Capítulo I
La primera vez que Elías Varela escuchó el zumbido del núcleo resonante, no pensó en ciencia. Pensó en su hija. En la risa que se le escapaba como un canto de grillos al atardecer. En la última vez que la vio correr por el jardín, antes de que el tiempo se volviera una prisión.
La nave Ananké reposaba en el hangar como un animal dormido. Su superficie no era metálica, sino orgánica, como si respirara. El campo toroidal que la envolvía aún estaba inactivo, pero Elías sabía que bastaba una frecuencia —una nota exacta— para que todo cambiara.
Encendió el panel metafísico. No había botones ni pantallas, solo una esfera de cristal líquido que respondía a sus pensamientos. Elías cerró los ojos y recordó el momento en que la teoría dejó de ser teoría: cuando comprendió que el tiempo no era una línea, sino una vibración. Que cada recuerdo tenía una frecuencia. Que si lograba sintonizar con la correcta, podría volver.
La esfera se iluminó; 435 MHz indicó un monitor. Entraba en el mundo de las leyes, de la gravedad, del dolor.
Subió lentamente. 600. 800. 1200 MHz. El hangar comenzó a desvanecerse. Las paredes se curvaban como espejos líquidos. El tiempo se aflojaba.
Y entonces, sucedió.
Un estallido silencioso. Un pliegue en la realidad. Elías ya no estaba en el hangar. Ni siquiera estaba en su cuerpo. Flotaba en un espacio sin coordenadas, donde los pensamientos no habitaban la materia y los colores tenían memoria.
Frente a él, una figura. No era su hija. Era él mismo, pero más joven. Más triste. Más lleno de esperanza.
— ¿Dónde estoy? —preguntó Elías, sin voz.
La figura respondió sin palabras, solo con una vibración. Una frecuencia que decía: Estás en el umbral. Aquí no hay tiempo. Solo posibilidades.
Elías comprendió que no había viajado al pasado. Había viajado al lugar donde el pasado aún podía trazarse.
Donde se pliega la identidad y se disuelve, y la memoria se convierte en brújula.
Capítulo II: El universo de los vencidos
Elías despertó en un mundo que parecía hecho de papel antiguo. Las calles estaban cubiertas de hojas escritas a mano, y el cielo tenía el color de los libros olvidados. No había edificios, sino bibliotecas abiertas al viento. Cada estructura era un archivo de lo que nunca se contó. Los papeles garabateaban textos insólitos.
Caminó sin rumbo, guiado por una intuición que no era independiente. Las personas que encontraba no hablaban, pero sus rostros estaban tatuados con palabras: derrota, exilio, verdad. Era un universo donde la historia había sido escrita por los vencidos. Donde los imperios nunca triunfaron, y los mártires vivían como poetas. Unos maldiciéndose ellos mismos, otros exacerbándose como si fueran héroes.
Una mujer se le acercó. Tenía los ojos de su hija, pero no era ella. Llevaba un cuaderno en las manos, y en él, una frase que Elías reconoció como suya, escrita años atrás en un poema que nunca publicó: “Seré siempre un loco”.
— ¿Quién eres? —preguntó Elías, sintiendo que su voz era una vibración más que un sonido.
—Soy lo que perdiste —respondió ella—. Lo que no dijiste. Lo que tu mundo llamó error, pero aquí es origen.
Le entregó el cuaderno. Al abrirlo, Elías vio escenas de su vida que no habían ocurrido: él salvando a su hija, él renunciando a la ciencia para escribir, él viviendo en un mundo donde el amor no era interrumpido por la lógica.
Pero cada página tenía un precio. Al leerlas, sentía que olvidaba algo de su mundo original. Un rostro, una fecha, una certeza. Un momento paralelo de desigualdades parecidas.
—Este universo no es tu destino —dijo la mujer—. Es tu arquetipo. Aquí no puedes quedarte, pero puedes aprender.
Elías comprendió que los universos no eran lugares, sino lecciones. Que cada salto era una pregunta, y cada encuentro, una respuesta que debía traducir.
Antes de partir, la mujer le susurró una frecuencia: 1475, MHz.
—Allí está la memoria que no se borra —dijo—. Pero cuidado: lo que recuerdes puede cambiarte para siempre.
La nave Ananké lo esperaba, suspendida en el aire, como una idea aún no pensada. Elías subió, sabiendo que el próximo salto no lo llevaría más lejos… sino más adentro.
Capítulo IV: El eco del regreso
Elías despertó en el hangar. La nave Ananké estaba intacta, silenciosa, como si nunca hubiera sido encendida. Afuera, el mundo seguía su curso: los técnicos caminaban con sus batas blancas, los relojes marcaban la hora con indiferencia, y el cielo tenía el mismo gris de siempre.
Se sentó en el borde de la cabina, con la sensación de haber vivido siglos. Pero no había pruebas. No había registros. No había marcas en su cuerpo ni en la nave. Solo una fatiga que no era física, sino existencial.
— ¿Fue un sueño? —murmuró.
Revisó los datos. Las frecuencias que había activado no mostraban ninguna anomalía. Ningún salto. Ninguna ruptura en el espacio-tiempo. Todo estaba dentro de los parámetros normales. La ciencia de su tiempo tenía razón: no se puede viajar al pasado, ni a otros planos, ni alterar la realidad con vibraciones.
Elías sintió una mezcla de vergüenza y alivio. Había creído en algo más grande que él, en una posibilidad que desafiaba las leyes. Pero ahora, todo parecía ilusorio. Como si su mente, desesperada por encontrar sentido, hubiera construido un universo paralelo dentro de sí.
Los recuerdos de los otros mundos comenzaron a desvanecerse. La mujer con los ojos de su hija era apenas un espectro. ¿Dónde estaba el universo de los vencidos? La niebla en su alma lo borraba todo. Todo se convertía en imágenes dudosas, como sueños que se olvidan al despertar.
Y sin embargo… algo persistía.
No una certeza, sino una duda. Una grieta en la lógica. Porque aunque la ciencia no lo respaldara, él había sentido. Había vivido. Había amado en esos planos imposibles.
Elías cerró los ojos. No para dormir, sino para recordar.
Y en ese silencio, comprendió que tal vez el viaje no fue físico, ni real, ni verificable.
Pero fue suyo.
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