El mar, como un inmenso escaparate, da color al paisaje dunar por el que nos movemos. La sal, transportada en el aire, transforma los tonos de las madrugadoras flores del final del invierno. Su vital color palidece. El paseo de madera, en la punta de la playa, nos conduce hacia la arena, mientras intercambiamos poses y enfoques en distintas fotografías. Aran y Tere charlan, mientras Martita corre de un lado al otro sin descanso. Edu, perdido en la distancia focal detrás de su cámara, avanza pausado entre clic y clic. El sol, en su camino diario hacia el abismo de agua que lo ciega, se muestra cálido, pero no abrasador. Un nordés ligero augura, con sutileza, la llegada del buen tiempo y estropea las suaves olas que se acercan a Esquinita’s Point esta tarde.

Perdido en los sótanos del pasillo de madera, buscando el encuadre final, mi móvil rompe la quietud con un sonido apremiante. Del otro lado, un viejo amigo recoge su tabla de surf, recién salido del agua, y viene a nuestro encuentro. El paseo tiene propiedades analgésicas para mis ansias de surfear, y recapacito sobre las tardes futuras en compañía de mi futuro navegante… Plácidamente, ya en la orilla, organizamos la vuelta y, una vez en la loma, concretamos la cena, juntos también. Una tarde más, lo hemos logrado.

Sin surf, disfrutamos de esas otras cosas que, a veces —muchas veces—, las olas nos impiden ver. Aunque sabemos que estarán ahí, ¿siempre?

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