El susurro de los días que se fueron

Él caminaba por la casa vacía, donde los juguetes permanecían intactos, testigos mudos de una risa que ya no llenaba los rincones. Cada paso resonaba sobre el eco de lo que alguna vez fue, y el aire parecía cargado del perfume de memorias imposibles de retener.

Se sentó frente a la cuna olvidada y cerró los ojos. Recordó cada abrazo que nunca dio, cada palabra que se quedó atrapada entre sus labios. La culpa se enredaba en su pecho, y el silencio de la habitación se volvió un espejo donde veía reflejado su propio dolor.

Entonces lo sintió. Un toque leve, tan suave que casi parecía un sueño, como si unas manos diminutas rozaran su mejilla. Una risa quebrada, apenas un hilo, recorrió la habitación. La misma que había escuchado en sus recuerdos, ahora más clara, más cercana, atravesando el tiempo y la ausencia.

Él supo, en un instante que era eterno, que todo lo perdido nunca había dejado de existir. Que algunos abrazos solo se reciben cuando el mundo ya no puede alcanzarlos, y que el amor, el verdadero, no conoce barreras entre la vida y lo que viene después.

Y lloró. Lloró hasta que la pena se volvió memoria viva, y por un instante eterno, lo perdido volvió a sus brazos…

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