Salgo de Arequipa con el día todavía bostezando. El Toyota Tercel del 96 —verde, terco y con ese olor a mezcla de ambientador y Marlboro— carraspea al primer giro de llave y después se alinea conmigo como un perro moviendo la cola que ya sabe dónde vamos. Pongo el CD: Sabina abre la puerta con su voz de gárgaras de vidrio, Serrat entra y se sienta adelante con el mapa, Fito Páez acomoda su codo derecho en la ventana, Silvio se cuelga del retrovisor con su guitarra chiquita. A darle todo el volumen a la música. Que calle el resto.
Comienza el viaje, suena Sabina: “Que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena…”. Uchumayo me recibe con ese serpentín de curvas, de esas que te obligan a manejar con las dos manos y el corazón más atento que perro en azotea. Yo, visitador médico en esos días, ya me sé de memoria esta salida de la ciudad: una cinta de asfalto que te prueba el pulso y te avisa que, si quieres pensar, primero tienes que mirar. Y yo quería pensar. O, para ser honesto, quería ordenar un poco el rompecabezas de esos meses: mi hijo con seis o siete años que me miraba como si yo supiera todas las respuestas; su madre y yo en esa pausa rara —separados, pero con el hilo aún amarrado a la muñeca por el momento—; la vida con la manía de pedirte peaje en los momentos menos oportunos.
A la altura de San José ya la carretera se aplana. La música baja porque el viento sube y yo saco un cigarro con la destreza de un mago distraído: golpecito al paquete, pucho a la boca, el encendedor del auto como luciérnaga y el primer humo que sale en espiral y se va a encontrar con las nubes. Es en la pampa —la pampa siempre tan honesta— donde uno se escucha. No hay árboles chismosos, no hay esquinas. Solo el horizonte que te firma un cheque en blanco. Por eso me gustaban los viajes. Nadie me pedía que fuera fuerte o gracioso o eficiente. Solo estás tú, la carretera, el pie en el acelerador y tu música. Paz
El pueblito El Fiscal aparece como un guardián cansado que siempre está en su caseta. Yo paso con el respeto de costumbre. Me detengo en El Tambo de Oro, pido un café, un sanguche de bistec y cebollita, merecido desayuno para seguir la travesía. Subo al auto, lo enciendo, tomo la pista nuevamente. Pienso en mi hijo: en su risa de dientes de leche, en sus preguntas que no llegan con signos de interrogación sino con trompitas y cejas levantadas. Me pregunto si un día entenderá que a veces el amor no es una línea recta, que tiene curvas como Uchumayo y un par de baches que te corrigen el timón. Que separarse por un tiempo no siempre es rendirse; a veces es estacionar el auto para revisar el aceite y no quemar el motor.
Vuelven las curvas y, con ellas, Serrat: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar…”. Yo miro el retrovisor y me encuentro, medio despeinado, con la edad detenida llegando a los treinta, pero con sensación de viejo a ratos. La vida de visitador médico te enseña a sonreír en salas de espera, a escuchar historias de pacientes que no verás otra vez, a leer el ánimo de los doctores por cómo dejan el lapicero sobre la mesa. Te enseña, sobre todo, a apreciar los kilómetros entre una ciudad y otra, ese tramo de nadie donde eres tú con tus voces internas, que a veces negocian y a veces hacen huelga.
La Pampa de La Clemesí, plancha larguísima, el sol con gesto de profesor que toma lista, me baja un poco la guardia. Hay una claridad brutal. Pienso en mi padre, que siempre me dijo que al volante uno se conoce: “Manejar no es mover el carro, es moverte tú”. Yo muevo la cabeza afirmando sin querer. Y pienso en mi hijo otra vez, en cómo le explicaría por qué nos fuimos por un tiempo a esquinas distintas. No le hablaría de discusiones ni de silencios ni de puertas que se cierran. Le contaría de los mapas: que a veces te pierdes para encontrar el camino que te toca, y que hay rutas que no salen en los planos porque se van dibujando con el tiempo. Que un hogar no es una casa, es un acuerdo de miradas. Que volver también es una forma de valentía, y no todos lo intentan.
Moquegua me recibe con su modo intermedio, como un silencio entre dos palabras. Me detengo, bajo del auto a estirar las piernas y compro agua. La botella fría contra la frente me aterriza. Suena Fito, que nunca pide permiso. “Dar es dar, y no marcar las cartas, simplemente dar…”. Yo intento no ponerme cursi, pero la carretera tiene el mal hábito de ablandarte los huesos. En los noventa aprendí que el amor no te ahorra las cuentas por pagar, ni los platos sucios, ni la impaciencia de los lunes. Pero también aprendí que el amor es un taller mecánico discreto: te saca el abollón, te endereza el parachoques, te cambia el parabrisas y te manda otra vez a la pista. A veces regresas al mismo taller, a veces no. Esa mañana yo todavía no sabía que volveríamos, unos meses después, a intentarlo de nuevo con más calma. Aunque no duraría mucho.
Retomo. Curvas. El Toyota se pega al asfalto como si lo olfateara. La música, arriba. Silvio, ahora: “Quién fuera ruiseñor, quién fuera Lennon y McCartney…”. Y yo, con mi alergia a la solemnidad, me río solo: mis filósofos viajan en cd ’s y huelen a Marlboro. La vida tiene su banda sonora y la mía, en esa época, se cantaba con voz aguardientosa y metáforas exquisitas. Me digo que, cuando mi hijo sea grande, le voy a enseñar estos discos. Tal vez no le gusten. Tal vez me diga que su música es otra, una que a mí me suena a ruido. Y está bien. Lo importante no es que cante mis canciones, sino que entienda que siempre hay una canción para cada tramo del camino. Y que uno se salva tarareando.
La pampa hacia Camiara se extiende como un mantel sobre la mesa. El viento entra con confianza, me revuelve el cabello y me saca otro cigarro como si fuera un truco de feria. Pienso en mi trabajo: la lista de médicos, los horarios apretados, la sonrisa que se entrena frente al espejo, el maletín con muestras médicas, las frases que ya me sé de memoria y que repito en cada consultorio como quien reza. Lo digo sin vergüenza: me gustaba. No por las ventas, sino por el teatro. Por ese instante en que el doctor se queda pensando y yo me quedo callado y el mundo parece una moneda girando en el aire decidiendo de qué lado caer. Lo mismo con la vida: uno argumenta, convence, insiste, pero al final hay un segundo de silencio en que algo —llámale tiempo, azar o Dios— decide. Y tú aprendes a aceptar.
Camiara pasa como un bostezo largo. Ya huele a destino. Me doy cuenta de que no he pensado tanto en el regreso. Es que conducir tiene truco: te obliga a mirar adelante y te seduce con lo que viene, a pesar de que detrás hay ciudades que te conocen por tu nombre. Me prometo que a la vuelta llamaré a casa más temprano, que no dejaré los “cómo estás” para la noche, cuando el cansancio te vence y uno dice cualquier cosa con tal de dormirse. Me prometo —siempre me prometo— ser mejor padre. Ser un tipo que escucha. Que aprende a pedir perdón sin discursos. Que entiende que el tiempo con los hijos no se negocia como un contrato; se riega como una planta terca en verano.
Últimos kilómetros. Tacna asoma con su luz distinta, como una ciudad que aprendió a mirar lejos. El Toyota respira hondo y yo también. Reviso el espejo: la carretera quedó hecha una cinta desatada. En el asiento del copiloto, un paquete de Marlboro a medio morir me saluda. Sonrío. Pienso en lo que falta, en lo que viene, en lo que vuelve. En que la vida, a veces, es una curva que de pronto se endereza y se convierte en pampa. Y, otras veces, es una pampa que sin aviso se retuerce y te desafía el pulso.
Entro a Tacna con la certeza modesta de haber conversado conmigo sin gritos. Paro en un semáforo y miro a un niño cruzar con su madre. Me acuerdo, inevitablemente, del mío. Me dan ganas de apretar un botón que me teletransporte para darle un beso en la frente antes de dormir, para decirle que su papá anda de viaje pero regresa, que no es fuga, es trabajo, y que, aunque a veces nos perdamos, siempre estaremos marcando el camino el uno del otro como esas líneas discontinuas del asfalto.
El semáforo se pone en verde. Arranco. El Toyota ruge con dignidad de viejo samurái. Pienso que quizá, cuando él sea grande, entenderá que su padre aprendió algunas cosas en la carretera: que el miedo frena, pero la esperanza acelera; que no es obligatorio saberlo todo para seguir; que nadie está condenado a un solo mapa. Y que hay viajes que se hacen para llegar a otra ciudad… y otros que se hacen para volver, un poco más en paz, a la misma casa.
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