Capitulo I: El verdadero significado
Evangeline
El amanecer siempre llega con puntualidad al Palacio de Ravensburg, aunque pocas veces trae consigo algo nuevo. Las campanas de la torre suenan a lo lejos, recordándome que el deber no entiende de cansancio ni de juventud.
Desde el instante en que nací, mi vida dejó de pertenecerme:
Soy princesa, y con ello, prisionera de expectativas.
Mis días transcurren entre estudios de protocolo, lecciones de historia, interminables discursos sobre diplomacia y las constantes miradas de la corte, ávidas de cualquier error que puedan convertir en escándalo.
Si sonrío, dicen que busco aprobación.
Si callo, me llaman altiva.
Y si opino… bueno, entonces me recuerdan que mi voz pesa menos que mi título.
Sin embargo, lo que me mantiene erguida no es el adorno de una corona, sino la certeza de que nuestro pueblo merece algo más que disputas de sangre azul. No pocas veces he escapado de la rigidez del palacio para caminar entre ellos.
Escuchar a los vendedores del mercado, a las madres que cosen para alimentar a sus hijos, a los ancianos que aún recuerdan las guerras. Es allí donde encuentro la única verdad que importa. Y por eso, cada vez que tomo asiento en los consejos, llevo conmigo sus voces.
Porque las guerras no las pelean los reyes.
Las guerras las sufren ellos.
Y ese pensamiento arde en mí, sobre todo cuando pienso en el palacio de Veyra Drakemore.
Los muros de mi memoria aún guardan el eco de los cañones, el olor de la pólvora, el llanto de los huérfanos. Hace apenas unos años, nuestros reinos se enfrentaron en una guerra tan absurda como sangrienta.
Miles de vidas se extinguieron en nombre del orgullo de nuestros padres. Sus tierras contra las nuestras. Sus soldados contra nuestros campesinos reclutados a la fuerza. Todo por una frontera que al final permanece igual que antes.
Yo lo vi. Vi a hombres volver mutilados, a familias arruinadas, a niños que dejaron de sonreír porque no tenían pan en la mesa.
Y mientras tanto, su reino celebraba sus banquetes.
¿Cómo no odiarlos?
¿Cómo no repudiar a quienes creen que la vida de un plebeyo vale menos que el peso de una joya en su corona?
Dicen que el príncipe de su dinastía, es arrogante y cruel.
No lo conozco, ni me interesa hacerlo. Para mí, él y toda su familia representan el rostro de personas que solo trajeron dolor a los míos.
Odio que me hablen de alianzas, de treguas, de uniones futuras, todo me parece un insulto.
—¿Ya estás lista? —la voz de Diane me saca de mis pensamientos. Aparece en la puerta con la serenidad que solo ella posee, vestida de manera impecable incluso para una salida discreta.
—Casi —respondo, acomodando mis guantes blancos.
A los pocos segundos, Selene irrumpe con su energía desbordante.
En sus ojos aún brilla la ilusión de quien no ha sido del todo devorada por las obligaciones reales.
—¿Iremos al mercado esta vez? Le prometí a una niña que le llevaría un libro de cuentos.
Diane suspira, aunque una leve sonrisa suaviza su gesto.
—No olvides que no somos simples visitantes, Selene. Representamos a nuestra familia.
—Representamos, sí —añado con firmeza—, pero también escuchamos. ¿De qué sirve gobernar si no conocemos sus voces?
Selene asiente, entusiasmada, mientras Diane alza la barbilla con esa dignidad que la caracteriza.
Aunque nuestras maneras sean distintas, las tres compartimos un propósito: estar cerca de la gente.
Justo cuando estamos por salir, la voz clara de mi madre resuena desde el pasillo:
—Hijas, las necesito en la galería. Ha llegado el pintor para el retrato familiar.
Nos miramos entre nosotras, y un aire de resignación flota en el ambiente.
Diane, siempre obediente, se adelanta. Selene pone los ojos en blanco, como si un lienzo pudiera atrapar algo más que apariencias. Yo, en silencio, me obligó a seguirlas.
El gran salón ya está preparado: un caballete imponente, telas blancas, pinceles alineados con meticulosa precisión.
Nuestro Padre nos espera con Oliver en brazos; el pequeño juguetea con su barba, arrancándole una risa poco común.
James, llega tarde como siempre, el cabello algo revuelto y con esa sonrisa traviesa que hace que madre le perdone cualquier cosa.
—Colóquense alrededor de su madre —ordenó mi padre, su voz grave llenando el salón—. Este retrato no es solo para nosotros, sino para todo Ravensburg. Debe mostrar la fortaleza de nuestra familia.
Mientras nos ubicamos, observo a cada uno.
Diane, Mi hermana mayor, siempre elegante, siempre correcta a sus veintidós años carga con la serenidad de quien sabe que algún día gobernará. Es la primogénita y, por lo tanto, la heredera.
La corte la adora, y a veces pienso que hasta el reino entero la idolatra yo la admiro, aunque en ocasiones su perfección me asfixie.
A su lado está James, mi mellizo, que con sus diecinueve años prefiere la risa y la música a los protocolos. Donde yo veo responsabilidad, él ve oportunidad de escapar esta aparentando seriedad, aunque sé que en su cabeza trama alguna broma.
Selene es nuestra hermana menor. Apenas tiene dieciséis, y en ella conviven la inocencia y la rebeldía Aún puede permitirse soñar, ignorando que tarde o temprano la corona también la alcanzará.
Y luego está Oliver el más pequeño, de apenas seis años, cuya risa corretea por los pasillos como un soplo de aire fresco en medio de tanta solemnidad.
Cuando lo tomo en brazos, siento que aún existe algo puro en este mundo que ni siquiera las guerras pueden ensuciar.
Mi padre, El Rey Alistair Leopold firme como la piedra de los muros del castillo, rey implacable, cuya voz basta para silenciar una sala llena de nobles.
Mi madre, La reina Isolde Marianne con su temple dulce pero persuasivo, capaz de suavizar hasta las decisiones más duras.
Ambos llevan veinticinco años gobernando, y aunque los amo con todo lo que soy, a veces los veo más como monarcas que como padres.
El pintor moja su pincel en el óleo y comienza su trabajo. Y yo, con la espalda recta y la mirada firme, pienso en lo irónico que es: un cuadro destinado a la eternidad, cuando ni siquiera sabemos cuánto resistirá la paz que tanto pretendemos.
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El carruaje se mecía con suavidad mientras mis hermanas y yo descendíamos por las colinas hacia el poblado.
No era la primera vez que hacíamos estas visitas: mi madre solía decir que nos mantenían “cercanas al pueblo”, pero yo sabía que era mucho más que eso.
Cada risa infantil, cada mano curtida que nos estrechaba con gratitud, era un recordatorio de que nuestra posición no era un privilegio para ostentar, sino una responsabilidad.
Selene, no dejaba de mirar por la ventana con ojos brillantes.
—¿Crees que hoy veremos al príncipe de Lórienne?. —preguntó, mordiéndose el labio con esa emoción ingenua que solo ella podía tener.
Diane la miró con gesto severo, aunque sus labios dibujaban una sonrisa contenida.
—Venimos a llevar medicinas y mantas, no a coquetear, Selene.
Yo no pude evitar reír suavemente, ajustándome el manto azul que cubría mi vestido sencillo.
—Mientras no olvides tu cometido, hermana, nadie podrá juzgarte por querer mirar más de la cuenta.
Selene rodó los ojos, y por un instante, la tensión desapareció. Pero apenas los cascos de los caballos tocaron las calles empedradas del poblado, recordé el peso que nos aguardaba.
Los aldeanos, humildes y sencillos, nos recibieron con sonrisas y reverencias. Había hambre en sus ojos, cansancio en sus cuerpos. Y sin embargo, no faltaba en ellos la dignidad.
Ayudamos a repartir pan y ropas. Diane escuchaba con paciencia las quejas sobre impuestos, mientras yo me inclinaba para secar el rostro de un niño con fiebre. Selene sostenía la mano de una anciana, como si bastara su ternura para curar heridas.
Entonces, una mujer de mediana edad, con el rostro curtido por el trabajo, tomó mi muñeca con firmeza.
—Vuestra Alteza… —su voz temblaba—. Todo esto que nos dais es un alivio. Pero… ¿hasta cuándo soportaremos las exigencias de los Veyra–Drakemore?
El nombre cayó como plomo en el aire. Diane se tensó; Selene bajó la mirada. Yo inspiré hondo antes de responder.
—Mientras yo tenga voz, no permitiré que su sombra siga oprimiendo nuestras tierras —dije con firmeza.
La mujer me soltó lentamente, inclinándose con un respeto teñido de esperanza. Y ahí, entre las calles polvorientas del poblado, recordé la historia que ardía como una herida en mi pecho.
Los Veyra–Drakemore no siempre fueron nuestros enemigos. Pero hace décadas, cuando las cosechas fallaron y nuestro reino pidió apoyo, ellos no enviaron trigo ni soldados: enviaron saqueadores. Tomaron tierras que no eran suyas, arrancaron familias de sus hogares, y marcaron nuestras fronteras con sangre. Desde entonces, todo Ravensburg veía en ellos no aliados, sino verdugos.
Para mí, Ellos eran la representación de todo lo que estaba mal: la codicia disfrazada de poder, el desprecio hacia los más débiles.
Mientras entregaba una hogaza de pan a un anciano, mi corazón ardía con una única certeza:
Nunca confiaría en esa familia.
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