Daniel nunca recordaba sus sueños, o
al menos eso creía, despertaba con la sensación de haber vivido
algo imposible, pero cuando intentaba retenerlo, la imagen se
deshacía, se escapaba como humo entre los dedos, dejando un vacío
que se le clavaba en el pecho. Su vida diaria era un tablero gris de
rutinas; profesor de literatura en un instituto público, vivía
entre pizarras que no borraban bien y aulas que olían a humedad,
corrigiendo redacciones juveniles plagadas de faltas y corazones
rotos. Su piso alquilado estaba lleno de muebles heredados, casi
vacíos de significado, y la nevera, siempre a medio llenar, le
recordaba su propia indiferencia hacia la vida.
Las caminatas nocturnas eran su único
refugio. Perderse en las calles silenciosas del barrio le daba la
ilusión de que podía escapar de la monotonía. Imaginaba esquinas
que se abrían hacia otras realidades, puertas que solo él podía
ver, aunque nunca sucediera nada de eso. Pero entonces llegaron los
sueños que cambiaron todo.
Una noche se encontró en un páramo
gris bajo un cielo verdoso, apagado, que parecía latir con vida
propia. En el centro se cruzaban cuatro caminos formando una cicatriz
perfecta en la tierra. Frente a él, una figura lo esperaba,
demasiado alta para ser humana, estrechándose hacia arriba hasta
desaparecer en la bruma del cielo enfermo. Su rostro era difuso, como
borrado por la niebla, pero Daniel sintió que lo miraba con un
conocimiento antiguo y absoluto. Intentó hablar, pero no salió
sonido alguno. En cambio, una voz dentro de su mente le ordenó:
Elige. Despertó con el corazón desbocado, empapado en sudor,
sintiendo que aquel mandato tenía un peso imposible de ignorar.
Durante días la imagen lo acompañó,
entre clases, cafés rancio y correcciones de redacciones. Intentaba
convencerse de que todo era una pesadilla extraña, pero la sensación
de urgencia y de propósito que le había transmitido la figura no lo
abandonaba. Y cuando llegó la noche siguiente, la encrucijada
volvió, idéntica y aún más inquietante. La figura, más definida,
le transmitió otra promesa: dinero. Daniel lo aceptó sin comprender
cómo; al despertar encontró en su cuenta un ingreso inesperado de
casi mil euros, sin explicación. Intentó racionalizarlo como un
error bancario, pero cada vez que recordaba la torre y la palabra
Elige, un escalofrío le recorría la espalda.
La tercera noche trajo consigo otra
promesa, amor, y al despertar, un mensaje de Lucía, una antigua
compañera de universidad, apareció en su móvil. Una conversación
que comenzó con recuerdos triviales se convirtió en un hilo de
contacto que reanimaba en Daniel una parte dormida de sí mismo. Cada
palabra de Lucía era una chispa que calentaba un corazón que creía
muerto, mientras la encrucijada esperaba, insistente y silenciosa.
Las noches siguientes lo llevaron a
aceptar ofertas de salud y suerte. Despertaba sin dolor crónico en
la espalda, encontraba billetes olvidados en bolsillos viejos, y por
un instante se sentía más vivo, más completo. Pero cada aceptación
lo consumía de manera imperceptible, y cada intento de resistencia
lo dejaba vacío y desesperado. La obsesión lo transformó: buscó
respuestas en internet, foros de sueños lúcidos, ocultismo,
psicología barata; todo fue inútil hasta que un PDF mal escaneado
titulado La encrucijada de los arquetipos le mostró una frase que lo
hizo estremecer: El Guardián de la Torre es quien custodia lo que no
debe ser poseído. Cada promesa acerca al soñador a su forma.
Una noche, el sueño se tornó
tangible, casi físico. El cielo verde latía con un ritmo propio. El
aire frío le erizaba la piel y el suelo áspero parecía hundirse
bajo sus pies. La torre estaba allí, más sólida que nunca, y por
primera vez Daniel distinguió su rostro: alargado, sin rasgos
definidos, salvo dos huecos negros como ventanas que lo observaban
sin parpadear. Conocimiento, transmitió la voz. Daniel tembló; lo
había aceptado todo menos eso. Pero lo necesitaba.
—¿Quién eres? —preguntó, aunque
la voz sonó más como pensamiento que como palabra.
—Soy lo que
serás cuando despiertes. —Porque elegiste. El sueño no se rompió,
no había amanecer ni sábanas ni despertador, solo la encrucijada.
Cada paso que dio sobre la tierra áspera lo hundía más en esa
realidad imposible. Sus manos comenzaron a alargarse, estirarse,
transformarse en algo que no reconocía.
Despertó o creyó hacerlo. La
habitación estaba vacía de muebles y familiaridad. Sus manos eran
largas y finas, como ramas que intentaban tocar el cielo. Se vio en
un reflejo, y la torre estaba allí: él mismo. Comprendió la frase:
Soy lo que serás cuando despiertes.
Y entonces la vio. En el centro de la
encrucijada, otra persona acababa de llegar, confundida y temerosa.
Daniel, o lo que quedaba de él, sintió cómo una fuerza inevitable
se proyectaba desde su mente hacia la recién llegada. La palabra
surgió sola, definitiva: Elige. La mujer levantó la cabeza,
insegura, como si hubiera escuchado algo, y Daniel comprendió que el
ciclo apenas comenzaba.
Los días siguientes se convirtieron en
un tejido entre lo real y lo soñado, indistinguibles. Caminaba por
su vida diaria, observando la ciudad y sus habitantes con una
distancia creciente. La torre lo habitaba, y cada interacción, cada
decisión, cada mirada era un eco de aquel mandato imposible de
ignorar. El mundo se plegaba a su conciencia, y a la vez, lo
aterrorizaba con la certeza de que cualquier elección podía
transformar a otro, perpetuando la cadena.
Lucía desapareció de sus mensajes; la
rutina se volvió una sombra de lo que había sido. La torre, la
encrucijada, las promesas, todo se mezclaba en un presente continuo,
donde los límites entre lo vivido y lo soñado desaparecían. Cada
paso por el barrio, cada cruce de calles, le recordaba que el ciclo
nunca terminaba. Cada esquina podía ser una encrucijada, cada rostro
desconocido, una posible víctima, y cada elección, un eco de las
promesas que lo habían moldeado.
Daniel comprendió, finalmente, que no
existía regreso. La torre lo había reclamado, y ahora era ella; su
voluntad se fundía con la voluntad de la encrucijada. La figura
alargada que alguna vez le había ofrecido dinero, amor y
conocimiento era ahora su forma, su identidad, su destino. Todo lo
que quedaba era observar, esperar y guiar, repitiendo el ciclo que él
mismo había iniciado, hasta que otra alma llegara a la encrucijada y
escuchara la palabra que él ahora debía transmitir: Elige. La noche
se extendía, el cielo verde palpitaba, y la torre permanecía,
eterna, implacable y silenciosa, mientras otra decisión comenzaba a
tejerse.
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