Capítulo 1: El reflejo que no miente
La nieve caía con lentitud sobre Montreal, cubriendo los tejados como si intentara silenciar los pecados que dormían debajo. Las luces de la ciudad parpadeaban a través de la neblina, como si dudaran de su propia existencia. En el cuarto piso de la residencia universitaria, Elian Varela observaba su reflejo en el vidrio empañado. Su ojo escarlata ardía, incluso bajo la luz tenue del escritorio.
No era fuego. Era memoria.
—¿Lo viste otra vez? —preguntó Aileen, sentada en el borde de la cama, con las piernas cruzadas y el cabello plateado cayendo como una cortina sobre sus hombros.
Elian no respondió de inmediato. Su mandíbula estaba tensa, como si las palabras fueran cuchillas que debía tragar. Afuera, el viento golpeaba la ventana con la insistencia de un recuerdo que no quiere morir.
—Un profesor. Psicología criminal. Lo vi entrar al aula… y su pecado me golpeó como un grito. Diez rostros. Diez cuerpos. Diez silencios.
Aileen se levantó y caminó hacia él. Su altura apenas alcanzaba su pecho, pero cuando lo abrazaba, Elian sentía que el mundo se detenía. Que el ojo escarlata dejaba de arder. Que Lucía, por un instante, no estaba muerta.
—No estás solo —susurró ella—. No vas a enfrentarlos como si fueras un monstruo. Vas a hacerlo como lo que eres: el hermano de Lucía. El que aún recuerda su risa.
Elian cerró los ojos. Por un instante, solo por uno, deseó no ver más. No sentir más. Pero el reflejo en el vidrio lo traicionó: su ojo izquierdo brillaba como una herida abierta.
—Uno de ellos está aquí, Aileen. En esta universidad. Y lo voy a encontrar.
Ella no lo soltó. No lo contradijo. Solo apoyó su frente contra su pecho y dejó que el silencio hablara por ellos.
Después de unos minutos, ella se apartó con delicadeza. Caminó hacia su mochila y sacó una libreta de tapas negras. La colocó sobre el escritorio, junto al cuaderno de Elian, donde él había dibujado los rostros que veía en sus visiones.
—Lucía me habló de esta libreta antes de… —Aileen tragó saliva—. Antes de que todo pasara. Me dijo que si algo le ocurría, debía entregártela. Pero no lo hice. No sabía si estabas listo.
Elian la miró. Su ojo azul temblaba. El escarlata, en cambio, parecía absorber la luz.
—¿Por qué ahora?
—Porque hoy, cuando te vi salir de clase, supe que ya no estás buscando justicia. Estás buscando sangre. Y si vas a cruzar esa línea… al menos que sepas lo que ella dejó atrás.
Elian abrió la libreta. Las primeras páginas estaban en blanco. Luego, dibujos. Puertas. Ojos. Cuerpos sin rostro. Y una frase repetida en diferentes caligrafías:
“No fue mi culpa.”
Elian sintió que el aire se volvía más denso. Como si la habitación se hundiera en sí misma. Aileen lo observaba, sin lágrimas, pero con una tristeza que parecía ancestral.
—¿Qué significa esto? —preguntó él.
—No lo sé. Pero creo que es un mapa. No físico… emocional. Cada dibujo representa algo que ella vivió. Algo que no pudo decir.
Elian cerró la libreta. Su respiración era irregular. Su ojo escarlata brillaba con más fuerza.
—Entonces vamos a leerlo. Página por página. Y cuando lleguemos al final… los diez van a saber lo que es el verdadero miedo.
Aileen no respondió. Solo se acercó, tomó su mano, y la apretó con fuerza.
La nieve seguía cayendo. Pero dentro de esa habitación, el invierno había dejado de ser frío. Ahora era rabia.
Capítulo 2: El pecado detrás del cristal
La biblioteca de la universidad estaba casi vacía. Afuera, la nieve seguía cayendo con la misma calma cruel de siempre. Dentro, el silencio era tan espeso que parecía tener forma. Elian caminaba entre los estantes como un espectro, con la libreta de Lucía en la mochila y el ojo escarlata ardiendo bajo la luz blanca de los fluorescentes.
Aileen lo había acompañado hasta la entrada, pero no había entrado. Sabía que este momento era de él. Que lo que estaba a punto de ver no podía compartirse. No aún.
Elian se detuvo frente a la sección de criminología. Un hombre de unos cuarenta años hojeaba un libro sobre perfiles psicopáticos. Tenía el cabello peinado con precisión quirúrgica, una chaqueta gris sin arrugas, y una sonrisa que no tocaba sus ojos.
Profesor Dumas.
Elian lo había visto antes. Había asistido a su clase dos veces. La primera, nada. La segunda, una imagen fugaz: una habitación cerrada, una cámara encendida, una risa que no era suya.
Ahora, frente a él, el ojo escarlata comenzó a reaccionar.
Primero, un zumbido. Luego, una distorsión en el aire. Como si la realidad se doblara alrededor del profesor. Elian parpadeó, y lo vio:
Una figura encapuchada. Una habitación con paredes acolchadas. Lucía, temblando. Dumas, observando desde una pantalla.
No era el ejecutor. Era el espectador. El cómplice.
Elian sintió náuseas. El pecado no era solo lo que se hacía. Era lo que se permitía. Lo que se celebraba en silencio.
—¿Buscas algo en particular? —preguntó Dumas, sin levantar la vista del libro.
Elian lo miró. Su ojo azul, tranquilo. El escarlata, encendido como una alarma.
—Solo investigando. Psicología del espectador. El que no actúa, pero tampoco detiene.
Dumas sonrió. Esta vez, sus ojos sí se movieron. Un destello de incomodidad. O reconocimiento.
—Interesante tema. Aunque a veces, el espectador no tiene elección. ¿No crees?
Elian se acercó. El libro que Dumas sostenía tenía una imagen en la portada: una máscara rota.
—A veces, el espectador tiene más poder del que cree. Y más culpa de la que admite.
Dumas cerró el libro. Lo colocó en el estante con cuidado. Luego, se giró hacia Elian.
—¿Cuál es tu nombre?
—Elian Varela.
Hubo un silencio. Dumas lo sostuvo con la mirada. Elian no parpadeó.
—Varela… —repitió el profesor, como si el nombre le supiera a algo—. ¿Alguna relación con Lucía Varela?
Elian sintió que el mundo se detenía. Que el aire se congelaba. Que la nieve afuera dejaba de caer.
—Era mi hermana.
Dumas no reaccionó. No se sorprendió. No se disculpó. Solo asintió, como si confirmara una hipótesis.
—Lamento lo que ocurrió. Fue… trágico.
Elian dio un paso más cerca. Ya no había distancia entre ellos. Solo el pecado, flotando como una sombra.
—No fue trágico. Fue imperdonable.
Dumas lo miró. Por primera vez, sus ojos temblaron. No por miedo. Por memoria.
—Ten cuidado con lo que buscas, Elian. A veces, la verdad no sana. Solo destruye.
Elian sonrió. Una sonrisa sin alegría. Sin luz.
—Entonces que destruya.
Dumas se alejó. Caminó hacia la salida con pasos medidos. Pero Elian lo siguió con la mirada. Y el ojo escarlata grabó cada gesto, cada tic, cada fragmento de pecado.
Cuando salió de la biblioteca, Aileen lo esperaba bajo la nieve. Tenía los brazos cruzados y los ojos celestes fijos en él.
—¿Lo viste?
Elian asintió.
—No fue uno de los diez. Pero estuvo allí. Observando. Disfrutando.
Aileen bajó la mirada.
—¿Y ahora?
Elian sacó la libreta de Lucía. La abrió en una página que no había visto antes. Un dibujo: una cámara, un ojo, y una frase escrita con rabia.
“El que mira sin detener, también mata.”
Elian cerró la libreta. Su respiración era fuego.
—Ahora vamos por el siguiente.
Capítulo 3: El eco del sótano
La libreta de Lucía tenía una página que parecía arrancada. Solo quedaba el borde, con una palabra escrita a mano: “Subterráneo.” Aileen la había notado mientras revisaban los dibujos en la cafetería vacía, rodeados por el murmullo de estudiantes que no sabían que el infierno caminaba entre ellos.
—¿Crees que se refiere al sótano de la facultad vieja? —preguntó Aileen, con el ceño fruncido.
—Es probable. Ese lugar está cerrado desde hace años. Nadie baja allí… excepto los que quieren esconder algo.
Esa noche, con linternas y la libreta en mano, bajaron por la escalera de servicio que conectaba con el edificio abandonado. Elian iba delante, con el ojo escarlata vibrando como si el aire mismo estuviera contaminado.
El sótano olía a humedad, a metal oxidado, y a algo más: culpa.
Las paredes estaban cubiertas de carteles viejos, algunos con rostros de estudiantes desaparecidos. Aileen se detuvo frente a uno. Lucía no estaba allí, pero Elian sabía que su presencia impregnaba cada rincón.
—Aquí ocurrió algo —dijo él, tocando la pared con la palma abierta.
El ojo escarlata reaccionó. Una visión lo golpeó: Lucía, sentada en una silla, rodeada por sombras. Voces. Risas. Una cámara encendida. Y una figura que se acercaba con una chaqueta roja.
Elian cayó de rodillas. Aileen corrió hacia él.
—¿Qué viste?
—Uno de ellos. Está vivo. Está cerca.
De pronto, se escucharon pasos. No los de ellos. Otros. Más pesados. Más seguros.
Un hombre apareció en la penumbra. Alto, con barba descuidada y una cicatriz en la mejilla. Llevaba una linterna y una carpeta bajo el brazo. Cuando vio a Elian, se detuvo.
—No deberías estar aquí —dijo con voz grave.
Elian se levantó. Su ojo escarlata brillaba como una señal de alarma.
—Tú estuviste allí. Con Lucía. En esa habitación.
El hombre no negó. No se defendió. Solo sonrió.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Acusarme? ¿Golpearme? ¿Matarme?
Aileen dio un paso adelante.
—Tenemos pruebas. Dibujos. Grabaciones. Tu rostro.
El hombre se rió. Una risa seca, sin alma.
—¿Pruebas? ¿De una chica muerta? ¿De una libreta llena de garabatos?
Elian lo miró. El ojo escarlata proyectó una imagen sobre la pared: la escena exacta. El hombre, riendo. Lucía, llorando. La cámara encendida.
El agresor se quedó en silencio. Por primera vez, su rostro perdió color.
—¿Qué… qué es eso?
—Tu pecado —dijo Elian—. Y ahora está grabado en mí.
El hombre retrocedió. Dejó caer la carpeta. Salió corriendo por el pasillo, tropezando con los escombros.
Aileen recogió la carpeta. Dentro, había fotos. Nombres. Fechas. Nueve más.
Elian cerró los ojos. Su respiración era fuego.
—Uno menos. Nueve por encontrar.
Aileen lo miró. No dijo nada. Pero en sus ojos celestes había algo nuevo: miedo.
No por los agresores. Por lo que Elian estaba empezando a convertirse.
Capítulo 4: El umbral del abismo
La nieve había cesado, pero el frío seguía clavado en los huesos. Elian caminaba por el campus como un espectro, con la carpeta que Aileen había encontrado en el sótano apretada contra su pecho. Nueve nombres. Nueve rostros. Nueve pecados que ardían en su ojo escarlata como brasas vivas.
Cada vez que cruzaba miradas con alguien, el ojo reaccionaba. No todos eran culpables. Pero todos tenían algo que ocultar. Mentiras, traiciones, silencios. Elian ya no distinguía entre pecado y error. Todo se mezclaba. Todo dolía.
Aileen lo observaba desde la distancia. Sabía que algo estaba cambiando. Que el Elian que le hablaba con ternura, que le hacía trenzas en el cabello plateado, que le susurraba poemas en voz baja… estaba desapareciendo.
—¿Has dormido? —le preguntó esa noche, mientras compartían un café en su habitación.
Elian negó con la cabeza. Tenía ojeras profundas, y su voz era más grave que de costumbre.
—Cada vez que cierro los ojos, veo a Lucía. No como era. Como la dejaron.
Aileen se acercó. Le tomó la mano. La sintió fría, rígida.
—No puedes cargar con todo tú solo. No así.
Elian la miró. Su ojo azul temblaba. El escarlata, en cambio, parecía absorber la luz.
—¿Y si no hay otra forma? ¿Y si la única manera de hacer justicia… es destruirlos?
Aileen apretó su mano con más fuerza.
—Entonces me perderás. Y no solo a mí. Te perderás a ti mismo.
Hubo silencio. Elian se levantó. Caminó hacia el espejo. Se miró. El ojo escarlata brillaba con una intensidad nueva. Como si algo dentro de él estuviera despertando.
—Tal vez eso ya ocurrió.
Aileen se acercó. Lo abrazó por la espalda. Apoyó su frente en su espalda.
—No me dejes sola en esto. No me obligues a ver cómo te conviertes en lo que juraste destruir.
Elian cerró los ojos. Por un instante, el calor de Aileen lo sostuvo. Pero luego, la imagen volvió: Lucía, llorando. Los diez, riendo. Elian, impotente.
—Mañana iré por el segundo. Está en la lista. Vive cerca del campus. Trabaja en una tienda de fotografía.
Aileen no respondió. Solo lo abrazó más fuerte.
Esa noche, mientras dormía, Elian soñó con una puerta. Roja. Gigante. Con diez cerraduras. Y detrás, la voz de Lucía, susurrando:
“No abras la última. No aún.”
Capítulo 5: Cuando la nieve se tiñó de rojo
La noche era más oscura de lo habitual. No por la falta de luna, sino por la ausencia de esperanza. Elian caminaba por las calles de Montreal con la carpeta de los nueve agresores bajo el brazo y la libreta de Lucía en el bolsillo. Aileen no respondía sus mensajes. Había salido a investigar por su cuenta, convencida de que uno de los nombres llevaba a una pista clave.
Gabriel Therrien.
Fotógrafo. Exalumno. Uno de los diez.
Elian llegó a la estación de tren abandonada. La nieve cubría los rieles como una mortaja. El silencio era absoluto. Excepto por algo: un teléfono vibrando en la distancia.
Lo encontró entre los escombros. Era el de Aileen. La pantalla estaba rota. La funda, manchada de sangre.
—¡Aileen! —gritó, con una voz que no parecía suya.
Corrió entre los vagones oxidados. La linterna temblaba en su mano. Y entonces la vio.
Aileen, tendida sobre el suelo, con el cabello plateado extendido como un halo. Su cuerpo estaba herido. Su respiración, débil. Pero sus ojos celestes aún lo miraban.
—Elian… —susurró, apenas audible.
Él cayó de rodillas. La sostuvo entre sus brazos. El ojo escarlata ardía como nunca antes.
—¿Quién fue? ¿Qué pasó?
Aileen levantó una mano temblorosa. Le entregó una hoja arrancada de la libreta de Lucía. En ella, un dibujo: una cámara rota, una silueta encapuchada, y una frase escrita con rabia.
“El que rompe la luz, merece la oscuridad.”
—Fue él… Gabriel… me vio… me siguió… —tosió sangre—. Pero no me arrepiento. Encontré lo que buscabas.
Elian la abrazó. Su cuerpo temblaba. Su alma se quebraba.
—No me dejes. No ahora. No tú.
Aileen sonrió. Una sonrisa triste, hermosa, final.
—No dejes que el odio te convierta en lo que ellos fueron…
Y entonces, se apagó.
Elian gritó. Un grito que no fue humano. Que no fue dolor. Fue ruptura.
El ojo escarlata brilló con una intensidad nueva. No solo veía pecados. Ahora los proyectaba. Los amplificaba. Los convertía en armas.
Se levantó. La nieve bajo sus pies se tiñó de rojo. No por sangre. Por rabia.
Caminó hacia la salida. La libreta de Lucía en una mano. La hoja de Aileen en la otra.
—Ya no soy Elian —susurró al viento—. Soy el juramento. Y cada uno de ustedes va a pagar.
Desde esa noche, los agresores comenzaron a desaparecer. Uno por uno. Sin rastros. Solo quedaban símbolos en sus casas: ojos escarlata dibujados en los espejos. Puertas cerradas con frases escritas en sangre.
“El que rompe la luz, merece la oscuridad.”
Capítulo 6: El ojo que ya no llora
La ciudad seguía igual. Las luces, el frío, los estudiantes que reían sin saber que la muerte caminaba entre ellos. Pero Elian ya no era parte de ese mundo. Desde la noche en que Aileen murió, algo se había quebrado. No solo en su alma. En la realidad misma.
El ojo escarlata ya no ardía. Ahora brillaba con una calma siniestra. Como si hubiera aceptado su destino.
Los agresores comenzaron a desaparecer. Uno por uno. Sin rastros. Sin testigos. Solo quedaban símbolos: ojos dibujados en espejos, frases escritas en sangre, puertas cerradas con candados invisibles.
“El que rompe la luz, merece la oscuridad.”
Elian no hablaba con nadie. No dormía. No comía. Solo cazaba. Cada pecado que veía lo guiaba como un mapa. Cada rostro que temblaba ante él confirmaba lo que ya sabía: no había redención. Solo castigo.
Pero algo cambió cuando llegó al último nombre.
Mathieu Renaud.
El líder. El que organizó. El que grabó. El que convenció a los otros de que Lucía era solo un juego.
Elian lo encontró en una cabaña, lejos de la ciudad. Vivía solo. Escribía libros sobre “resiliencia emocional”. Daba charlas sobre “superación del trauma”.
Cuando Elian entró, Mathieu lo reconoció al instante.
—Sabía que vendrías —dijo, sin miedo.
Elian no respondió. Solo lo miró. El ojo escarlata proyectó la escena: Lucía, atada. Mathieu, riendo. Aileen, llorando. Elian, gritando.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Mathieu—. ¿Matarme? ¿Crees que eso te devolverá a tu hermana? ¿A tu novia?
Elian se acercó. Cada paso era una sentencia.
—No. No quiero que mueras. Quiero que veas.
Y entonces, lo tocó.
El ojo escarlata brilló con una intensidad que rompió los cristales. Mathieu cayó al suelo, convulsionando. Elian no lo golpeó. No lo cortó. Solo lo dejó ver.
Cada pecado. Cada rostro. Cada grito. Cada lágrima.
Cuando Mathieu despertó, ya no era él. Su mente estaba rota. Su voz, apagada. Su cuerpo, tembloroso.
Elian lo dejó allí. No como castigo. Como testimonio.
Días después, la policía encontró la cabaña. Mathieu estaba sentado frente a un espejo, repitiendo una frase:
“El ojo me vio. El ojo me juzgó.”
Elian desapareció. Nadie volvió a verlo. Algunos dicen que murió. Otros, que se convirtió en leyenda. Pero en los pasillos de la universidad, aún aparece su símbolo: un ojo escarlata dibujado en las paredes, junto a una frase que nadie se atreve a borrar.
“No fue mi culpa.”
Y en algún lugar, bajo la nieve, la libreta de Lucía sigue esperando. Porque las historias no terminan. Solo cambian de forma.
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