El dilema de Mr Scott

El dilema de Mr Scott

Samuel Clemens

26/09/2025

Era un día cualquiera. Ni frio ni calor. Ni sol ni lluvia. Ni temprano ni tarde. Mr Scott se había levantado como si fuera un día cualquiera, ignorante de que, tal vez, fuese el día más importante de su vida. Cuando miró por la ventana de su habitación no se percató de que el remanso de paz que embargaba esa zona de la campiña estaba a punto de acabar. Ese olor de primera hora, en el cual se mezclaban el heno recién cortado y flores ya casi marchitas de los frutales de alrededor, era un recordatorio de que la primavera estaba a punto de acabar. No había terminado de desayunar cuando Mr Scott oyó cierto murmullo, que fue tornándose en algarabía cuando decidió salir a la calle a ver qué pasaba.

Pudo ver al panadero cerrar su carro mucho antes de la hora habitual, al igual que percibió la premura con la que dos campesinos recogían sus enseres para ir rápidamente a su casa. No era nada habitual. Cerró su puerta y se dirigió a la plaza del pueblo. Él vivía en una casa con un pequeño huerto, como tantos otros irlandeses. Las casas solían estar desperdigadas, y la plaza, si es que así se le podía llamar, no eran más que cuatro y cinco casas alrededor de una fuente donde, los sábados o los domingos, había mercado. La otra peculiaridad de la plaza era que allí se encontraba la taberna, lugar en el cual Mr Scott esperaba obtener alguna información relevante de lo que estaba pasando. Sin embargo, no llego tan lejos. Cuando se encontraba a mitad de camino, tras haber andado unos 10 minutos se encontró al cura del pueblo huyendo a todo galope en dirección opuesta:

  • ¿Señor O´Brian, qué ocurre?
  • Sean, no hay tiempo. Huye, huye lejos, no hay nada que hacer – Contestó el cura visiblemente preocupado.
  • Pero ¿qué ha pasado? – Acertó a preguntar Mr Scott
  • El diablo hijo, el diablo. No hay tiempo, coge lo imprescindible y huye. Ya está aquí, y no hará prisioneros.

No tuvo tiempo de réplica, el cura siguió su camino a todo galope, dejando a Mr Scott con la palabra en la boca. Pero, evidentemente, Mr Scott ya había identificado el problema. Desde la revuelta de 1641, que había otorgado el poder en la Isla a la Confederación de Irlandeses Católicos, eran frecuentes las incursiones de mercenarios ingleses que buscaban generar el caos y, además, conseguir botín. Lo extraño era que fuese tan al Sur.

No tenía mucho tiempo. Aunque a él la religión no le importaba mucho sabía que los ingleses no iban a dedicarse a preguntar qué pensaba cada uno. Ahora su prioridad era coger lo necesario y tratar de ocultarse, rezando porque en un par de días pasase todo y, con suerte, no le quemasen la casa. Entró rápidamente, cogió algo de abrigo, las pocas provisiones de que disponía y su cuchillo, y, cerrando la puerta, se dirigió hacia el Sur. Sabía que su mejor baza era ocultarse en el bosque que se encontraba a medio día de camino, ya en las inmediaciones de los Montes Wicklow. Además, si la cosa se alargaba, allí podría encontrar comida y agua, al menos hasta el invierno.

Fue en la encrucijada de los caminos de las Montañas, donde el camino que une las costas del Este y del Oeste se une al que une las del Norte y el Sur, donde la vida de Mr Scott cambió para siempre. Desde el borde del camino, que decidió evitar por precaución, vio como un pequeño grupo de soldados, si es que llegaban a tal rango, habían parado un pequeño convoy que huía en la misma dirección que él. Pudo acercarse, oculto por la maleza, hasta un pequeño promontorio al borde del cruce, hasta llegar a escuchar las súplicas de clemencia de aquella gente que, obviamente, no habían huido lo bastante rápido. Logró distinguir 6 soldados, y al menos los dos más cercanos a su posición eran muy jóvenes. Seguramente, pensó, solo eran unos muertos de hambre que se habían enrolado motivados por el odio que se estaba inoculando en la Otra Isla contra los irlandeses y, de paso, obtener algún botín. Aunque, en una isla en la que la mayoría de la gente no sabía que iba a comer al día siguiente, poco botín se podía conseguir. El grupo que habían detenido estaba formado por dos carros, cada uno perteneciente a una familia diferente. Una de ellas estaba formada por un hombre que no llegaba a viejo, su mujer, y tres hijos: dos de ellos no eran más que adolescentes mientras que la hija mayor debía de tener unos veinticinco años. A Mr Scott le sorprendió la belleza de aquella joven, cuyos negros cabellos contrastaban con la blancura de su piel. El otro carro lo guiaba una pareja joven, cuya mujer llevaba en brazos una criatura que no había visto más primaveras que la presente.

En esa encrucijada, en ese cruce de caminos, Mr Scott se encontraba en una encrucijada moral. Sabía que el destino de los hombres de esas familias, en caso de no hacer él nada, era la muerte, y el de las mujeres, ser violadas y, con suerte, seguir vivas. Sin embargo, dejarles allí a su suerte era su mejor opción de escapar, pues mientras los soldados se entretuvieran con ellos no se percatarían de su existencia. Pensó fugazmente en huir, pero los ojos vidriosos de aquella joven, de un azul increíblemente intenso, hicieron que ese pensamiento fuese rápidamente sustituido por un plan para librar a esas familias de un tormento irremediable. Aun asumiendo que los soldados eran jóvenes e inexpertos, eso no cambiaba el hecho de que ellos eran seis hombres armados con mosquetes y él era tan solo uno, armado con un miserable cuchillo. “Menos mal que soy escocés, de otra forma estaría bien jodido”, pensó recordando aquello que solía decir su abuelo. Su única oportunidad consistía en arrojar una piedra al soldado más lejano, y en la confusión que se generase asaltar por detrás a los dos soldados que estaban más cerca de él, acuchillarlos por detrás y robarles sus armas, y, a partir de ahí, esperar que alguno de los hombres que estaban a punto de morir reaccionase más rápido que alguno de los soldados.

Mr Scott fue consciente de que la decisión estaba tomada, y como buen escocés decidió no demorarlo más. Pensó también que, si moría, que era lo más probable, lo haría haciendo dos cosas: devolver algo de la hospitalidad que había recibido de los irlandeses; y, si había algo de suerte, matando algún inglés. Sin más dilación, agarró el pedrusco más grande que encontró y se lo lanzó al soldado más lejano, de tal forma que los dos soldados que estaban más cerca, al mirar al soldado lastimado, le daban la espalda. Unos 15 metros le separaban de esos soldados, los cuales recorrió diligente y sigilosamente hasta llegar al primero, al cual dio un tajo en la garganta para así evitar que gritase. Aun así, el segundo soldado ya se había percatado de su presencia, aunque no tuvo tiempo de alzar su arma. Cuando quiso reaccionar, el acero de Mr Scott ya estaba hundido en su estómago. No tenía mucho tiempo, tras el revuelo inicial los otros soldados ya se habían dado cuenta de la jugada y se disponían a disparar contra él. Cogiendo el mosquete del último soldado, Mr Scott decidió apuntar al soldado que parecía más mayor, y más experto, pues fue el primero que logró apuntarle. Aunque este logró disparar, lo hizo después de que la bala de Mr Scott impactase en su pecho, lo cual hizo que errase el disparo. Ahora, Mr Scott se apresuró a coger el arma del primer soldado apuñalado, pero en lugar de dispararla decidió hacer un rápido zigzag esperando que los otros soldados disparasen. Cuando oyó el segundo disparo alzo su arma, pero no llegó a dispararla al ver que los otros dos soldados, tras haber abierto fuego, habían sido golpeados por los irlandeses, que se hicieron con ellos garrote en mano. Sólo quedaba el soldado al que había dado con la piedra, el cual se veía claramente mareado, incapaz de apuntar a ningún lado. Mr Scott se acercó unos pasos para asegurar el tiro y le disparó casi quemarropa, provocando que cayese de espaldas. A continuación, se acercó al soldado más veterano, pues sabía que el disparó solo lo había herido y, sin mediar palabra, le rajó la garganta. No era una cuestión de venganza ni de sadismo, sabía que su mejor opción era no dejar a nadie que pudiera decir de dónde venían o a dónde se dirigían, y realizo la tarea sin vacilar. Los hombres irlandeses dieron buena cuenta de los otros dos sin que Mr Scott tuviese que mediar palabra alguna con ellos.

Aquella encrucijada había hecho que Mr Scott, que salió de Escocia ocho años atrás cuando no era más que un crio, volviese a empuñar un arma para algo más que para despellejar un conejo. Fueron las armas lo que le llevaron a abandonar su tierra, y ahora, ocho años después, había vuelto a usar una para matar, aunque en esta ocasión por una causa mucho más noble. Estaba molesto por haber roto la promesa que le hizo a su madre antes de partir, pero, pensó, que ella estaría orgullosa de lo que había hecho. Aquella promesa, en cierto modo una promesa de poder, del que tiene el poder de manejar con destreza un arma pero que sabe que ese poder solo causa penuria, fue la última conversación que tuvo con su madre. Su partida, casi tan precipitada como la de aquella mañana, hizo que su despedida fuese escueta, y que la última vez que vio a la mujer que le vio nacer lo que viese en su rostro no fuese tristeza, sino preocupación.

No había mucho tiempo para recordar tiempos pasados. Aquellos seis soldados solo eran la vanguardia de algo más, y tenían que salir de allí lo antes posible. No se molestó en presentarse, ni en recibir agradecimientos. Todo lo que dijo fue: “no hay tiempo que perder” y se apresuró a indicar el camino. Las familias tampoco cuestionaron la orden, robaron las armas a los soldados, las echaron en los carros y se pusieron en camino. Tras dos horas en silencio, caminando hacía el Sur en dirección al bosque, el mayor de los patriarcas se dirigió a Mr Scott:

  • No se cómo agradecerle lo que ha hecho, no se lo que hubiera pasado si no llega a intervenir.
  • Mejor no pensarlo, lo importante es que todos estamos bien – Respondió escuetamente Mr Scott.
  • Me llamo John Gibney.
  • Sean Scott.

No era necesario alargar esa conversación, estaba a punto de anochecer, lo cual les brindaría la oportunidad de conocerse, pero ahora lo importante era aprovechar cada minuto de sol. El caminar con los carros era lento, a pesar de que fuesen tirados por un mulo, y las huellas eran demasiado visibles. Mr Scott era consciente de que tendrían que abandonar los carros a la mañana siguiente, pero ahora su prioridad era llegar a la linde del bosque. Allí estarían a salvo. En esas fechas, los días en Irlanda son realmente largos, dejando sólo cinco y seis horas de oscuridad a lo máximo. Llegar al bosque antes de anochecer les daría la posibilidad de ocultarse, pues de otra forma eran un blanco fácil y visible para cualquier pelotón que pasase por allí. Y a pesar de todo, a pesar de la prisa que les apremiaba, Mr Scott no podía dejar de mirar de reojo a la joven que, ya a lo lejos, le había parecido increíblemente hermosa. Ahora, más animosa, mostraba una tenue sonrisa que hacían su rostro aún más bello, contrastando esa belleza con el horror que habían vivido tan solo unas horas antes.

Aun el sol no tocaba el horizonte cuando cruzaron el arroyo que marcaba el inicio del bosque. Allí, medio ocultos por la maleza, dejaron los carros, cogiendo sólo lo necesario para pasar la noche. Debían alejarse por si les habían seguido, y, de paso, buscar un lugar medio decente para pernoctar. Aunque era casi verano, la noche podía ser fría, y preparar un pequeño refugio y un fuego era muy conveniente. Una vez al calor del fuego, ya más tranquilos y cerciorados de que nos les habían seguido, tuvieron lugar las oportunas presentaciones. Tras comprobar que todos, sorprendentemente, estaban bien, Mr Scott subrayó lo extraño que resultaba una incursión tan al Sur, a lo cual Gibney le respondió:

  • Pero, ¿no se ha enterado? Esto no es una incursión. Un ejército inglés, comandado por Oliver Cromwell ha invadido la Isla. Los del Otro Lado están decididos a eliminar a todos los católicos.

¿Sería eso a lo que se refería el padre O´Brian cuando habló del Diablo? ¿Tendría que huir ahora de Irlanda como en su momento huyó de Escocia? ¿Cuál era la mejor ruta para salir de la Isla? Todas esas eran buenas preguntas, sin embargo, Mr Scott sólo era capaz de mirar a aquella joven que se encontró en aquella encrucijada preguntándose como era posible que le resultase más fácil reunir el valor para enfrentarse a aquellos seis soldados que para dirigirle una palabra. “Menos mal que soy escocés”

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