Había una esquina que no parecía distinta de otras, Corrientes con su luz de carteles gastados y un olor a medialunas recalentadas que se pegaba a la campera. Pero esa noche, mientras cruzaba la avenida, pensó que algo había cambiado. No era el viento, ni la humedad, ni siquiera el murmullo de colectivos que seguían pasando con indiferencia, sino la manera en que el piso parecía ceder apenas bajo sus zapatillas. Como si caminar fuese meterse en otro idioma, uno donde cada paso decía una sílaba mal pronunciada.
No quiso darle importancia, claro, porque uno está entrenado para esquivar supersticiones, para no dejarse llevar por esos pensamientos medio locos que se enredan cuando la ciudad baja la guardia. Pero ahí estaba: una carta doblada en el suelo, apenas sucia, como si hubiera esperado precisamente su llegada. La levantó, sin pensarlo demasiado, porque en Buenos Aires cualquiera se queda con lo ajeno, aunque sea un papel. Adentro había dos palabras: encrucijada y promesa. El resto era silencio, manchas, o quizás símbolos, vaya a saber uno si letras o simples garabatos.
Siguió caminando, pero esa cosa lo perseguía, metida en el bolsillo como un animalito inquieto. La noche entera le habló en voz baja, o tal vez era él mismo respondiéndose. —No, no, no me vengas con misticismos— dijo en el ascensor, creyendo que nadie lo escuchaba, aunque la vecina del sexto torció la boca con gesto de sospecha. —Sí, sí, pero vos viste lo que viste— replicó una voz que no era suya y a la vez lo era, como un eco que se adelanta.
En el departamento las paredes tenían humedad, manchas que a veces se parecían a mapas de lugares inexistentes. Encendió la radio, buscó un tango viejo, algo para espantar la sensación. Pero el papel ya estaba sobre la mesa, abierto sin que él lo hubiera sacado. Y las dos palabras ahora eran tres: encrucijada, promesa, poder. Lo leyó varias veces, hasta que las letras parecieron cambiar de sitio, como fichas de Scrabble jugadas por alguien invisible.
—¿Y si es una joda? —preguntó, como si alguien pudiera contestar.
—No es joda, nunca lo fue —respondió la misma voz, cansada, ronca, pero demasiado íntima como para ser desconocida.
—¿Y qué querés de mí?
—Nada que vos no hayas querido antes.
Se sirvió un vaso de vino barato, el tinto que compraba siempre en la esquina, y lo bebió de un trago. Sentía que todo eso era un disparate, que estaba cansado, que necesitaba dormir. Pero al apoyar el vaso vacío, lo encontró lleno otra vez. El mismo vino, la misma copa, como si nada hubiera pasado. Ahí se rió, porque la risa es la última defensa contra el espanto.
Después vino la escritura. No sabía cómo había empezado, pero la computadora estaba encendida y sus dedos golpeaban las teclas con una seguridad que no era suya. Palabras, frases, párrafos enteros brotaban sin pausa. Hablaban de un hombre, Lucien, arquitecto de secretos, y de una mujer, Margot, perdida en un bosque que no existía en el mapa. Hablaban de pactos antiguos, de cartas que decidían destinos, de promesas que se cumplían aunque nadie quisiera cumplirlas. Y lo peor: cada línea estaba firmada con su nombre.
Trató de detenerse, pero el cursor seguía avanzando solo. Trató de apagar la máquina, pero la pantalla se iluminaba más fuerte, con un resplandor casi líquido. Finalmente se dejó llevar, porque resistirse era como pelear contra el sueño. Y escribió, escribió sin pensarlo, hasta que el amanecer entró por la ventana como una cuchillada lenta.
En la calle, Buenos Aires parecía seguir igual, con su rutina de colectivos llenos, cafés que abrían temprano, porteros que baldeaban veredas. Pero él sabía que ya nada estaba donde debía estar. Caminó sin rumbo, con la carta en el bolsillo, ahora más pesada, como si llevara una piedra. Pasó por un kiosco y el diario del día mostraba su nombre en la sección cultural, al pie de un artículo inexistente. Nadie lo notaba, nadie lo señalaba: solo él podía leerlo.
Lo demás fue vértigo. A veces escuchaba su propia voz diciéndole seguí, seguí, no pares ahora, y otras veces la misma voz le rogaba basta, por favor, basta. Era como vivir con un espejo que no solo refleja, sino que decide por vos. Margot y Lucien hablaban en su cabeza, discutían, se peleaban, se amaban, pero al final todo era un mismo murmullo que lo arrastraba.
—No somos inventados, vos sos inventado —le dijo Margot una noche, con ese acento francés que no había escuchado jamás, pero que parecía conocer desde siempre.
—No te creo —susurró él, aunque las paredes vibraban con cada palabra.
—Creer o no creer, ¿qué importa? Ya estás adentro.
Y ahí entendió que la encrucijada no era de Margot ni de Lucien ni de nadie más: era suya. Que la promesa de poder no era un pacto externo, sino el viejo deseo de controlar lo incontrolable, de escribir un mundo y que ese mundo lo escribiera a uno.
Los días se mezclaron con las noches, los colectivos con los sueños, la humedad con el olor de páginas antiguas. Ya no importaba si hablaba con él mismo, con su reflejo, con personajes que habían salido de la nada. Todo era lo mismo: un río de voces que se superponían. Y él, en medio, flotando sin dirección.
Dicen —aunque nadie lo confirma— que todavía se lo ve a veces en algún café de San Telmo, escribiendo en servilletas frases inconexas: cuando llegues a la encrucijada, elegí con cuidado, o si no podés cumplir la promesa, recibí dos puntos de horror. Frases que parecen chistes, juegos, pero que dejan un sabor amargo en la boca, como un vino rancio que vuelve solo a la copa.
Y quizás todo esto no pasó nunca, o quizás pasó tantas veces que ya no importa contarlo de nuevo. Porque en Buenos Aires, de noche, basta doblar una esquina para que la ciudad se desarme como un mazo de cartas, y vos tengas que elegir sin entender qué estás eligiendo.
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