Nadie recuerda exactamente cuándo se detuvo la primavera. Solo saben que, desde entonces, el sol apenas calienta, la vegetación se pudre en sus raíces y el cielo conserva un tono gris enfermizo que ni la lluvia limpia.
Yo tampoco debería recordar, pero lo hago.
Estaba en lo profundo de la selva de Yucatán, siguiendo los pasos de mi hermano desaparecido. El telegrama que me envió semanas antes de callar para siempre solo decía: «Lo encontré. Promete poder, pero exige algo a cambio.»
Lo encontré en el fondo de un templo ciclópeo, oculto bajo capas de tierra, lianas y siglos. En su altar de piedra, cubierto de musgo y huesos humanos, descansaba el ídolo: una figura grotesca de cuatro caras enfrentadas, cada una con una boca abierta como en un grito congelado.
Una inscripción tallada en náhuatl antiguo serpenteaba alrededor de la base. La traduje con esfuerzo:
Elige una boca. Habla, y será escuchado. Pero algo será tomado
Estaba en una encrucijada. Podía regresar con la prueba fotográfica del hallazgo, venderla a algún museo de universidades extranjeras. Vivir modestamente, lejos del horror. O bien… podía hacer la pregunta que llevaba años carcomiéndome: ¿Dónde está mi hermano?
Extendí la mano. Mis dedos temblaban, no por miedo, sino por el ansia de saber. Elegí la boca del este: la que sonreía.
Susurré la pregunta. El aire se congeló. El ídolo respondió… pero no con palabras. En mi mente, como un cuchillo empapado en hiel, surgió una visión: mi hermano, de rodillas, encadenado en un círculo de símbolos arcanos, rodeado por sombras que no proyectaban silueta. Su mirada imploraba… y entonces se desvaneció.
Grité. Me desplomé. Al recuperar el aliento, noté que la mochila a mi espalda estaba abierta. Y que faltaba algo.
Mi cuaderno de notas. Años de investigación. Mapas, traducciones, nombres. Todo… devorado por la selva sin rastro alguno. Era el precio. Algo será tomado.
Regresé a la ciudad con la imagen grabada en mi mente. No dije nada a nadie. Empecé a buscar, a leer, a consumir lo prohibido. A hacer promesas que no podía romper.
En una librería oculta en las catacumbas del viejo convento de la Soledad, encontré el libro. «R’lyadesh XX» —la Promesa de Poder, decían los márgenes manuscritos. Lo abrí y sentí cómo la tinta ardía en mis pupilas.
Aprendí que el ídolo era solo un centinela. Un heraldo de algo mucho peor: Yphor-Zenn, el Que Espera Entre Estaciones. Su prisión era débil. Mi hermano, un oferente involuntario. Y yo… el único que podía actuar.
Pero nada es gratis. Cada conjuro que aprendía exigía algo a cambio. Sangre. Recuerdos. Trozos de mi cordura. La ciudad empezó a desmoronarse a mi alrededor. El cielo, más oscuro. Las plantas, más frágiles. Yo más fuerte… y más solo.
Entonces supe: tenía que volver al ídolo.
La selva era ahora un cementerio de raíces secas. No cantaban los pájaros. Ni siquiera los insectos se atrevían a morderme. Todo callaba.
Cuando llegué al templo, el ídolo tenía solo tres bocas.
Mi elección lo había cambiado.
Tenía que elegir otra. Cada boca ahora mostraba un rostro más humano. Uno se parecía a mi madre. Otro… a mí.
Tomé el libro, lo abrí y leí las palabras finales. Las que no debía pronunciar. Las que prometían poder real.
El ídolo me ofreció la última elección:
-
Obtener la fuerza para liberar a mi hermano… pero perder mi rostro, mi identidad, mi humanidad.
-
Perder la oportunidad para siempre… pero sellar a Yphor-Zenn en su prisión durante mil años más.
Lloré. Reí. Luego lloré de nuevo. Pensé en el mundo. Pensé en mí.
Y elegí.
Nadie recuerda exactamente cuándo volvió la primavera.
Solo saben que las flores brotaron de pronto, sin aviso. Que el sol calentó como nunca. Que las pesadillas cesaron.
Solo una estatua nueva apareció, frente al antiguo templo. Una figura de piedra con tres bocas selladas… y una cuarta boca abierta. En ella, un rostro congelado en un grito eterno.
El mío.
Una nota en su mano de tres dedos:
Incluso la persona más pequeña puede cambiar el curso del futuro.
Decía a continuación:
«Nadie esperaba que Hugo Fernández, archivista nocturno del Museo de Antropología de México, tuviera algún tipo de impacto en la historia del mundo.
Pequeño, delgado, con gafas empañadas y una alergia crónica al polvo, Hugo había pasado más de una década clasificando piezas olvidadas en la sección de “objetos no catalogados”. La mayoría eran fraudes evidentes o donaciones de dudosa procedencia. Hasta que, una noche sin luna, llegó la caja de Yucatán.
Estaba marcada con símbolos mayas deformados. Dentro, protegida por telas podridas y sal negra, había una figura de piedra: un ídolo con cuatro caras, cada una con una boca abierta. Era la viva imagen del miedo.
Hugo no sabía nada de arqueología práctica, pero algo en su interior se estremeció. Sintió que el ídolo lo miraba. Que lo conocía.
Esa noche no pudo dormir. Soñó con un bosque muerto, con voces que cantaban en un idioma prehumano. Soñó con un libro, encuadernado en piel, con letras que se retorcían al mirarlas.
A la mañana siguiente, encontró el libro en su escritorio. «R’lyadesh XX». No había duda: era el mismo del sueño.
La biblioteca no lo tenía registrado. Ningún catálogo lo reconocía. Sin embargo, el libro lo aceptó. Las páginas se abrían solas cuando él las tocaba. Lo leía con facilidad, aunque el idioma le era desconocido.
Cada noche, aprendía algo nuevo. Palabras de poder. Nombres prohibidos. Y al final, la verdad: el ídolo era una puerta. No simbólica. Literal.
Una boca para cada posibilidad. Una encrucijada entre realidades.
Y la promesa:
El que que hable ante la cuarta boca decidirá el destino del mundo
Hugo se rió al principio. ¿Él? ¿Decidir algo más que si tomaba té o café? Pero el libro lo urgía. Le hablaba en sueños. Le mostraba imágenes del futuro: ciudades sumergidas en sombra, océanos hirviendo, cuerpos sin ojos flotando en el cielo.
Y una constante: él, siempre de pie frente al ídolo, pronunciando palabras que no debían ser pronunciadas.
Una noche, el museo quedó vacío. Hugo bajó con el ídolo a la sala subterránea, donde se guardaban las piezas olvidadas.
Encendió las velas negras, como indicaba el libro. Dibujó el círculo de ceniza y cuarzo. Abrió la boca correcta.
El aire se volvió denso. Las sombras se alargaron. Y una voz, su voz pero más vieja, habló desde el ídolo:
— ¿Qué eliges, Hugo? ¿El fin del horror… o su principio?
Tuvo miedo. Pero también una certeza que nunca había sentido. El tipo de certeza que solo poseen los héroes o los locos.
Y entonces dijo:
— Que yo recuerde… que los demás olviden.
El ídolo tembló. Una luz imposible surgió de su interior. El libro ardió en llamas negras y desapareció.
Cuando los vigilantes encontraron a Hugo, dormía en el suelo. No recordaba nada del ídolo, del libro, ni de la ceremonia. Solo pensaba que había tenido una pesadilla extraña sobre bocas que hablaban.
El ídolo… no volvió a hablar. Sus bocas se sellaron.
El museo lo envió a un almacén olvidado. Hugo volvió a clasificar cerámicas sin importancia.
Pero esa noche, la primavera volvió al mundo.
Y nadie supo por qué.»
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