Los ruidos nocturnos acompañados de esa mansa obscuridad invitaron al miedo a despertar de entre las profundidades del ser y la valentía definitivamente se enfermó de apoplegia y se retiró a descansar en los brazos de la duda.

En está situación tan penosa lo posible se convertía en imposible. Era entonces imposible franquear ese tramo de camino en tales condiciones, era imposible llegar hasta el otro extremo y continuar el viaje hacia el destino conocido. Eso se decía el viandante mientras las piernas le temblaban al borde de desplomarse. La quijada rechincaba como cuando el frío asalta hasta el último rincón de los huesos. Un sudor tibio le recorría las sienes y el corazón quería abandonar el cuerpo tan solo por lo que la imaginación maquinaba.

Y si… Y si… Y si al sumergirse en el camino alguna extraña criatura saltaba sobre él y le mordía la garganta hasta degollarlo. Muchos han muerto en este tramo del camino en extrañas condiciones, nunca nadie supo dar respuesta a las causas de muerte. Los cuerpos solo aparecían así, sin más, con las gargantas cortadas. Sonidos extraños en medio de la noche, susurros, hienas riendo entre los Pajonales y algún búho de ojos brillantes coronando las noche. 

No, no, este no es el ambiente, ni el momento para cruzar. Así pensó Yihir, y escudado en todas estas justificaciones más el miedo que le causaba la obscuridad, decidió regresar sobre sus pasos hasta donde la luz de las antorchas del campamento todavía alumbraban. Caminaba rápido, por la prisa que el miedo puede inyectar y de pronto escuchó un grito humano que provenía de entre la obscuridad que iba dejando atrás: «Corred infelices, corred que ya vienen, Corred, todos los que estéis allí adelante corred y por todo lo más sagrado que tengais nunca más vuelvan aquí»

Yihir se santiguó en nombre de su buen Dios y corrió despavorido hasta llegar al campamento, allí casi sin aliento le dijo al vigía que algo horrendo venía desde la obscuridad que debían armarse hasta los dientes para enfrentarlo. El vigía lo miró como quien mira a un payaso, se sonrió y le dijo: «Yihir, hace dos horas que dejaste el campamento, yo creía que ya estabas del otro lado, que ya habías informado al puerto que ya no nos queda explosivos para seguir trabajando. Mañana a primera hora el jefe te golpeará y te despedirá, pobre tonto. Nada hay en la obscuridad, nada que pueda amenazar la vida de un hombre adulto y fuerte como tú. No quiero verte más… En este momento….»

Los gritos, se aproximaban, Yihir miró al vigía, el vigía miró a Yihir. Yihir empujó al vigía y siguió corriendo, mientras el vigía tomó la escopeta y apuntó a la obscuridad gritando: «al tonto que esté jugando está broma juro que le voy a clavar un tiro en el pecho si sigue con esto, más vale que salgais de allí y vengas hasta aquí a darme respuestas. 

Gritos, alaridos y un hombre que se arrastraba a gatas entre la arena. La sangre le chiflaba desde la garganta, los ojos estaban fijos en el vigía y el vigía no sabía si apuntarle o ayudarle… Miedo, terror y un leve balbuceo: «ya vienen, Dios ya no…»

La valentía abandonó al vigía, grityo y despertó al campamento entero, pero para ese momento ya era tarde. Yihir quizá estaba a unos 500 metros de distancia cuando se escuchó los disparos, los gritos, lamentos y ese chillido infernal. Seguía corriendo sin mirar atrás, seguía corriendo hasta que ya no sintió nada, nada, tan solo líquido tibio saliendo de su garganta.

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