07.- El Mestizo.

Apenas nacido, la matrona a consentimiento de la madre[1], lo marcó con la dolorosa señal nórdica, cicatriz que identificaba a perpetuidad a los nacidos bajo alguna de las gens elegidas. Aún con el innegable dolor, el niño no lloró, si no que gruñó largamente como un cachorro de león, avistando a la matrona con ojos acusadores. Esta, atemorizada se disculpó:

—Perdóname señor, solo cumplo con mi trabajo.

Le dijo temblorosa la anciana, creyendo que el bebé le entendía. Licantes el padre, avisado del nacimiento, logró llegar a tiempo para recibir al niño, habiendo interrumpido una de sus tantas campañas[2] defensivas. Tomó al niño con sus dos manos y lo alzó delante de las matronas y guardas, señal inequívoca de su paternidad.

A los diez meses el mestizo ya caminaba a saltos por los salones de castillo, a los dos años dominaba ambas lenguas, la materna y la paterna, a los tres ya recibía lecciones adelantadas de poesía y prosa, a los siete ya practicaba duras lecciones de pugnus por maestres ilustres y reconocidos. En una ocasión, cuando apenas tenía ocho años, se escapó a los jardines, allí se escabulló entre medio de los peones, los que combatían una plaga de serpientes a palos y pisotones. En aquella ocasión, por curiosidad buscó aquello que tanto combatían los sirvientes, y de tanto mirar halló bajo sus pies, retorciéndose, una pequeña serpiente esmeralda, la cual tomó y escondió entre sus manos. Con ella salió caminando hacia las afueras, simulando distracción, y ya en el campo la liberó salvando a la alimaña de la muerte. El padre estaba del todo orgulloso de su hijo, y de su avance con los maestres y ayas, pero también un poco temeroso, pues entendía que, en pocos años el niño se convertiría en un líder natural, al que las masas nórdicas seguirían, y que rivalizaría con su propio caudillismo en forma inevitable. No obstante, había otro detalle que molestaba al padre, y que le figuraba como la única decepción respecto de su hijo, y es que el niño mostraba indiferencia total hacia la fe nórdica. Cumplía con los ceremoniales de forma irreprochable, tomaba las plegarias y rituales de forma impecable, como el mayor de los consagrados, más lo hacía fríamente, solo por insensible hábito, sin ánimo de agradar a los dioses amados. Para corregir esto, el rey tuerto apenas pudo, envío a su hijo a las academias militares para que adquiriera la carente fe, a través del ejercicio de las armas y la disciplina nórdica.

Las academias militares nórdicas eran campamentos organizados para que los aspirantes tomen duros entrenamientos y ejercicios de maniobras tácticas. En estas, los jovenzuelos se agrupaban al azar, y eran sometidos a interminables marchas, pruebas de sobrevivencia y batallas simuladas para las que utilizaban armas y escudos de madera roma, no mortales, pero igualmente dolorosas de probar. A cargo de los grupos, oficiaban unos jóvenes tenientes, cuyo principal papel era procurar que las dificultades hicieran aflorar a los líderes naturales, para de entre estos seleccionar a los futuros oficiales.

***

El sol apenas asomaba sobre las siluetas de las barracas de las academias Séridas. A estas llegaba el niño Arthalias transportado por los carros tirados por una docena bueyes sordos, desde tierras Corturias. El niño miraba por entre los tablones los campos iluminados por la luz de la mañana, mientras oscilaba por el traqueteo de las grandes ruedas de madera. En su mano sostenía el recuerdo que su madre le entregó antes de partir, un medallón con el escudo Periceo, recuerdo de su legado Gúmaro. Los carros se detuvieron justo al lado de las empalizadas, y el niño Arthalias saltó desde las maderas a tierra, junto a otros veinte, provenientes desde todas las provincias Corturias. Había cumplido apenas ocho estaciones y ya se alistaba para enfrentar sus primeros pasos en la milicia. Cubierto con una túnica demasiado grande para su cuerpo delgado y con solo un cordel atado a su cintura, del que se sostenía su única pertenencia, una bolsa que contenía la medalla maternal. Allí, entre las florestas plosinas y las llanuras Gastianas, llegaba el mestizo para formarse como futuro oficial de las tropas Bóreas.

Los tenientes le recibieron sin honores, pero con respeto, le repartieron sus pertrechos, sus armas de madera y su placa. Luego todos fueron ordenados para tomar sus barracones donde dispondrían de sus lugares para dormir, por lo menos en la primera etapa de entrenamientos. Antes de llegar a su barraca asignada, Arthalias escuchó un llamado desde una entrada de la zona de almacenes. Se apartó de las formaciones y se acercó por curiosidad.

—He tú chico Gúmaro, ven aquí con los tuyos.

El niño atisbó derredor, caminó cerca de la vía de talleres, dando pasos lentos y en duda, cuando sintió unas manos que le tiraron hacia el interior de los pasadizos. Allí dos cadetes mayores lo retuvieron, jalando de su túnica y dándole coscorrones. Eran los dos abusones de la falange juvenil, conocidos como Purioso y Coryiano, con sonrisas burlonas, y mostrando amenazadores sus afilados cuchillos de práctica.

—¿Y a esta hormiga quién la dejó entrar? —gruñó Coryiano, mientras lo tomaba de sus ropas y lo empujaba contra una de los muros de madera.

—Míralo, huele a basura Gúmara —rio Purioso, quitándole de un tirón la pequeña bolsa de cuero que colgaba desde su cintura. De esta cayó lo que pareció a los mayores una valiosa moneda, que solitaria comenzó a brillar sobre la grama salvaje. Era el último regalo de su madre antes de partir hacia las milicias, un talismán para recordarle su origen. Coryiano la tomó y la hizo girar entre sus dedos.

—Bonita joya aquí tenemos, ahora es nuestra.

Los dos mocetones golpearon de nuevo al chico y luego lo ataron a un poste con un trozo de cuerda de cáñamo. Lo dejaron allí mientras en los páramos las tropillas iniciaban sus primeras marchas de entrenamiento. Se fueron riendo los dos, mirando su tesoro, la medalla de Seuline, que se fueron arrojando uno al otro, hasta que se perdieron entre los barracones, quedando solo en el aire el eco de sus burlas.

Arthalias contuvo las lágrimas por el dolor, miró a su alrededor y buscó ayuda con la vista, pero solo encontró silencio. Así estaba forcejeando contra sus ataduras, cuando en medio de la grama de sus pies, sintió un leve deslizamiento. Al mirar a tierra, vio surgir entre la hierba una reluciente y escurridiza serpiente esmeralda. Sus ojos amarillos lo observaron curiosos y pareció reconocerle, pues la criatura se deslizó por sus piernas, su torso, sus brazos y sus muñecas, mordisqueó con precisión el nudo de la cuerda y en pocos minutos Arthalias estaba libre. La serpiente luego le rodeó por el cuello, una vez y luego otra, luego saltó por el aire para dar en el muro y luego perderse entre las grietas.

Los dos abusones se incorporaron a los entrenamientos, fingiendo que nada habían hecho. Comenzaron a cavar las trincheras del día, justo enfrente de los tenientes, con ánimo y pidiendo al resto más energía en las tareas. Se portaban siempre así, serviles con los tenientes, pero en el interior de los barracones, se hacían servir, atender y a ser suministrados sin mediar trabajo alguno. Al anochecer fueron a buscar al chico que dejaron atado, para divertirse otro tanto con él, pero no le hallaron. Le buscaron hasta que dieron con él en el barracón de los reclutas, donde el niño mestizo ordenaba sus pertenencias. Al entrar los dos con actitud petulante, los otros chicos se apartaron pues les temían.

—¿¡Cómo te has desatado insolente mestizo!? —Le gritó Purioso e Intentó tomarle de sus ropas otra vez.

—No me sorprenderán de nuevo —dijo el chicuelo, cuando con la siniestra al primero, y con la diestra al segundo, de dos golpes de puño bien dados, a la fuerza de dos animosos saltos, hizo caer a tierra a ambos abusadores, los que quedaron tendidos y tiesos con ridículas muecas de dolor. Estando los otros niños todavía mirando la acción bien atolondrados, tomó Arthalias una elevación, y ordenó a gritos.

—¡Amarren y tiren al rio a estos abusones! —

El resto del barracón, quien más y quien menos, atónitos y masticando la sorpresa, tardaron solo un segundo en reaccionar y entender que el tiempo de dictadura había terminado. En tropel dieron en buscar un sin número de encordados, con los que ataron a los dos inconscientes, que despertaron estando ya enfajados como unas crisálidas colgantes, en las afueras del campamento.

— ¡Auxilio! ¡Amigos por favor! ¡No pueden hacer esto! —

Fueron las súplicas de los castigados. Pero a cada ruego la acción de las jaurías se tornaba más decidida, pues cada uno recordaba las injusticias y arbitrariedades a que fueron sometidos tantas veces por los suplicantes.

Al rio fueron a dar ambos ajusticiados, y los tres sargentos a cargo, jóvenes mayores responsables de los campamentos, recordaron el hipócrita comportamiento de los dos abusivos, y pactaron sin palabras, dejar que las corrientes hicieran su trabajo, admirados aún más por la sorpresiva toma de poder del pequeño mestizo, al que enseguida tomaron cariño.

Fueron siete años de academias para Arthalias, desde los ocho hasta los quince años, en los que se hizo líder no solo de los aspirantes, si no que de los tenientes también, pues todos reconocían en él, al líder natural que tanto admiraban en los clanes. Marchas, asaltos a otros campamentos, reconocimientos, construcción de refugios y empalizadas, cazas para llenar las viandas, y todo tipo de aventuras vivió el jovenzuelo, en las que aprendió todas las habilidades militares, hasta que hubo de retirarse a los ejércitos reales, para ser parte de la oficialidad. El campamento completo lo despidió, creyendo que lo volverían a ver, pues todos querían algún día estar a sus servicios, pero no fue así, ya que el destino a veces es sorpresivo y por demás contradictorio. Estaría sí Arthalias al mando del ejército, pero de un ejército enemigo.

Antes de eso, cuando el mestizo recién llegaba a la academia, y daba por lo bajo a los dos abusones, estos que se perdieron atados juntos por uno de los ramales del rio Ploso, eran Purioso el pequeño, y Coiryano el alto. Ambos eran a ese momento cinco años mayores que Arthalias, hijos de la alta nobleza, acostumbrados a mandar y a ser servidos, despóticos a tal grado, como solo una mala crianza puede imbuir en un niño. Por la ascendencia que ostentaban, tenían aseguradas sus posiciones en la oficialidad, eso si es que lograban sobrevivir al castigo impuesto por el pequeño mestizo. En el camino de bajada por las corrientes, cuando estaban perdidos, como eran muy conocidos por ser tan mal comportados, nadie tomó voluntad para ayudarles, ninguno, menos una pequeña niña que se compadeció de ellos. Corrió adelantándoles, y se cerró en una de las angosturas del río, con gran habilidad hizo caer un tronco entre las orillas, en la que se trabó el bulto de atados, y con esfuerzo la pequeña logró sacarlos del agua. La niña se llamaba Simena, natural de los valles, raptada como muchos desde los pueblos sureños. Vivía en la aldea cercana llamada de Los Abastos, pues todo lo que producían sus haciendas, los vendían a los campamentos militares, los que el reino mal y nunca pagaba, aparte de que resistían la constante depredación de las hordas de aspirantes, es decir, por todos los niveles eran un pueblo abatido. La dulce Simena fue criada por sus abuelos postizos, pues sus antiguos amos murieron en una de esas tantas guerras entre los clanes, y era ella casi el sustento del hogar. Salía en busca de la pequeña caza y de otros alimentos en las tundras, cuando faltaba la comida en casa, arriesgando su vida en cada incursión. En una de estas, fue que halló y sacó de las aguas a los dos dictadores depuestos, logrando al final liberarlos de sus amarres con su cuchilla de cazadora. En vez de recibir agradecimiento, ambos déspotas niños la capturaron, y la obligaron a llevarlos a su villa, para adueñarse de su casa, para depredar el humilde hogar y esclavizar también a los abuelos. Después de recomponerse, quisieron planear su retorno a sus antiguas posiciones en los campamentos. Al cuarto día desde que fueron rescatados, mientras comían un guiso que la niña había preparado, conversaban de esta perversa forma:

—¿Qué haremos con esta chicuela y con viejos? —preguntó Purioso.

—No me interesan en verdad, solo quiero volver y golpear a ese enano insolente —respondió Coryiano.

—Yo también, pienso lo mismo, pero estará ahora rodeado por sus sirvientes —agregó Purioso.

—Debemos deshacernos de los tenientes primero, esos traidores —dijo Coryiano mientras cuchareaba sus guisos.

—Atacaremos de noche, en la víspera del día de las expediciones. Estarán distraídos y podremos reducir a los tenientes y luego de esto capturaremos al chicuelo —continuó Coryiano.

—Sí, y lo arrojaremos al rio también, pero a él, nadie lo salvará —dijo Purioso.

Era tanto el entusiasmo de los muchachones, en esa vendetta, que no se dieron cuenta que la niña los escuchaba, y que pensaría también ella en salvar a ese chicuelo que desconocía y para el que se prendía esa amenaza, y pensaba la niña de esta dulce manera:

—Si ese muchacho del que hablan, los arrojó al río, por justicia habrá sido, pues a mí que les he salvado, me han esclavizado y también a mi casa. Deberé ocuparme entonces de desbaratar los planes de estos bandidos.

    El día planeado pronto llegó, y ambos viajaron a pie para llegar a posiciones de observación a los cuarteles. Era tarde de noche, y los campamentos bullían en actividad, pues a la mañana siguiente era la salida para las tareas de entrenamiento, en exploración hacia las sierras fronterizas. Los tenientes se distraían con los cuidados y órdenes, les era preciso procurar que los grupos en su salida llevaran los pertrechos suficientes, mapas, brújulas y otros, no sea cosa que se perdieran o que, por falta de alimentos murieran de hambre, y un sinfín de detalles, cada uno más importante que el otro. Escondidos entre la floresta y desde la obscuridad, Coiryano y Purioso fueron atrapando y reduciendo a golpes furibundos a cada uno de los tres tenientes mayores, que descuidaban sus espaldas por estar atentos a los jóvenes aspirantes en sus preparativos.

    Luego capturaron a un pequeño al cual golpearon para obligarle a individualizar la barraca en la cual pernoctaba el líder, y mientras este dormía, con el mayor silencio posible, lo raptaron desde su litera.

    Arthalias, atado y con la cabeza cubierta, fue arrastrado y arrojado a la orilla del río.

    —¡Qué ocurre! ¡Quiénes son ustedes! ¡A dónde me han traído! —gritó el niño mestizo.

    —No te acuerdas de nosotros, somos los que arrojaste al río —respondió Purioso.

    —Ah esos abusivos, entonces no han aprendido la lección —respondió el niño.

    —La lección la tendrás tú ahora, pues te daremos una golpiza, antes de arrojarte a las aguas para que te ahogues —continuó Purioso.

    —No me arrepiento de aquello, es lo que merecían. Si ahora recibo un castigo por lo que hice, lo recibo sin reclamar —dijo el pequeño.

    Los dos abusivos se miraron, sorprendidos pues esperaban que el joven raptado rogara por su vida. No acostumbrados a esas demostraciones de valor, dudaron un momento, pero comenzaron a darle golpes de puños y de pies, que el joven recibió sin quejarse, hasta que los abusivos se cansaron de golpearle, cuando el mestizo ya estaba tumbado e inconsciente en la cuesta ribereña.

    En medio de la obscuridad, arrojaron el bulto al rio, y luego se retiraron contentos y celebrando. Ya amanecía cuando regresaron al campamento, para retomar sus posiciones de privilegio. Pensaban que todo volvería a ser como antes, pero se encontraron con toda la hueste de niños esperándoles. Uno de ellos se adelantó y les gritó:

    —¡El mestizo, donde está!

    Purioso mostró una torcida sonrisa de burla y dijo:

    —Está donde merece estar, en el fondo del río, y estoy seguro que no volverá para protegerles.

    —Sí, ahora nos prepararán el desayuno y nos habilitarán la barraca grande pues queremos descansar —dijo Coryiano mientras estiraba sus brazos enseñando el cansancio del desvelo.

    Ambos, se seguían felicitando por el supuesto éxito de sus propósitos, y comenzaron a conversar entre ellos, pero Coiryano interrumpió su charla pues notó que ninguno de los niños se movió, si no que se acercaron juntos en movimiento simultáneo.

    —Pero que veo, la libertad los volvió sordos al parecer, donde está nuestro desayuno —dijo Coryiano.

    Estaban confiados ambos quinceañeros, tan presumidos que los cincuenta niños seguirían tan temerosos como antes y que se someterían tal como siempre lo habían hecho, pero ya no era así. Los dos abusones eran grandes, más fuertes, pero los niños eran más de cincuenta, y con el mestizo, habían aprendido que unidos nadie podría detenerles, y menos un par de aspirantes a tiranos.

    —Pero estos que se han creído, ¿Acaso no oyeron nuestras órdenes? —dijo Purioso.

    —¿Has dicho que el mestizo está en el fondo del río? precisamente es ahí donde te arrojaremos —dijo el muchacho.

    —¿Quién nos arrojará, tú? —preguntó Purioso.

    —Sí, yo —respondió el muchacho.

    Una risotada soltó Purioso, y ambos mal portados, solo con la mirada acordaron adelantarse para tomar al muchacho que los confrontaba y escarmentarlo por tamaña insolencia, tal como solían hacerlo desde siempre.

    —Yo, y otros cincuenta —dijo el niño.

    Apenas dieron un par de pasos los dos abusivos, cuando los otros cincuenta niños se adelantaron también, a un punto de choque entre ambos grupos que se oponían, uno de dos, y el otro de cincuenta.

    —¿Qué hacen estas hormigas?, ¿No saben que recibirán el castigo de mi puño? —

    Esto lo dijo con suma duda el Purioso, pues los cincuenta niños ya les rodeaban por los cuatro costados con decisión. Talvez podrían abatir de primera cuenta a unos ocho, talvez diez, pero sin duda que serían vencidos, por fuerza y por número.

    Comenzaron a gritar amenazando ya con desesperación.

    —¡Atrás hormigas! Atrás y talvez les perdonemos estas desvergüenzas, deben pensarlo bien, retrocedan y talvez podríamos llegar a ser buenos amigos.

    Esta última propuesta del Coiryano, ya era angustia, y los más valientes ya se habían puesto al alcance de los puños de ambos quinceañeros, y estos comenzaron a lanzar golpes para asustar a los niños, pero solo golpeaban el aire pues ya estaban más que asustados y temblando. ¡A ellos! Uno gritó, y en piño se colgaron de sus cuellos y de sus brazos, hasta doblegarlos y arrojarlos al suelo, donde se les subieron encima, golpearon y patearon, tal como siempre pudieron haber hecho, pero nunca se atrevieron. El mestizo les había enseñado, en ese corto tiempo, acerca de la unión del grupo, de la fuerza del número, y sobre todo de la valentía para lograr las metas. Finalmente los redujeron y los tenían atados y bien cubiertos, dispuestos para ser arrojados en el río, y estaban dictaminando el castigo, en un protocolo que los mismos niños inventaron a modo de juego, cuando se presentaron un par de oficiales a caballo preguntando:

    —¿Qué ocurre aquí? —preguntó el oficial montado.

    Los jovenzuelos se compungieron con esas presencias, como sorprendidos cometiendo una gran maldad, y un aire de alivio se paseó por la mente de los sentenciados, quienes se miraron y pensaron al unísono, “Estamos salvados”. Purioso fue el primero en querer contar su verdad, una que por supuesto lo encumbrara a él en el heroísmo y a sus acusadores en los márgenes de la traición.

    —Señor, estos niños están locos, no obedecen y solo quieren desertar de sus deberes, debes liberarnos y castigar a estos salvajes —dijo Purioso.

    El primer oficial no reaccionó como el Purioso pensó que lo haría, si no que cerró sus riendas ante una cabriola de su caballo, examinó la situación que presenciaba y preguntó:

    —¿Quiénes son Coiryano y Purioso? ¿Son de este campamento?

    Coiryano y Purioso aún se alegraron más por el vuelco de la situación, pues pensaron que eran buscados para ser premiados, o mejor aún, para ser honrados por las injusticias que, según ellos habían sufrido.

    —¡Somos nosotros señor, nosotros, yo soy Coiryano, y él es mi amigo Purioso, ambos de la aldea Pratea! ¡Libéranos señor, y condecóranos ya como merecemos!

    —¿Condecorar? ¿Merecer? De que hablas. No ordenaré que sean liberados, si no que me responderán una pregunta. ¿Conocen ustedes a estos tenientes?

    Preguntó el oficial. Ante un ademán de su mano, de entre la espesura un peón apareció con un mular que cargaba tres cuerpos de hombres jóvenes, todos con apariencia de estar varias horas de fallecidos. De la cara de alivio de los dos amarrados, pasaron a una de tribulación, que les obligó a bajar el semblante, de donde nunca más apartaron la vista. Los otros chicos al ver a los tenientes, se espantaron de corazón, uno cayó al suelo llorando del susto, otros escaparon por el miedo, otros se cubrieron la vista para no verlos, el muchacho gritó al aire.

    —¡Los tenientes! ¡Los tenientes! ¡Quién los ha matado! —

    —Pues resulta que hallamos a estos tres infelices tenientes, servidores del rey, dos muertos y el tercero moribundo, creímos que habíamos sido atacados por algún clan enemigo, pero en sus últimas palabras, el sobreviviente acusó que un par de bribones les atacó por traición, y que fueron golpeados por estos, nombrándolos como unos aspirantes llamados, uno Purioso y el otro Coiryano, de la aldea Pratea. Alcanzó a decir esto y expiró.

    Otro cierre de su rienda hubo de ejecutar, pues su cabalgadura seguía encabritada.

    —¡Heaaa trotón! Creímos que tardaríamos meses en hallar a los asesinos pero hemos tenido suerte. Por favor muchacho, átales una cuerda para que me sigan a pie hasta la ciudad, donde serán juzgados y ahorcados.

    —Con gusto señor —dijo uno de los niños.

    —¿Conocían ustedes a estos soldados? —preguntó el oficial.

    —Sí señor, eran nuestros tenientes, eran muy severos pero justos, lamentamos sus muertes.

    El niño liberó los pies de los atados, para que pudieran caminar, y los amarró desde el cuello con una soga, cuyo extremo dio al oficial a caballo, el que la recibió y emprendió su camino, arrastrando a los jóvenes al destino de juicio.

    08.- Rescate.

    No fue el destino del pequeño Mestizo morir ahogado en uno de los ramales del río Ploso. Empujado por las corrientes, se perdió de la vista de los dos mal portados, después que estos le arrojaron al agua atado y aturdido. Esto ocurrió a la vista de la niña Simena que, encubierta por la floresta ribereña, vio como le arrojaban, como se hundió y luego emergió como un madero seco, y luego como el bulto que flotaba avanzó ligero con las corrientes, a golpes y rebotes entre los roqueríos. En su carrera, varias veces estuvo a punto de perderlo de vista, pero acostumbrada a esos terrenos, se mantuvo a la mano, hasta que pudo alcanzarlo en un meandro del río. Lo sacó del agua y lo arrastró hasta más allá de la orilla, donde con gran esfuerzo lo desató y terminó de liberar. Lo subió a un tronco, el que amarró a su potro Puyuante, con el que pudo arrastrarlo por largo trecho hasta su villa. Era Puyuante un potro magnífico, un alazán cobrizo de crines rojizas como llamas, que le daban la apariencia de un relámpago, cuando cruzaba al galope los llanos de las alturas Bóreas. Era hijo de la yegua Kántara, que el señor de esas tierras regaló al padre de Simena por sus buenos servicios en la guerra. Apenas nació el potrillo, el amo lo regaló a la hija adoptiva justo antes de partir, a la batalla de la que nunca regresó. En el camino a la villa de Simena, el niño rescatado vomitó gran cantidad de agua, e inconsciente llamaba a su madre.

    —Seuline, Seuline —murmuraba, mientras sobre el tronco rebotaba por los caprichosos resaltes del terreno.

      Ya en casa de Simena, el niño llamó toda la noche a su madre, mientras la niña Simena le daba los cuidados de enfermo. Varias semanas lo cuidó hasta lograr cierta mejoría. Cierta vez, al despertar en un fulgor religioso, el niño Arthalias avistó a la hermosa niña asomada a su lecho, secándole la frente que ardía por las últimas fiebres. La creyó la diosa Daira y que, fallecido era recibido por la dama de las lluvias en el cielo del septentrión. Su rezo lo cambió entonces por el de la diosa:

      —Daira, Daira — susurraba entre las fiebres.

        Simena reaccionó avergonzada de que la confundiera con la divinidad, pues no se consideraba hermosa si no que, todo lo contrario, pues aún no tenía pretendientes, como si les abundaban a las otras aldeanas de su edad.

        —Descansa niño tonto, debes ahorrar fuerzas —le dijo.

        Ante esas terrenales palabras, el mestizo se dio cuenta de la humanidad de su salvadora, y entrando en momentánea vigilia, le preguntó:

        —¿Quién eres niña? ¿Quién eres que me cuida? ¿Y cómo salí de las aguas? dime hermosa niña.

        No había maldad en las palabras del jovenzuelo, si no que la soltura de su convalecencia, prestaba sinceridad a sus expresiones, pues en verdad la niña era bella.

        Aún apenada la niña le contestó:

        —Yo misma te saqué de las aguas niño tonto, y te arrastré hasta mi casa con la ayuda de mi caballo, ahora te daré unos guisos para que recuperes tus ánimos, muy cerca estuviste de morir.

        El niño respondió:

        —Así mismo me sentí, sentí que me aplastaba un caballo bermellón, creí que era una pesadilla.

        —¿Pesadilla dices? No rogaste por clemencia con esos abusones, y recibiste el castigo sin expresar una sola queja, no sé si eres muy valiente o muy tonto.

        —¿Castigo? ¿Abusones? ¿De qué hablas? —respondió el niño con los ojos perdidos mirando el techo.

        Ante estas preguntas la niña Simena se dio cuenta que el convaleciente aún no se restablecía bien, y que debía aún darle de sus cuidados por un tiempo más.

        Con los días, el mestizo logró despertar y mejorar por completo. Aún pudo ayudar en las labores del hogar, y comenzó a salir a cazar con su compañera, a la que tomó mucho cariño y sobre todo agradecimiento. Pasados los días tuvo que volver a los campamentos, donde le daban por muerto, y así se despidieron los dos camaradas:

        —Toma mi caballo Puyuante, para que retornes descansado y con orgullo ante tus camaradas, pues no hay cabalgadura como él por estas tierras.

        —Pero que tremendo regalo me entregas. Me voy con pena, me acostumbre a tu casa, pero debo retomar los entrenamientos en el campamento. En cuanto pueda y tenga la dote suficiente, volveré para pedirte a tus abuelos, talvez no quieras, pero lo haré de todas formas. ¡Semperaton!

        Selló así el mestizo su promesa son la sagrada palabra de juramento. Al escuchar la bisoña promesa, Simena disimuló con dificultades una sonrisa, y se sonrojó como un jitomate maduro. Se preparó para la extensa espera y durante años rechazó a los pretendientes locales, aguardando la promesa del soldado que, con el tiempo se convertiría en señor de tierras extranjeras, haciéndola a ella también señora de grandes estados. Pero esa, esa es otra historia.

        [1] La madre en primera instancia se negó, pero en un sueño le fue indicado que la cicatriz algún día salvaría la vida de su hijo.

        [2] Principalmente intentos de la familia Pericea por recuperar a Seuline.

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