Sonó el timbre de la puerta y mi hermano salió disparado del sofá como si llevara un muelle pegado al culo.

—¡La trampa! La trampa! —Dijo en voz baja —¡Hay que quitar la trampa!.

Llevaba más de tres horas sentado frente al brasero envuelto en el faldón de la mesa camilla. Aquel era su lugar preferido, donde pasaba las horas muertas leyendo su colección de cómics de superhéroes que compraba en la papelería de Victoria, al lado de la bodeguita de Palomino y Vergara, en la Calle Tolosa Latour. Y aunque lo vieras allí, sentado, él andaba peleando contra supervillanos para salvar al mundo.

El timbre volvió a sonar, pero, está vez, venía acompañado de una voz.

—Buenos días, me puede abrir, vengo a comprobar la lectura del contador.

—Sí, sí ¡Un momento! —respondió mi hermano mientras lo observaba a través de la mirilla.

Mi madre salió de la cocina remangada, con los ojos abiertos como platos y los labios apretados, tanto, que solo dejaba entrever la fina línea que dibujada su boca. Y como sí de un comando especial en una operación militar secreta se tratara, cogió una silla, con mucho cuidado, y se la dio a mi hermano que la colocó, con mucha precisión, debajo del contador de la electricidad, justo en frente del señor que nos hablaba desde el otro lado y al que solo una puerta le impedía ver todo lo que estaba sucediendo dentro de la casa. Y aunque, nosotros, ya sabíamos que cada primero de mes aparecía el «Tío de la luz», vivíamos en un permanente estado de alerta que iba «in crecendo» a medida que se acercaba el día.

Corría el mes de octubre del año 77 y también corrían los trabajadores de astilleros de Cádiz delante de la policía antidisturbios. Unos señores vestidos de gris con grandes cascos e imponentes escudos que marcaban la diferencia entre perseguidores y perseguidos y que ,sí te daban con sus porras o te alcanzaban con sus pelotas, te hacían ver las estrellas. Y aunque a nosotros, los más jóvenes, se nos había prohibido salir a la calle, el entusiasmo y un irrefrenable espíritu aventurero nos incitaba a participar de todo aquello, así que aprovechábamos cualquier descuido para acercarnos al Puente San Severiano y unirnos a los cientos de trabajadores, que se manifestaban en contra de la reconversión industrial y de los despidos masivos. Recuerdo que, durante aquellos días, el caos, la indignación y el miedo, se adueñaron de nuestra ciudad.

Y aunque ,Franco, el dictador, ya hacía algunos años que había muerto, los cuarenta años de represión habían dado sus frutos y la miseria económica, social y cultural, ahora, se mostraba sin reservas y muchas familias se veían obligadas a recurrir a la picaresca y, entre trampas y triquiñuelas, intentaban sobrevivir a su precaria economía domestica.

La trampa fue siempre un secreto familiar y todos crecimos con la sensación de ser una panda de delincuentes con muchas papeletas para ser descubiertos. La brillante idea la propuso un amigo de la familia, un alto cargo de la Marina de Guerra. Un hombre mayor que paseaba por nuestro salón apoyado en su viejo bastón de madera de roble y empuñadura de plata. Un señor gordo, con un pequeño bigote y con una barbilla que conectaba directamente con su papada. Serio pero amable, pausado pero diligente, con un fuerte olor a Barón Dandy y a traje de tergal.

Días después de su visita apareció un marinero en nuestra casa, un hombre alto y desgarbado, que llevaba en la mano una bolsa de arpillera y dentro, un alambre, una piedra y un berbiquí. Ese día, todos, observamos muy atentos como aquel señor, subido en una silla, manipulaba nuestro contador. Con el berbiquí hizo un orificio en la caja, muy pequeño, casi imperceptible, y por él introdujo el alambre, luego, colocó encima la piedra consiguiendo, así, detener la rueda dentada. Esta gran obra de ingeniería nos permitió sobrevivir, durante años, a nuestra precaria economía doméstica.

Pero volviendo al «Tío de la luz», que aún seguía, ahí fuera, ofuscado y esperando a que le abriéramos la puerta, mientras mi hermano intentaba desmontar la trampa… Resultó que, aquel día, ocurrió lo que siempre habíamos temido, el alambre se soltó de la piedra y cayó dentro del contador, dejando la rueda dentada totalmente inmovilizada. Y, mientras, el señor, del otro lado de la puerta continuaba insistiendo para que lo dejáramos entrar, nuestros acelerados corazones nos impedían pensar con claridad. Íbamos de un lado para otro como pollos sin cabezas, mientras mi madre repetía una y otra vez «Ay dios mío, ay dios mío… Todos a la cárcel. ¡Si es que yo lo sabía!».

Finalmente decidimos abrirle y el tío de la luz entró algo enfadado y se colocó frente al contador, levantó la mirada y, durante unos interminables segundos, observó aquel aparato. Luego se puso de puntillas entrecerró los ojos y continuó mirando otro rato más, mientras, nosotros conteníamos la respiración. Luego apuntó algunas notas en su libreta, demasiadas, miró a mi madre, nos miró a nosotros, dijo adiós, abrió la puerta y se marchó.

Después de aquello vivíamos con el alma en vilo y con el corazón en un puño esperando que, en cualquier momento, llamarán a la puerta y entraran a detenernos. Durante esos días, mi hermano, consiguió extraer el alambre y arreglar todo aquel desaguisado. Y nuestro contador volvió a ser legal, «sin trampa ni cartón», hasta hace unos días que sonó el timbre de la puerta, mientras terminábamos de comer. Todos pegamos un salto de la silla. Mi madre, muy nerviosa, abrió la puerta y apareció un chico joven, muy amable, que nos pidió permiso para entrar y comprobar la lectura del contador. Mientras tomaba notas, ella, le preguntó muy discretamente por el otro señor.

—¿Juan?… —respondió el joven —Está de baja —añadió. Por lo que me han contado, el último día que estuvo por el barrio revisando los contadores coincidió con un grupo de policías que iban persiguiendo a unos manifestantes que se metieron en el patio de vecinos de la calle Porvenir y las mujeres ,muy indignadas, desde los balcones, comenzaron a arrojarles macetas, con la mala suerte que una de ellas le dio a mi compañero en la cabeza y cayó al suelo inconsciente. Los vecinos llamaron a una ambulancia y por lo que sé aún sigue en el hospital…Sí, y parece que ha perdido la memoria porque no se acuerda de nada

— ¡Pobrecillo! ¡Pero qué mala suerte!… —dijo mi madre muy compungida.

Pues sí, que ha sido mala suerte. Pobre hombre –exclamó el joven. ¡Ea! Pues yo ya me voy… ¡Qué tengan ustedes un buen día! —añadió mientras salía de la casa.

Unos minutos después, mi hermano, volvió a colocar la trampa.

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