Hay días en los que el cuerpo pesa más de lo normal. Días en los que la mente se convierte en un laberinto de recuerdos, de sueños en pausa, de silencios que gritan. Días donde la nostalgia parece ganar y la declaración se sienta a nuestro lado como una sombra difícil de apartar.
En esos momentos, cuando ya no queda fuerzas para luchar con palabras ni con razones, surge un gesto sencillo y poderoso: levantar las manos.
Levantar las manos es un acto de rendición, pero tambien de fe. Es reconocer que el dolor, las pérdidas y las luchas internas son demasiado pesadas para llevarlas solas. Es aceptar que hay heridas que no se curan con lógica, sino con esperanza.
En la depresión, la mente susurra que nada tiene sentido. En la nostalgia, los recuerdos insisten en que lo mejor ya pasó. En los sueños en pausa, sentimos que cuestionan nunca llegarán. Pero alzando las manos, abre una puerta invisible: la del abandono en Dios, la del decano en lo eterno, la del consuelo que no depende de circunstancias.
Ese gesto es oración sin palabras. Es decirle al cielo: “Ya no puedo más… pero sé que Vos sí podés”. Y en ese instante, algo cambia. No desaparece el dolor, pero aparece la certeza de que no estamos solos.
Levantar las manos es aceptar nuestra fragilidad y, al mismo tiempo tiempo, encontrar fortaleza en medio del silencio. Porque a veces, cuando todo se detiene, lo único que nos queda es creer… y eso también basta.
«Alzaré mis ojos a los montes; ¿de donde vendrá mi socorro?
Mi socorro vio de Jehová, que hizo los cielos y la tierra.»
Salmos 121:1-2
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