Mudanza
Cerró la caja y etiquetó: “Primer cajón de la cocina”. La arrimó con las demás: “ollas”, “tuppers”, “platos y vasos», etc. Con esta última caja, la cocina estaba lista. El camión pasaba la mañana siguiente a las 10, y todavía le quedaba embalar las cosas del baño, el living y la habitación. ¿Cómo podían entrar tantas cosas en un dos ambientes?
Abrió su armario y lo dejó vacío mientras formaba una gran cordillera de ropa sobre la cama. En ese preciso momento se acordó de que todavía no había dado de baja el servicio de internet. Se acostó sobre la ropa y llamó a la empresa. Música de espera. Miró la hora, todavía no era el mediodía, pero dudaba si iba a llegar. Su lista mental de tareas se difuminaba. No podía priorizar y sabía que tenía que resolverlo todo en ese día. Ella podía, era fuerte y siempre había podido sola. Pero esta vez… esta vez algo era distinto. Su corazón se aceleraba y retumbaba contra su pecho. Sentía que el aire se volvía denso, como si la habitación se hubiese encogido, y un nudo tomó fuerza en su garganta. Ya podía anticipar un llanto desconsolado. ¿Y si esta vez no lo lograba sola?
No había tiempo para escenas dramáticas, fue a la cocina, abrió una caja y sacó una copa. Se sirvió un Cosecha tardía que estaba olvidado en el fondo de la heladera y tomó un trago. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó que el sabor la envolviera. El dulzor se desplegó en su paladar para dar paso a la sutil caricia amarga del alcohol en su garganta. El vino, tan noble como compañero, logró suavizar su respiración y su ritmo cardíaco.
Con el sabor del último trago en la boca, tomó las bolsas de basura, las tiró en el pasillo del edificio y volvió a la habitación para continuar con su valija. Ordenó las remeras y los pantalones y los acomodó sobre la cama para empacar luego. Sacó un cajón del placard y lo volcó. Cayeron incontables chucherías y objetos que no recordaba tener. Los juntó en una bolsa de supermercado sin prestar demasiada atención a ninguno en particular, salvo uno… un papel: una entrada de un recital de rock que alguna vez había sido amarilla. La observó desconcertada con el precio, 650 pesos. ¿Cuánto saldría un campo ahora? Tal vez por eso no había vuelto a ver a esa banda en vivo. Pero ¿por qué había dejado de escucharla? Le pareció que era una buena banda para musicalizar lo que quedaba de embalaje, puso Youtube en la tele y se reprodujo una melodía lejanamente familiar: “comprender, aceptar. Hicimos nuestro camino al caminar”. Sonaba una voz con tono reflexivo. Las notas parecían resonar en su pecho. Una punzada le atravesó el corazón y la invadió un vacío gélido. Observaba las imágenes del video, el líder de la banda cantaba frente a una multitud apasionada, en algún momento había sido una de ellos, pero ya no pertenecía ahí. Creía no pertenecer a ningún lugar. Sus ojos se humedecieron y con el correr de la canción su llanto se volvía cada vez más intenso. Sentada tipo indio en la punta de la cama, se acurrucó sobre sus piernas. Sintió sus lágrimas frías en sus muslos.
Un ruido en el living la hizo incorporarse de un solo envión, quedó paralizada y fijó la mirada en la puerta de la habitación.
— Solsu—Llamaban desde la entrada.
¿Solsu? Solo una persona le decía así. En ese instante Agustina se asomó y golpeó la puerta con suavidad.
—Tenías la puerta abierta, tarambana—dijo Agustina.
Sol la miró algo desconcertada y se secó las lágrimas para disimular su angustia, no quería dar explicaciones.
—¿Te vas a quedar mirando así como una boluda? Dale, que, por lo que veo, te falta una banda para terminar de embalar todo—dijo mientras agarraba una de las pilas de remeras para guardarlas en la valija.
Juntas, la mudanza no parecía un objetivo inalcanzable.
Agustina armaba la valija y cantaba el tema que sonaba en la lista de reproducción, solían pasar mucho tiempo juntas, sin hablar, cada una en la suya pero acompañadas. Su compañía silenciosa le brindaba seguridad, una presencia confortable.
—Amo este tema. ¿Te acordás cómo explotó cuando fuimos al Obras?—Rompió el silencio Agustina.
—Acomodando el cajón encontré la entrada. ¿Te acordás cuánto la pagamos? ¡650 pesos! Una locura.—
—Y eso que costó juntarla—contestó entre risas.
Terminaron de embalar la ropa, vaciaron las mesitas de luz y desatornillaron los estantes, que supieron ser una biblioteca. Sol sintió la pesadez del día de trabajo en sus hombros y supo que necesitaban un descanso.
—¿Preparo un mate?—irrumpió.
—Pero no le pongas ninguno de tus yuyos asquerosos.—
Sol se dirigió a la cocina. Puso el agua en la pava y la encendió. Preparó el mate, y, mientras le sacaba el polvillo, la invadió una sensación de intranquilidad. Percibió un silencio ensordecedor en toda la casa. La angustia comenzó a ahogarla, percibió el inminente retorno de las lágrimas.
Volvió a la habitación con el mate y el termo y la observó. La valija con ropa abierta sobre la cama, las cajas con las cosas de las mesas de luz y libros, los estantes apoyados sobre la pared de forma vertical. Estaba sola.
Se sentó en la cama y se cebó el primer mate.
Tomó su celular y abrió Instagram, había una historia de Agustina de hacía pocos minutos en un café de especialidad, una taza con el dibujo de un corazón, pensó en reaccionar pero se contuvo. Abrió la conversación de ambas en Whatsapp. Los últimos mensajes eran de hace seis meses, todos de Sol: “Que onda? desaparecida”, “Queria saber si estabas bien”, “Me gustaría que hablemos algún día de estos”. Doble tilde azul, ninguna contestación.
Bloqueó el celular y observó su habitación desmantelada.
En las paredes se podía percibir la huella que habían dejado los estantes, una mancha de suciedad delataba casi a la perfección donde había estado la madera. También se veían algunos agujeros de viejos clavos y tornillos que sostuvieron las ménsulas y algunos cuadros. Ahora solo eran huecos profundos, como heridas abiertas, testigos silenciosos de lo que alguna vez estuvo allí.
El suelo tenía algunas zonas más claras, lugares donde, hasta hacía poco tiempo, habían descansado muebles. Le pareció extraño cómo la ausencia podía marcar tanto como la presencia. Se levantó y recorrió la pared con las yemas de sus dedos, como si acariciara un recuerdo.
Siempre le pasaba lo mismo, en los momentos difíciles su antigua amiga se le venía una y otra vez a la mente. Pero ella ya no era parte de su vida, no sabía bien por qué, no había recibido ninguna explicación. Ya era momento de darle un final.
Buscó una foto de las dos. Encontró una de su cumpleaños de 30; habían quedado inmortalizadas fundidas en un abrazo, ajenas de la distancia que existiría entre ellas. La metió dentro de una cazuela de barro, junto a la entrada del recital de rock. Puso una canción con su celular y mientras susurró “Hasta siempre, amiga” dejó caer un fósforo encendido. Entregó al fuego todo su dolor, deseaba que lo transforme en algo nuevo para ambas. Nunca había tenido una despedida y ella la necesitaba para continuar. Mientras la canción lamentaba: “Yo me propuse superar tu ausencia a pesar del dolor”, las llamas deshacieron lo único que
perduraba de su amistad.
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