necesita, ¿no? O quizás por eso mismo está prohibido, pues significaría un colapso demográfico. Y vuelvo y sonrío.
Sin embargo, concluyo rápidamente que aquello es, evidentemente, una pésima idea acá en la meca de la corrupción, paradójicamente, pues, ¿acaso no es obvio que se usaría como arma política? ¿Vamos a confiar en políticos corruptos para matar a políticos que ellos tildan de corruptos? No tengo duda que en caso de que fuera así mañana Uribe estaría enfrentando la jeringa, y en menos de un año (si Dios quiere) lo estaría haciendo Petro. No podemos darle poder sobre la vida a una mar de asesinos frustrados (y algunos no frustrados). Otra cosa sería hacer campaña para dar muerte a violadores y asesinos, pero el problema es que esos no son oponentes políticos, en su mayoría.
Inevitablemente esta conclusión me lleva a otro lugar, y ratifica lo que cada vez tengo más claro: que la compra y el porte de armas de fuego deben estar permitidos en este país. Entendemos todos, exceptuando uno que otro idealista güevon, que en nuestras venas, junto con la sangre, corre maldad. Es por eso que, justificadamente, desconfiamos de quienes nos gobiernan. Entonces es ilógico, por no decir estúpido, confiarle a ellos el monopolio de la seguridad.
Por otro lado, resulta absurdo y cruel prohibir a las personas tener la capacidad de defenderse a ellas mismas en una nación tan violenta como la nuestra. Entiendo, aunque no comparto, la idea de que entre menos armas haya en circulación, mejor en términos de seguridad, pero es un hecho que los bandidos las tendrán igual, independientemente de la normativa. Y no me refiero únicamente a las pandillas y bandas criminales que atormentan las calles de las ciudades, sino también a los terroristas con armamentos dignos de un ejército nacional que controlan territorios enormes de Colombia a su antojo. Esto en un país donde, supuestamente, está prohibido portar armas de fuego. A no ser, claro, que tengan el debido papeleo. En dado caso retracto mis palabras.
Lo cierto es que como pueblo hemos decidido que la violencia es inaceptable, únicamente cuando es ejercida de manera justa. Que un loco degenerado viole y mate a decenas de niños está bien, pero matarlo a él, no. Mejor unos cuantos años de cárcel. Seis meses por cada niño. Que extorsionen a la gente trabajadora y maten a los que no pagan está bien, pero matar defendiendo lo de uno y a los de uno, no. Mejor estar muerto y ver piadosa (in)justicia desde el cielo. Somos la capital de la muerte, pero nos encanta aparentar que no. Jugamos a ser Noruega, cuando estamos más cerca a ser Afganistán. Claro que hay que matar, solo que hay que saber hacerlo.
– M
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