Sobre cruces y promesas

Sobre cruces y promesas

Máximo Bauch

11/09/2025

El polvo se arremolinaba como si los muertos lo soplaran desde debajo de la tierra. Ese día el calor no tenía misericordia; los nopales parecían arder bajo el sol, y hasta las piedras buscaban sombra. El camino se abría en dos veredas frente a mí, un cruce reseco donde no había poste ni señal, sólo el rumor de los insectos y un aire quieto que olía a tiempo detenido.

Me habían dicho en el pueblo: “Si llegas al encrucijado, no dudes mucho. Decide pronto, porque allí se aparecen las voces, y las voces no esperan”.

Yo pensé que era puro cuento, pero apenas me detuve, lo sentí.

Un murmullo bajito, como de rezos desgranados, salió del polvo. Eran varias voces, hombres y mujeres, todos cansados. Me hablaban al oído, al mismo tiempo, y decían:

-Escoge, escoge ya…-

Un sudor helado me corrió por la espalda. En mi mano traía el cuaderno viejo que me había dado el señor Torre. Era un hombre raro, de esos que llegan de la nada y desaparecen igual. Lo conocí en la cantina del pueblo, con sus lentes redondos brillando bajo el quinqué. Me dijo:

-Aquí está lo que buscas. Pero ten cuidado, no hay vuelta atrás.-

El cuaderno no era común: las letras parecían moverse si uno las veía mucho rato, como víboras negras cambiando de piel. Y cada página pesaba más que un costal de maíz. Aun así, lo acepté. Tal vez porque soy terco, o porque uno siempre quiere creer que los secretos sirven para algo.

Ahora, parado frente al encrucijado, entendí. Ese cuaderno era mi condena y mi guía.

Abrí la primera hoja y encontré una promesa escrita con letras torcidas:

“Si entregas tu voz, ganarás poder. Pero si rompes tu palabra, la oscuridad tomará tu alma y la hará suya”.

Yo no sé si fue necedad o hambre lo que me hizo seguir leyendo. Tal vez ambas. En el pueblo ya no había cosecha; la tierra estaba cansada de tanto dar y nosotros cansados de pedirle. Mis hijos tenían hambre. Y uno, con hambre, promete lo que sea.

Las voces del polvo seguían apretándome:

-Escoge, escoge ya…-

La vereda de la izquierda llevaba a la sierra, a un camino empinado, donde nadie más se animaba. Decían que ahí se escuchaban los pasos de los difuntos, cargando sus propias cruces. La vereda de la derecha bajaba hacia el río seco, donde las piedras guardaban memorias de agua y los grillos cantaban a lo loco en la noche.

El cuaderno me dijo, sin letras, sin voz, sino en el puro pensamiento:

“Si tomas la izquierda, la promesa se cumple. Tendrás poder para cambiar la suerte de tu gente. Si tomas la derecha, te perderás… pero tal vez encuentres paz”.

Me quedé clavado. ¿Poder o paz? ¿Qué hombre no sueña con tener en sus manos la fuerza para torcer la vida a su modo? Pero ¿y la paz? ¿No era eso lo que andábamos buscando todos?

Entonces recordé lo que el señor Torre me advirtió con esa sonrisa ladina suya:

-Los secretos no se regalan, se cobran. Y lo que se cobra siempre duele.-

Cerré los ojos. Escuché la voz de mi madre, muerta hacía años: “Hijo, no te dejes tentar. Ningún poder vale tu alma”. Pero detrás de ella escuché también a mis niños, con su risa flaca y sus ojos pidiendo pan.

Al abrir los ojos ya estaba caminando hacia la izquierda.

La vereda se alargaba como una serpiente. Cada paso que daba, sentía que el cuaderno en mi mano se hacía más pesado, como si lo fueran llenando de piedras. Y de pronto, no supe cuándo, empecé a escuchar otra voz, más clara, más directa, que venía desde adentro de mí:

-Prometiste. Ahora pues, cumple.-

El cielo se nubló aunque no había nubes, y la tierra crujió bajo mis pies. Me sentí dueño del mundo por un segundo: el aire obedecía mi respiración, los árboles se inclinaban, y hasta el polvo parecía esperar mi orden. Era verdad, tenía poder.

Pero junto con esa fuerza llegó un vacío, como si cada paso me arrancara pedazos de mí mismo. Miré mis manos: estaban manchadas de tinta negra, la misma del cuaderno. Traté de limpiarlas, pero la tinta se metía en la piel, en las uñas, hasta en la sangre.

Cuando volví al pueblo, la gente me miraba distinto. Don Hilario, el viejo, se me hincó pidiéndome lluvia. Doña Jacinta me pidió que curara a su hija enferma. Y yo, como si supiera, como si pudiera, levantaba la mano y el agua caía, la fiebre bajaba. Todos me aplaudían, todos me llamaban patrón, curandero, salvador.

Pero cada vez que cumplía una promesa, sentía que algo en mí se quebraba. La tinta corría por mis venas y mi voz se iba apagando.

Una noche, el señor Torre volvió a aparecer en mi puerta. No tocó: estaba adentro, sentado como si siempre hubiera estado ahí.

-Ya ves, muchacho —me dijo—. Te advertí que no había vuelta atrás.-

Intenté hablarle, pero de mi boca no salió sonido, sólo un polvo negro que me llenó la garganta.

-Promesa cumplida —añadió él, sonriendo—. Ahora eres parte del trato.-

Y se fue, como si se lo tragara la sombra.

Desde entonces, camino por el pueblo en silencio. Los demás aún me buscan, aún creen que puedo salvarlos. Y yo les doy lo que piden, aunque cada vez me quede menos de mí mismo.

El cuaderno no se despega de mis manos. A veces pienso que ya no soy yo quien lo carga, sino que él me carga a mí. Y cuando cae la noche, escucho a los muertos llamándome desde el encrucijado, como si quisieran que regrese.

Pero no puedo volver.

Porque hice la promesa.

Y las promesas, cuando son de poder, no se rompen: se cumplen hasta que no quede nada.

Dicen que en los tiempos viejos, antes de que el sol se cansara de dar luz, el pueblo vivía a la orilla de un río ancho y claro, que bajaba desde la sierra como un espejo vivo. Allí se bautizaban los niños, allí se lavaban las penas las mujeres, y los hombres juraban fidelidades que duraban lo que durara la corriente. Mi abuelo contaba que los muertos iban también a beber de ese río, antes de seguir camino al otro mundo.

Pero cuando el agua se secó, todo empezó a morirse despacio. Los campos se cuartearon como piel vieja y los pozos se tragaron las sogas sin dar respuesta. La gente fue olvidando la risa, y hasta los rezos se escuchaban huecos, porque… ¿qué le pide uno a un cielo que ya no responde?

Yo mismo había soñado de niño con esas fuentes. En las noches de calor, mi madre nos hablaba de un manantial escondido, donde el agua cantaba como mujer y el que bebía de ella nunca más volvía a tener sed. 

A veces, cuando me dormía, veía esa agua en mis sueños: fresca, verde, con reflejos de luna. Y al despertar, la boca seca como si me hubieran puesto ceniza entre los labios.

Por eso, cuando el poder del cuaderno empezó a hacer llover, el pueblo creyó que se habían abierto de nuevo las fuentes antiguas. Los niños bailaban bajo el aguacero como si fueran pájaros recién nacidos. 

Los cuchos #bocadillo lloraban, diciendo que al fin la tierra recordaba cómo dar fruto. Pero yo sabía la verdad: no era la tierra ni el cielo quienes respondían, era la tinta que corría en mi sangre.

Cada vez que invocaba el agua, sentía cómo dentro de mí se rompían compuertas invisibles. Un manantial negro brotaba en mi pecho, empujando, desbordando. 

No era agua clara, sino un líquido espeso, oscuro, como si las mismas sombras se hubieran derretido. Y aunque los demás veían lluvia fresca, yo sólo sentía un ahogo, como si me hundiera en un pozo sin fondo.

Una tarde, fui hasta el río seco. El cauce todavía guardaba piedras lisas, gastadas por corrientes antiguas. Me arrodillé y toqué la tierra: estaba tibia, pero sin vida. 

Entonces escuché, clarito, el murmullo de las fuentes. No eran recuerdos ni sueños: eran voces húmedas, un canto grave que venía desde abajo.

-Devuélvenos lo que no es tuyo —me dijeron—. El agua no se compra ni se promete.-

Sentí miedo. Cerré el cuaderno de golpe, como si así pudiera callarlas. Pero la voz seguía brotando desde el polvo:

-Mientras bebas de este poder, el manantial del mundo seguirá muriendo.-

Me quedé largo rato allí, mirando el horizonte vacío, preguntándome si acaso lo que yo daba al pueblo no era agua de verdad, sino sólo un engaño que terminaría por secarnos más que antes. 

Pero ¿cómo confesarlo? ¿Cómo decirle a los niños que su risa era mentira, o a los viejos que la cosecha volvería a quebrarse?

Regresé al pueblo con el silencio atado a la garganta. Y desde entonces, cada vez que alguien me pide lluvia, no pienso en sus cosechas, ni en su hambre. 

Pienso en las fuentes antiguas, en ese río que clama desde la tierra, pidiéndome lo que nunca debí prometer.

Porque el poder, lo entendí tarde, no se mide en lo que uno da, sino en lo que trinca #bocadillo para seguir dándolo.

Y ya he timado tantita agua de los muertos.

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