
Lila —el nombre de aquella sombra que no conseguí borrar de mi cabeza desde aquella tarde de octubre en Amalfi.
La conocí en un puente, cuando iba al festival de castañas. Yo caminaba ligero por la acera de piedra, con la guitarra al hombro, dichoso y casi corriendo de la emoción. Llevaba en los dedos la melodía que pensaba tocar y en el corazón la ilusión de una noche luminosa. Las calles ya estaban impregnadas con el aroma dulce de los postres de castañas, el murmullo de los turistas y el rumor lejano del mar rompiendo contra los acantilados. Amalfi, con su aire de postal eterna, parecía sonreírme.
Y entonces ocurrió: caí por el precipicio de su mirada.
Me topé con la sonrisa más acogedora que jamás hubiera imaginado. Era la estrella de mis sueños en ese momento, la guía de mi corazón; la más bonita sonrisa que pude encontrar frente a mí.
Todos los rencores se disolvieron en ese gesto: su espléndida sonrisa borró hasta los pensamientos más pesimistas que albergaba mi alma. En un segundo, imaginé un mundo para los dos: caminatas por los callejones iluminados de Amalfi, canciones al atardecer frente al mar, la risa compartida bajo la lluvia de octubre.
La saludé con la sonrisa más tímida que tengo; ella respondió y, con voz temblorosa, dijo: —¡Hola! —y me devolvió una sonrisa que me pareció un sol.
Se acercó, y yo, torpe como un niño, le conté que iba al festival. Ella sonrió y dijo: «Qué lindo que alguien disfrute del festival». Y añadió, con un atisbo de nerviosismo en la voz: —Algún día deberíamos coincidir para un postre de castañas.
Reí, sorprendido de que aquella desconocida quisiera compartir siquiera un instante futuro conmigo. Pero no entendí entonces el temblor en sus ojos, ni la sombra que se escondía tras aquella sonrisa luminosa.
—Disculpa, me tengo que ir —dijo de pronto.
—Hey, no me has dicho tu nombre —alcancé a decir, sonriendo.
—Mi nombre es Lila —respondió ella.
Vi entonces cómo se alejaba; por un instante creí que simplemente se perdía entre las calles de Amalfi. El festival brillaba detrás de mí, con sus luces cálidas y sus cantos de feria, y pensé que ella corría hacia allí. Pero de pronto la escuché gritar, con la voz rota: —¡NOS VEMOS!—.
Su sonrisa se quebró como una ola contra la marea, y sus ojos se desbordaron en llanto. Corría hacia la parte alta de la isla, sin detenerse; quise alcanzarla, deseaba saber la razón de tanta prisa… pero fue demasiado tarde cuando descubrí el motivo.
Nunca imaginé que ese intercambio de miradas y palabras fugaces sería la última vez que las tendría. Todo se desvió en un instante: mi mundo se me fue arrebatado cuando, sin poder evitarlo, aquella estrella de mis sueños se lanzó desde el puente para arrebatarse la vida.
Esa noche las calles de Amalfi me resultaron extrañas, vacías, como si la vida hubiera perdido el color. El festival continuaba: la música, los brindis, las hogueras; pero todo me sonaba hueco. Yo, con la guitarra colgada al hombro, ya no tenía fuerzas para tocar. Cada cuerda me parecía una cuerda rota, un eco de lo que no sucedió.
Desde aquel día, todo recuerdo de Lila me persigue. La veo en cada esquina, en cada piedra de los puentes, en cada farol que enciende la noche. A veces creo escuchar de nuevo ese «¡NOS VEMOS!» desgarrado que fue su última palabra para mí, como si se hubiera quedado suspendida entre las paredes del acantilado. Y me pregunto, una y otra vez, qué heridas llevaba en el alma, qué tempestades la empujaron hacia ese destino, qué dolor escondía tras la máscara de la sonrisa más bella que jamás conocí.
Camino aún por las calles de Amalfi y me repito que la vida me puso en una encrucijada aquel día. Ella venía de un mundo que no supe descifrar, y yo apenas pasaba, ligero, rumbo a un festival. En ese cruce de caminos nuestras almas se rozaron, solo para separarse en seguida, como dos hojas arrastradas por corrientes contrarias.
Hoy me reconozco distinto: más fuerte en apariencia, pero también marcado. Me llaman experimentado, pero en el fondo sé que estoy maldito por aquel recuerdo. Lo que otros ven como sabiduría es solo la herida que nunca sana. La experiencia de haberla visto sonreír y llorar al mismo tiempo, la experiencia de haber sentido la vida y la muerte rozándose en un mismo instante.
Y aun así, hay noches en que cierro los ojos y ella regresa, no como sombra, sino como presencia viva. Entonces siento que Lila sigue a mi lado, que es un aliado invisible en mis pasos, alguien que ilumina desde la memoria. No como un consuelo fácil, sino como un faro que me recuerda lo frágiles que somos, lo breve que puede ser la chispa de un encuentro, lo eterno que puede resultar un adiós.
Yo sigo tocando la guitarra, no ya en los festivales, sino en los rincones oscuros donde nadie escucha. Cada nota lleva su nombre, cada acorde la invoca. Y en cada canción me convenzo de que, de algún modo, Lila nunca se fue del todo: vive en mis palabras, en mis acordes, en esa sonrisa que vi quebrarse y que, sin embargo, en mi recuerdo, siempre permanece intacta.
Así, en la memoria, Amalfi no es solo una ciudad; es el escenario de mi encrucijada, el lugar donde encontré a la estrella de mis sueños y donde la perdí para siempre.
Y yo, maldito por el recuerdo, sigo caminando como si ella aún me mirara desde el otro lado del puente.
A veces me pregunto si todo fue un sueño tejido por el mar de Amalfi: un espejismo nacido entre la música y el rumor de las olas. Pero no, lo sé… porque en mi pecho aún arde el peso de su nombre, y en mis manos tiemblan las notas de la canción que jamás pude tocar para ella.
Quizás algún día, en otro lugar, la encuentre de nuevo, y no en un puente ni en una despedida, sino en un instante donde la vida no duela tanto. Hasta entonces, cargo con su sombra y su luz, con la certeza de que incluso el amor más breve puede dejar la marca más eterna.
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