Llegué a San Roque de la Torre un martes de abril. No me esperaba flores, pero tampoco esa grisura persistente que hacía parecer que la primavera había sido cancelada por decreto. En la estación de autobuses (si es que a una marquesina oxidada sin bancos puede llamarse estación) me recibió un viento frío y un perro cojo que me miró con más desconfianza que el propio conductor antes de largarse a toda prisa.
El pueblo era una hilera de casas bajas encaladas, una iglesia de piedra y una plaza que pretendía ser el centro de algo. El silencio era tan espeso que el ruido de mis botas contra el suelo me parecio una blasfemia. Ni pájaros, ni voces, ni el murmullo típico de cualquier lugar habitado.
La primavera no llegaba, eso era cierto. Pero lo que sí estaba allí, en el horizonte, era la torre. Una aguja oscura que se alzaba tras una encrucijada de caminos. No podía decir a cuánto estaba del pueblo: cada vez que la miraba parecía más cerca. Y sin embargo, nadie en la plaza le prestaba atención. Como si fuera un cartel de neón invisible para todos menos para mí.
Busqué refugio en el único bar abierto, un sitio sin nombre en el cartel —quizá porque la pintura se había borrado hacía décadas—. Dentro, tres parroquianos bebiendo en silencio. El camarero me sirvió un café que sabía a hierro oxidado, y cuando pregunté si tenían algo de comer me ofreció “torreznos… si el aceite no se ha echado a perder”. Lo rechacé agradecida de conservar mi estómago.
Mientras removía el café como quien examina un veneno, un viejo de barba rala se me quedó mirando desde la mesa del fondo. Tenía los ojos vidriosos y la sonrisa facil, como si supiera un chiste que yo no.
—Forastera, ¿sabe dónde se ha metido?
—En el único bar abierto en veinte kilómetros a la redonda —respondí.
El viejo rió, un sonido áspero como ramas secas partiéndose.
—No, mujer. Me refiero a San Roque. Aquí la primavera nunca llega. Y no por el clima.
Los otros dos parroquianos bajaron la vista inmediatamente. El camarero se puso a fregar vasos pringosos con un trapo seco. La incomodidad era palpable.
—¿Y a qué se debe eso? —pregunté, más por romper la tensión que por verdadero interés.
El viejo se inclinó hacia delante, apoyando los codos huesudos en la mesa.
—A la torre.
El silencio se volvió aún más espeso. El aire mismo parecía observarme.
—¿Qué torre? —me hice la tonta.
—La que vigila la encrucijada. Siempre está ahí, aunque nadie quiera hablar de ella.
Su voz se quebró en un susurro:
—Dicen que quien aguanta las campanadas de medianoche en la encrucijada recibe lo que más desea. Pero no siempre lo que espera.
Sentí una punzada de curiosidad, mezclada con mi inevitable soberbia de escéptica. Historias de pueblo, pensé. Leyendas para asustar a los niños. Pero lo cierto es que algo en la mirada del viejo me sobresaltó: no parecía estar inventando nada. Más bien recordaba.
—¿Y usted lo intentó? —pregunté.
No respondió. Solo se quedó mirándome con esos ojos vidriosos, y en ellos vi un destello de pérdida, de ausencia. Algo le habían quitado, pensé. Y no era un objeto.
El camarero golpeó el mostrador con brusquedad.
—¡Basta ya, Pascual! No meta ideas raras en la cabeza de la gente.
Pascual se echó atrás en la silla y no dijo nada más. Pero yo ya estaba enganchada.
Terminado el café, salí del bar con la sensación de que me habían arrojado a un juego sin reglas. Caminé hasta el borde del pueblo y, desde allí, vi de nuevo la torre. Oscura, desproporcionada, como si su piedra absorbiera la luz del día. Se erguía al final de una encrucijada de cuatro caminos idénticos, que parecían extenderse hacia ninguna parte.
En ese momento me prometí dos cosas:
1. Que no volvería a probar el café del bar.
2. Que pasaría la noche en la encrucijada para demostrarme —y quizá demostrarles— que no había nada que temer.
El viento sopló fuerte, como si el pueblo entero hubiera suspirado a la vez. Y juro que, por un segundo, me pareció que la torre me devolvía la mirada.
Pasé el resto de la tarde vagando por San Roque. No había mucho que ver: una iglesia cerrada con candado, una tienda de ultramarinos que parecía haber sobrevivido a la posguerra y un par de calles donde las persianas estaban siempre bajadas. La gente me miraba de reojo, como si supieran lo que yo pensaba hacer esa noche. Y tal vez lo sabían.
En una esquina, una mujer regaba unas macetas marchitas. Le pregunté si había un hostal o algún lugar donde dormir. Me respondió sin mirarme:
—Aquí nadie duerme bien.
Eso fue todo.
Al final encontré un cuarto en la parte de arriba del bar, ofrecido a regañadientes por el camarero, que parecía ser también el dueño. Una cama de hierro, un colchón sucio y una manta que olía a humedad. Me tumbé un rato, fingiendo que iba a descansar, pero en realidad solo esperaba a que llegara la noche.
Al caer la tarde, compré una linterna, un par de velas y una libreta en la tienda del pueblo. El tendero me miró con una expresión tan resignada que me dieron ganas de pedirle disculpas. Quizá ya había vendido el mismo kit de supervivencia a otras forasteras que nunca volvieron.
Con la mochila al hombro, tomé el camino hacia la encrucijada. El sol se hundía entre nubes violetas, y la torre parecía crecer a medida que me acercaba. No había árboles, ni casas, ni señales de vida. Solo la tierra reseca y los cuatro caminos que se abrían en direcciones imposibles de distinguir.
Me senté en el centro, justo donde se cruzaban las sendas. Extendí la manta en el suelo, encendí una vela y abrí la libreta. En la primera página escribí:
> Vigilia en la encrucijada. 21:47. Nada que reseñar, salvo la sensación de estar haciendo el idiota.
Las primeras horas pasaron lentas. El viento traía un murmullo constante, como si alguien respirara en mi nuca. El cielo se cubrió de nubes y los grillos callaron. Empecé a aburrirme. El miedo, descubrí, necesita estímulos. Sin ellos, solo queda el tedio.
> 23:05. He pensado en Pascual, el viejo del bar. ¿Qué perdió él aquí? Una memoria, un ser querido, la voz, la cordura. ¿Y qué ganó a cambio? Solo Dios lo sabe. O quizás el de la torre.
A las once y media, el frío se volvió insoportable. Me enrollé en la manta, pero el viento parecía atravesarla. Entonces ocurrió lo primero extraño de la noche: miré a mi alrededor y juraría que los cuatro caminos ya no eran idénticos.
El del norte se transformó en un bosque espeso, con árboles tan altos que tapaban el cielo. El del este parecía descender hacia un mar oscuro, cuyas olas podía escuchar rompiendo a lo lejos. El del sur se convirtió en un desierto infinito bajo un sol invisible. Y el del oeste… el del oeste conducía a una ciudad en ruinas, con ventanas que parpadeaban como ojos.
Me froté los míos. La vela tembló. El cuaderno seguía en mis manos, pero las palabras escritas se movían como gusanos.
> 23:46. O estoy soñando, o he caído en la trampa. Quizá las dos cosas a la vez.
La primera campanada resonó en la distancia. No sé de dónde salió: en la torre no había campanas visibles, pero el sonido era real, vibrante, como si la piedra misma se desgarrara al sonar.
La segunda campanada me hizo sentir un hormigueo en los dientes. La tercera, un nudo en el estómago. Con la cuarta, la vela se apagó sola. Encendí la linterna, pero su haz apenas iluminaba un metro de suelo.
Entonces apareció.
Al principio lo confundí con una sombra proyectada por la torre. Pero la sombra se movió contra el viento, se irguió y caminó hacia mí. Una figura alta, cubierta con un manto gris. No tenía rostro, o tal vez tenía demasiados: en cada parpadeo veía una cara distinta, todas borrosas. También tenía… ¿tentáculos?
Su voz era como hablar dentro de un pozo:
—Estás en una encrucijada.
No era una pregunta.
—Ya me había dado cuenta —dije, intentando sonar segura, aunque mi voz tembló.
—Tienes derecho a elegir.
—¿Elegir qué?
La figura extendió una mano. En ella vi algo brillar, como una carta de tarot o una página arrancada de una biblia. Sobre um fondo púrpura, en letras doradas, leí: Promesa de poder.
—Lo que más deseas —susurró—. A cambio de lo que más eres.
No entendí al principio. O fingí no entender.
—¿Y si no deseo nada?
—Todas desean. Incluso tú.
La séptima campanada sonó y me atravesó como un latigazo. La figura se inclinó hacia mí. Sentí el frío de un vacío enorme, como si me asomara al borde de un abismo.
Pensé en todas las cosas que podría pedir: éxito, reconocimiento, la verdad última del universo. O algo más banal: dinero, salud, compañía. Todo parecía posible y, al mismo tiempo, absurdo.
—¿Qué debo dar a cambio? —pregunté.
—Un recuerdo. Uno que te defina.
Se me heló la sangre. En mi mente desfilaron imágenes: mi madre sonriendo, mi primer amor, la tarde en que juré que sería escritora aunque fracasara en todo lo demás. ¿Sería capaz de entregarle eso?
La figura aguardaba, inmóvil.
—Elige —dijo—. O la campana decidirá por ti.
La novena campanada resonó, más fuerte que las anteriores. El suelo vibró bajo mis pies.
Y entonces comprendí que no podía escapar de la decisión.
La décima campanada retumbó como si el cielo se rajara. El Señor de la Torre extendió su mano hacia mí, esperando.
Tragué saliva.
—Un recuerdo —murmuré—. ¿Y si le doy uno malo? ¿Una resaca, por ejemplo?
La figura no contestó.
—¿O la vez que me presenté a un examen sin estudiar? ¿Se lo puede quedar, con todo el ridículo incluido?
Silencio.
La undécima campanada golpeó, y tuve la sensación de que mi propio corazón respondía al compás.
El Señor de la Torre se inclinó sobre mí. Su voz resonó dentro de mi cráneo:
—No puedes engañarme. Un recuerdo banal no basta. Quiero lo que eres.
La duodécima campanada sonó y, con ella, la certeza de que no tenía salida. Si entregaba un recuerdo esencial, perdería algo irremplazable. Si me negaba, quizá acabaría como Pascual, el viejo del bar.
Me mordí el labio. Y entonces, en un arrebato que aún no sé si fue valentía o estupidez, solté:
—No quiero nada.
El silencio fue absoluto. El viento dejó de soplar. Los cuatro caminos se congelaron en una imagen imposible: bosque, mar, desierto y ciudad conviviendo como cuadros colgados en un mismo muro.
El Señor de la Torre inclinó la cabeza, como desconcertado. Los tentáculos me miraron.
—¿Nada?
—Nada. —Me encogí de hombros—. ¿Para qué quiero poder? Bastante tengo con pagar la hipoteca.
La figura se quedó inmóvil. Luego, para mi sorpresa, empezó a reír. Una carcajada hueca, que parecía salir de cien gargantas a la vez.
—Muy bien —dijo al fin—. No aceptas mi trato… pero tampoco te irás con las manos vacías.
Y antes de que pudiera reaccionar, tocó mi frente con un dedo helado.
Desperté al amanecer, tumbada en el centro de la encrucijada. La torre había desaparecido. Los caminos volvían a ser idénticos, aburridos senderos de tierra.
Me levanté tambaleándome, con un dolor punzante en las sienes. Revisé mi mochila: la linterna rota, la libreta cubierta de garabatos que yo no recordaba haber escrito. En letras grandes, torpes, había repetido una y otra vez:
> EL PODER ES TUYO.
Me reí. Supuse que había sido víctima de una alucinación colectiva de campanadas, sombras y autosugestión. Nada más.
Volví al pueblo. El camarero me miró sorprendido cuando entré en el bar.
—Vaya… Pensé que no regresaría.
—Aquí estoy. Vivita y coleando.
Me sirvió un café sin pedírselo. Lo probé, resignada, y entonces ocurrió lo peor:
—¡Dios! —exclamé—. Está dulce.
El camarero me miró como si me hubiera vuelto loca.
—No lleva azúcar.
Probé de nuevo. Era indudable: podía distinguir exactamente cuántos granos de azúcar había en cada sorbo.
Me quedé helada.
—¿Qué me ha hecho? —murmuré.
Esa mañana descubrí la magnitud de mi nuevo “don”. Desde entonces puedo detectar el contenido de azúcar de cualquier cosa con solo probarla. Pasteles, refrescos, salsas, incluso frutas. Una habilidad tan inútil que parece una broma cósmica.
Intenté de todo, convencida de que tenía que haber más, que quizá era solo la primera manifestación de un poder mayor. Pero no. Solo azúcar.
Pasaron los días, y mi talento se convirtió en maldición. Nadie quiere invitar a cenar a una tipa que arruina la fiesta anunciando cuántos terrones lleva cada postre. En el supermercado, la cajera me evita desde que le expliqué que el “zumo natural” tenía más sacarosa que un litro de jarabe para la tos.
He pensado en volver a la encrucijada, exigir una renegociación. Pero temo que el Señor de la Torre me regale otra habilidad absurda. ¿Identificar la marca de suavizante en una camiseta? ¿Saber la hora exacta en que se estropeará un yogur?
La idea me aterra.
Así que sigo aquí, en San Roque, escribiendo esto en mi libreta. El pueblo me tolera, aunque todos se burlan a mis espaldas. Pascual, el viejo, me saluda cada mañana con una sonrisa mellada y me pregunta:
—¿Y hoy cuánto azúcar respira el aire?
Yo le devuelvo la sonrisa, amarga como mi don.
Porque lo peor no es que pueda detectar el azúcar en todo lo que pruebo.
Lo peor es que ahora el café del bar me sabe exactamente igual de horrible que antes… y la primavera sigue sin llegar.
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