Hasta el último suspiro

Hasta el último suspiro

Elyah Neshamah

16/09/2025

En la vida existen propósitos escondidos, misterios que no se revelan de inmediato. Algunos se descubren en la risa, otros en el llanto, y hay propósitos que se comprenden solo cuando la historia parece haber llegado a su final. El mío no fue cualquiera. Yo era apenas una niña, pero lo que me tocó vivir no fue propio de mi edad.

Mi nombre es Kristel. Si escuchas con atención mi historia, tal vez comprendas por qué mi vida, aunque breve, brilló con un sentido tan grande que aún hoy sigue tocando corazones.

Mi mundo, antes de todo, estaba lleno de colores. Tenía ocho años y era una niña alegre, de esas que no pasan desapercibidas. En la iglesia todos me conocían porque siempre sonreía, porque me gustaba cantar y porque no me cansaba de jugar.

Cada domingo era una aventura. Me gustaba subir al altar y cantar con mis amigos. Desde allí veía los rostros de todos y sentía que mi voz, aunque pequeña, podía llenar de alegría a los demás. También practicaba ballet, y cuando bailaba sentía que mis pies contaban historias más allá de las palabras.

Mis días no eran perfectos, aunque yo los vivía con felicidad. Mi mamá me había tenido siendo muy joven y luego se fue a Estados Unidos. Mi papá no estaba conmigo, y aunque a veces me preguntaba por él, aprendí a no sentirme sola. Mi abuela Estela y mi tía Valeria eran mis compañeras de vida, mis cuidadoras, mis refugios. Con ellas aprendí que la familia no siempre es completa, pero sí suficiente cuando está hecha de amor.

Además, en la iglesia tenía otro espacio especial. Había una joven, era maestra de la escuela dominical que jugaba con nosotros, que no se cansaba de inventar actividades y que siempre encontraba tiempo para hacernos reír. Yo la buscaba cada domingo porque sabía que con ella no me aburriría. Era mi manera de sentir que la iglesia no era solo un lugar de oración, sino también de juegos y amistad.

Parecía que todo en mi vida estaba bien. Pero la alegría puede transformarse de un día a otro.

Recuerdo el día como si lo estuviera viviendo otra vez. Había cantado en el altar con todas mis fuerzas y bajaba feliz, cuando de repente mi piernita derecha no respondió como siempre. Cojeaba un poco. Pensé que era un tropiezo sin importancia, quizás una caída jugando. No dije mucho, porque los niños solemos creer que todo pasa rápido.

Pero no pasó. La cojera se repitió, el dolor aumentó, y las miradas preocupadas de los adultos comenzaron a seguir cada uno de mis pasos. Después vinieron los hospitales, los análisis y las palabras que yo no entendía.

Fue allí donde escuché por primera vez la palabra tumor.

No sabía bien lo que significaba, pero no hizo falta explicaciones cuando vi los ojos húmedos de mi abuela, los silencios de mi tía y la voz temblorosa de mi madre al teléfono. Comprendí que algo muy serio estaba ocurriendo dentro de mí.

Los hospitales se convirtieron en parte de mi vida. Los pasillos blancos, el olor a medicamentos, las camas que nunca parecían cómodas. Yo era pequeña, pero sentía el peso de la enfermedad como si llevara años sobre mis hombros.

Me conectaban a máquinas que limpiaban mi sangre: la diálisis. Al principio era extraño, luego se volvió insoportable. Cada sesión me dejaba cansada, como si toda mi energía se escapara poco a poco.

El espejo me devolvió otro cambio. Mi cabello comenzó a caer en mechones, hasta que quedó en el suelo o sobre mi almohada. Al verme calva, lloré. Pero después, al mirarme más de cerca, descubrí que lo que me hacía especial no estaba en mi pelo ni en mi rostro, sino en la fuerza que brillaba en mis ojos.

El tumor no se conformó con quedarse en mi pierna. Avanzó, silencioso, hasta llegar a mis pulmones. Respirar se volvió un trabajo difícil. A veces, mientras dormía, me despertaba con la sensación de que me ahogaba. Otras veces tosía sin parar. La enfermedad no solo me quitaba la fuerza: me robaba el aire.

Hubo un momento en que me cansé de todo. De las agujas, de las máquinas, del dolor. Una tarde, con voz débil, le dije a quienes me rodeaban que ya no quería seguir con las diálisis. No podía más. Y agregué algo que salió de lo más profundo de mi corazón: “Quiero irme con Dios.”

Recuerdo las lágrimas que siguieron a mis palabras. Lágrimas de mi familia, y de todos los que me querían. Nadie espera escuchar a una niña de ocho años hablar así. Pero yo lo sentía: quería descansar, quería paz.

Me dejaron volver a casa. Allí, entre paredes conocidas, con mis muñecas y mis dibujos, encontré un poco de alivio. Ya no estaba en el frío hospital, sino rodeada de amor. Y fue allí donde descubrí el verdadero propósito de todo lo que estaba viviendo.

Mi mamá, que había estado en Estados Unidos durante años, volvió. Al verme tan frágil, algo cambió en su corazón. Ella llevaba tiempo apartada de los caminos de Dios, pero poco a poco comenzó a buscarlo otra vez.

Mi abuelo también estaba allí. Su vida había estado lejos de la fe, pero yo lo veía con ternura, sabiendo que lo que más necesitaba no era medicina, sino esperanza.

Un día, reuní fuerzas y tomé su mano. Lo llevé al altar. Mis pasos eran lentos y débiles, pero en ese instante no importaba el dolor. Importaba que mi abuelo se rindiera ante Dios. Y así fue. Lo vi quebrantarse, lo vi volver al camino. Y mi corazón se llenó de alegría, porque entendí que no estaba luchando en vano.

Lo mismo ocurrió con mi madre. Ella, que había vivido lejos, encontró de nuevo el amor de Dios a través de mí.

Esa fue mi misión. Aunque era solo una niña, fui un puente. Mi dolor fue el ancla que sujetó a mi familia para que no se perdiera.

Los últimos días en casa fueron silenciosos. Yo ya no hablaba mucho. Mis fuerzas se iban como arena entre los dedos. Pero mis ojos seguían transmitiendo paz. Sabía que había cumplido lo que debía.

Una noche, mi respiración se hizo más lenta. Cerré los ojos con la tranquilidad de quien ya no teme. Y en ese instante comprendí: mi tiempo en la tierra había terminado.

No tengas tristeza al saberlo. Porque ahora ya no hay agujas ni máquinas. Ya no hay dolor en mis pulmones ni lágrimas en mi rostro. Ahora corro libre, sin cojera, con un vestido blanco y una sonrisa que nunca se apaga.

Ese fue mi destino. Ese fue mi propósito.

Y aunque partí pronto, mi historia sigue viva en los corazones de quienes me amaron.

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