Había un runrún que se repetía entre los más jóvenes (bueno, también viejos) del taller de escritura de Fuentetaja, pero cruzando el Atlántico, en Buenos Aires. No lo decían con la solemnidad de una noticia importante, sino como se cuentan esas historias que parecen una mezcla de superstición y experiencia, con un dejo de complicidad.
Se murmuraba que cada tanto aparecían un par de cartas en manos de alguien que estaba en el momento justo de su vida. No se trataba de un juego ni de un truco de los organizadores, sino de señales. Decían que esas cartas no eran casualidad: venían a señalizar un camino.
Rocío lo escuchó en su primera tarde en el taller. Estaba re nerviosa, con esa sensación de desubicación que uno siente al meterse en un grupo armado, como cuando llegás al cumpleaños de un amigo y todos ya se conocen de antes.
Se acomodó en una mesa del fondo, con su cuaderno nuevo con olor a perfume, tratando de no llamar la atención. Una mujer mayor, de pelo blanco cortado al ras y una voz con tono de barrio, le sonrió y le dijo:
-Tranquila, nena, acá no venimos a competir. Venimos a escribir… y a veces a que nos pasen cosas raras.-
Rocío rió bajito, sin saber muy bien qué contestar. Pero esa frase se le quedó dando vueltas.
Al día siguiente, en su casa, abrió el cuaderno para anotar unas ideas y encontró algo que no había estado ahí antes: una carta doblada en dos, con un papel amarillento, como de otro tiempo.
En el frente, sí, ¡en la frente!… tenía dibujado un libro cerrado. Es decir, ¡WTF! El símbolo de la tapa parecía moverse cuando lo miraba fijo: a veces se veía como un círculo, a veces como una espiral, y otras como un ojo entrecerrado.
Abajo había una frase escrita en tinta gastada:
“Experimentá lo maldito, porque hasta la sombra guarda su enseñanza.”
Sintió un cosquilleo en el estómago. Podía ser una joda de alguno de los del taller, pero había algo en esas palabras que le resultaba demasiado personal.
No era un susto, era más bien un llamado. Durante un segundo pensó en tirarla a la basura, pero no pudo. La volvió a guardar en el cuaderno.
Esa noche, mientras intentaba escribir frente a la compu, notó que había un archivo nuevo en el escritorio. Llevaba por nombre “El hombre sin rostro”. Lo abrió, y lo que vio la dejó helada: eran treinta páginas completas de un relato que ella no recordaba haber escrito.
Era la historia de un tipo que se había dejado arrastrar tanto por las opiniones ajenas que un día se dio cuenta de que su cara ya no era suya, sino el reflejo de todos los demás.
Un personaje vacío, que se había perdido a sí mismo.
El miedo le erizó la piel, pero al mismo tiempo sintió que el texto hablaba de ella. De sus silencios, de sus concesiones, de las veces que había bajado la cabeza para no discutir, para no hacer quilombo.
Como si esa historia no hubiera nacido de sus manos, sino de algo más profundo, algo que llevaba años guardado y que se había escrito solo.
Pasaron varios días en los que quiso convencerse de que era todo una pavada. Que tal vez había tipeado en estado de trance, o que se había confundido de archivo.
Pero el destino no suele dejar las cosas a medias. NUNCA. Una tarde, hojeando un libro prestado de la biblioteca del taller, otra carta cayó al piso.
Esta vez el papel no era viejo y oscuro, sino claro, casi brillante. La ilustración mostraba a una mujer parada en medio de una encrucijada: dos caminos iguales, cubiertos de sombra.
Debajo, una frase escrita con letra firme:
“Cuando llegues a la encrucijada, acordate: todo camino te lleva, pero no todos te traen de vuelta.”
Ro tragó saliva. No necesitaba que nadie le explicara qué significaba. No era una metáfora cualquiera.
Sabía que estaba frente a una elección que no tenía nada que ver con concursos ni con literatura, sino con su propia vida.
Podía seguir escribiendo de forma correcta, imitando estilos, tratando de quedar bien. O podía arriesgarse a escribir con el corazón abierto, aunque eso significara exponerse, equivocarse, mostrar lo que realmente llevaba adentro.
Esa noche, sin pensarlo demasiado, se sentó de nuevo frente a la compu. No buscó inspiración en ninguna parte, no intentó sonar ‘lit’. Cerró los ojos y se preguntó: “¿Qué es lo que nunca me animé a decir?” Y empezó a escribir.
Las palabras salieron como un desborde. Escribió sobre su infancia en Avellaneda, sobre los veranos pegoteados de calor en los que se escapaba a leer en la terraza mientras sus primos jugaban a la pelota.
Escribió sobre la muerte de su abuela, la única persona que le había dicho sin vueltas: “Vos tenés voz, nena. No la calles por nadie.”
Escribió sobre las veces que había elegido callarse en el trabajo para no quedar como conflictiva. Sobre la bronca de haberse guardado palabras que la incendiaban por dentro.
Cuando terminó, tenía los ojos empapados. No eran lágrimas de tristeza, sino de alivio. Era como si al fin se hubiera sacado una mochila gigante de encima.
Con el paso de las semanas, el texto creció. No paró de hacerlo. Lo compartió en el taller. Nadie habló de cartas ni de símbolos raros. Pero todos coincidieron en algo: ese relato tenía un fuego distinto. No porque fuera perfecto, sino porque estaba vivo.
Después de la lectura, el veterano de barba canosa se le acercó y le dijo bajito:
-Cuando uno escribe desde la verdad, se nota. Y cuando elige con el corazón, aunque se cague de miedo, encuentra un poder que no se aprende en ningún lado.-
Rochi no le contó nada de las cartas. Pero en su interior supo que él también había pasado por algo parecido. Porque le habló con esa naturalidad de quien reconoce en el otro el mismo secreto.
Desde entonces, cada vez que sentía la tentación de callarse o de escribir lo que los demás esperaban, volvía a recordar la segunda carta: -Todo camino te lleva, pero no todos te traen de vuelta.-
Entonces respiraba hondo y volvía a elegir.
No importaba cuántas dudas tuviera, porque había comprendido lo esencial: las cartas no aparecían para premiar escritores, sino para despertar buscadores.
Y esa era la verdadera, y la única, promesa que guardaban.
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