Como me lo contaron, te lo voy a contar, aunque en el contar se me deshilache la verdad como los bordes de un mapa viejo:
Hubo —o hay, porque en estas tierras el tiempo se curva como las espinas del flamboyán— un hombre cuya carne ha sido vencida por la gravedad de los años, y cuya cabeza, coronada por la blancura de los inviernos vividos, parece un relicario de memorias que ya no se sabe si son suyas o prestadas por los muertos. Sus bolsillos, que alguna vez fueron cofres de salario, son ahora criptas de una pobreza jubilada, y sus piernas, temblorosas como ramas en ciclón, avanzan con la dignidad de quien ha pactado con el polvo. Las manos, que antaño fueron garra, herramienta, caricia y puño, hoy son apenas testigos mudos de una fuerza que se fue como se va el agua entre los dedos.
Este hombre —que no es uno sino muchos, que no es viejo sino tiempo encarnado— carga consigo siete décadas de costillas, las mismas, las de siempre, ahora crujientes como caña seca. Ha visto desfilar gobiernos como máscaras en carnaval, ha olido la mentira en cada discurso, ha sentido el embuste como un perfume rancio que no se va ni con un baño de río. Vive en la frontera de la miseria, esa línea invisible donde el pan es milagro y la esperanza, superstición.
Y desde su rincón digital, ese altar profano donde se reza con teclas, proclama que el mundo de su mundo, la tierra de su tierra, está patas arriba, como si el eje del planeta se hubiera torcido por culpa de los que no rezan como él, no votan como él, no sufren como él. No admite que otro, también hijo de la tierra-tribu, de igual forma sufra por la parcela de la patria, y alce la voz y lo contradiga. Porque en su lógica de exilio interior, todo grito que no sea el suyo es traición, todo reclamo ajeno es cobardía.
Y calla —¡oh, cómo calla!— cuando el acusador, ese otro que también es él, pero en otro espejo, le dice que los que se bañaron en tierras extranjeras no son menos valientes, sino distintos. Calla porque no comprende que hay cobardías que se gestan en la tierra misma, en la costumbre, en el miedo a perder lo poco que se tiene. Calla porque su verdad, como la de todos los hombres viejos, ya no admite matices, y en su silencio se cuece la tragedia de un país que no sabe escucharse.
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