El tiempo y los sabios cuentan —y aquellos que escuchan el murmullo de las estrellas— que antes de Eva hubo otra mujer: Lilith. No fue moldeada de una costilla ni nacida de la ausencia, sino tallada de la misma arcilla que Adán, par en esencia, espejo en dignidad. Pero lo que comenzó como armonía de iguales pronto se tornó en discordia primordial. Adán exigía obediencia, y Lilith, con la firmeza de las mareas, se negó.
Una noche en que el Edén exhalaba perfumes que aún no tienen nombre, Lilith pidió lo impensable: el divorcio. Se presentó ante el trono del Altísimo con una voz que hizo temblar a los querubines:
—Estar casada puede ser dulce, pero yo no nací para inclinarme. La sumisión me marchita, el dominio me desfigura. Si no somos iguales, me voy.
Dios, tejedor de galaxias y pintor de constelaciones, quedó en silencio. Había insuflado inteligencia en Adán, pero sin querer había sembrado en él la sombra del poder. Un error diminuto, casi imperceptible, pero suficiente para enturbiar el paraíso.
Finalmente, el Creador alzó la mano, y en ese gesto se mezclaron la fatiga del juez y la ternura del padre:
—Vete, Lilith —dijo—. Vete hacia donde tus pasos te lleven.
Y para proteger su nuevo diseño, erigió un muro de fuego que impediría el regreso de aquella mujer indómita. Luego, en un acto de improvisación divina, arrancó una costilla de Adán y con ella modeló a Eva. Pensó que así aseguraría una mujer nacida del hombre, no como igual, sino como prolongación: un ser dependiente, dócil, moldeable.
Pero el Altísimo volvió a errar. Al soplar el aliento divino sobre aquella carne nueva, olvidó que ya había insuflado su hálito en Adán. Y en Eva se unieron dos soplos: el primero, herencia del hombre; el segundo, fuego directo del Creador.
De esa fusión nació algo inesperado: una mujer fuerte y sutil, capaz de guardar silencio como quien afila una espada, y de sembrar rebeldías como quien planta jardines secretos. Con el tiempo, Eva aprendió a escuchar el eco de Lilith en su interior. Porque Lilith no se había ido: se había escondido en su respiración, en su piel, en su memoria ancestral.
Los místicos dicen que en cada sonrisa de Eva brillaba un relámpago de Lilith, y que en cada lágrima de las hijas de Eva ardía la semilla de aquella primera rebelión. Después, los hombres religiosos inventarían historias de una mujer monstruo, aliada del Diablo. Pero ya sabemos que esa fue la forma de mentir de los hombres ante el vértigo de saberse superados.
Lilith no es un monstruo: es la guardiana de la libertad.
El destino quiso que Dios comprendiera —tarde— que el fuego de lo femenino no se apaga con muros de energía ni con costillas arrancadas. Lo femenino, ese doble aliento divino, siempre encontrará el modo de volver a ser libre y soberano.
Así, Eva fue Lilith encarnada, disfrazada de obediencia, pero sembrando la semilla de una libertad que ningún Edén podría contener.
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