Siempre me hallarán dentro del tablero: frente al rey o la reina, al caballo, al alfil, incluso a las prestigiosas torres. Sin embargo, apenas me ven como carne de artillería. Desde el día de mi nacimiento se me condenó a eso: separado de mi familia y de mi pueblo, arrancado de los brazos de mi madre para servir en una guerra que ni los reyes comprenden. Todo es una disputa absurda, un ciclo interminable de odio.
¡Ahhhgg! Extraño a mi familia… el olor del pan de mi padre en la mañana, la voz suave de mi hermana llamándome. Ojalá esta guerra no acabe con mi vida.
En el segundo día estoy en el frente. Un caballo me protege, pero sé que soy carnada. El rey se oculta detrás, esperando huir. Cobarde, sanguijuela que se aprovecha de nuestras vidas. Me da asco estar aquí. Mis compañeros están cegados por su devoción; no hacen más que engordar el ego de los monarcas, quienes buscan un aplauso para llenar sus vacías existencias.
Hoy he derribado a tres peones contrarios. Seguramente eran como yo. La reina enemiga me observa con fijeza: es cuestión de tiempo para que alguien me libere de esta prisión corpórea. Y, sin embargo, algo se enciende en mí. Sentí poder al derribarlos. Sentí que podía incluso desafiar a esa reina altiva que no deja de mirarme.
Al noveno día quedamos tres peones, dos caballos y una torre. Frente a nosotros: dos peones, un alfil, dos caballos y la reina enemiga. Estoy aterrado. La ira me consume: mis compañeros han caído uno a uno y nuestra reina fue apresada por culpa del rey. Todo es inútil. Si yo tuviera el mando, nada de esto sucedería. Sé que podría salvarlos. Yo, el que más enemigos ha abatido. No ese inepto escondido.
Al duodécimo día alcanzo una casilla decisiva. Podría rescatar a un compañero, quizá incluso a la reina. Tal vez me recompensen: una condecoración, un puesto digno. Imagino a mis camaradas liberados de esta vida suicida, retomando sus hogares. Estoy tan cerca… un paso de la gloria.
Pero el decimotercer día es tortura. El rey me bloquea. Su torpeza eclipsa mi camino. Todo lo que he soñado está al alcance de mi mano, y aun así él se empeña en vigilarme, en mantenerme atado a su sombra. Si pudiera escapar de su mirada, saborearía la victoria. Esa soberbia me enferma. Haría un trabajo mucho mejor que él. Solo necesito una oportunidad.
En el vigésimo día sigo atrapado. Hoy, pienso, será distinto. Hoy el rey reconocerá mi importancia. Entonces todos me alabarán, mi nombre será gloria, mi sed de poder florecerá. Emergerá un nuevo reino bajo mi luz.
Llegado el vigésimo quinto día, el rey ya no me vigila. Por primera vez puedo moverme sin sus cadenas. Este es mi instante. Un movimiento, y demostraré mi grandeza. Un movimiento, y el mundo se inclinará ante mí.
El trigésimo día, por fin, sucedió. Todo terminó. Y no advertí en qué me había convertido. Mis creencias, mis ideales, se evaporaron al tocar la gloria. Me transformé en algo distinto. Descubrí, no obstante, una verdad amarga: esta guerra no acaba nunca. Es apenas un juego. Habrá otra, y otra más. Quizá la próxima vez ascienda: caballo, alfil, torre… incluso rey. Algún día mostraré al mundo lo especial que soy.
Lo que ignoro —aunque en el fondo lo sé— es que jamás dejaré de ser peón. Carne de cañón.
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