La tarde caía como un manto de cobre sobre la ciudad. Los últimos rayos del sol, alargados y densos, se deslizaban sobre los techos de tejas, arrancaban destellos de las cúpulas y se deshacían en el aire perfumado con los jazmines del verano porteño. En aquel cuarto olvidado de una casona antigua, donde las maderas crujían como testigos cansados, reposaba un libro de lomo oscuro y letras que parecían arder bajo la luz vacilante.
Clara había llegado allí como quien obedece a un mandato secreto. Nieta de inmigrantes gallegos que habían cruzado el océano en busca de un horizonte mejor, había crecido con los relatos de privaciones y valentía que su abuela repetía junto al brasero en noches de tormenta. Sin embargo, en ella latía una inquietud distinta: no le bastaba con la supervivencia, ni con la tierra conquistada con sudor y esperanza. Algo la llamaba más allá de lo visible, como un eco que la empujaba a interrogarse sobre el sentido de toda búsqueda.
El libro, decían, contenía la promesa de poder. Pero ese poder no se parecía al de los políticos que se disputaban la Plaza de Mayo, ni al de los caudillos provinciales que reclamaban obediencia en nombre de la patria. Era otra cosa, más íntima y más devastadora. El poder de mirar de frente la trama oculta que gobierna los destinos, de escuchar los murmullos que se esconden entre lo sagrado y lo maldito.
Clara había recorrido caminos polvorientos, se había mezclado con gauchos solitarios y con damas de tertulia que hablaban en susurros de libros prohibidos. Había perdido amores, porque ningún hombre pudo acompañar su obstinación sin sentir que ella pertenecía a un mundo que no alcanzaban a comprender. Y ahora estaba allí, en la penumbra de la biblioteca familiar, enfrentada a ese volumen que parecía latir con vida propia.
Su mano tembló al rozar el lomo. No era temor lo que la invadía, sino una certeza extraña: la de que al abrirlo pondría en juego no solo su destino, sino la memoria de todos los que la habían precedido. Sintió, con un estremecimiento, que las voces de mujeres anónimas —sus abuelas, las que habían cruzado el océano con apenas una maleta y un rosario— susurraban en sus venas. Cada una había cargado con su promesa: la del pan diario, la del hijo que sobreviviera, la del hogar que no se deshiciera en el desarraigo.
Pero lo suyo era distinto. No pedía pan ni amparo: pedía verdad, aunque la verdad fuera una herida imposible de cerrar.
La tapa crujió apenas, y un aire frío escapó del interior como si hubiera sido guardado allí durante siglos. Clara contuvo la respiración. Entonces, lo entendió: la promesa de poder no ofrecía triunfo, sino sacrificio. Por cada revelación, perdería algo irremplazable: un recuerdo, una certeza, quizá hasta la ternura que había conocido en la juventud. El precio era alto, y aún así, ¿cómo negarse?
Recordó a Esteban, aquel joven que había amado con la inocencia de los dieciocho años, cuando el país se debatía entre guerras civiles y sueños de libertad. Él le había prometido un futuro tranquilo, con campos fértiles y una casa frente al río. Pero ella había sentido, incluso en sus besos, que ese destino no era para ella. Esteban partió con los soldados de la Confederación, y nunca más volvió. En el silencio de esa ausencia, Clara comprendió que el amor verdadero no siempre era el que ataba, sino el que empujaba a seguir sola el camino que debía recorrerse.
Se inclinó sobre el libro, y al abrirlo de par en par, un resplandor la envolvió. No era luz común, sino un fuego íntimo que encendía imágenes en su memoria: rostros de antepasados, ciudades que jamás había pisado, palabras en lenguas olvidadas que sin embargo entendía. Todo se mezclaba en una corriente que la arrastraba hacia adelante, hacia lo desconocido.
Allí, en ese instante suspendido entre lo humano y lo eterno, Clara aceptó. No con palabras, sino con el simple gesto de no apartar la vista, de dejar que el misterio la reclamara como se reclama a una heredera. Y comprendió que la verdadera promesa no era de poder sobre otros, sino de poder sobre sí misma: el valor de elegir, aun sabiendo que cada elección la despojaría de algo irremediable.
La noche se derramó sobre la ciudad. Afuera, las luces de los faroles encendían pequeñas islas de claridad en medio de las calles empedradas. Adentro, Clara permanecía frente al libro abierto, con el corazón latiendo al compás de una certeza: el destino no estaba escrito, pero cada acto suyo lo grabaría con la fuerza de un hierro candente.
Y así, entre la melancolía de lo perdido y la esperanza de lo que aún aguardaba, supo que estaba dispuesta a pagar el precio.
El viento del río traía, con su brisa húmeda, ecos de campanas lejanas y el rumor de carretas que seguían su lento paso por la ciudad. Buenos Aires aún no era la metrópolis que soñaban los más audaces, pero hervía de proyectos, de conspiraciones políticas y de promesas incumplidas.
En los salones elegantes de la alta sociedad, se discutía el porvenir de la nación mientras se servía chocolate caliente; en las pulperías, se tejían alianzas entre gauchos y comerciantes; y en las sombras, siempre en las sombras, persistían secretos que ningún periódico se atrevía a imprimir.
Clara era consciente de vivir en un tiempo donde el porvenir parecía un puente colgante sobre un abismo: cualquier paso en falso podía condenar a una familia entera.
Sin embargo, lo que la desvelaba no era la incertidumbre política, sino la certeza íntima de que algo la esperaba más allá de la realidad visible. Desde niña había percibido presencias en las habitaciones cerradas, escuchado frases incompletas en el murmullo de los patios silenciosos.
Mientras sus primas soñaban con bodas ventajosas y estancias en la pampa, ella soñaba con descubrir un sentido que justificara el sacrificio de tantas generaciones.
El hallazgo del libro no había sido casual. Estaba convencida de que, de algún modo, la había elegido a ella. Lo había encontrado detrás de un estante olvidado en la biblioteca de su abuelo, un patriota que había combatido en las guerras de independencia y del que aún se contaban hazañas y silencios.
El tomo se hallaba oculto bajo volúmenes de derecho romano y crónicas de la Revolución, como si alguien lo hubiese querido mantener alejado de ojos indiscretos. La piel de la tapa parecía animal desconocido, y las letras doradas que lo marcaban —en una lengua que nunca había estudiado pero que comprendió de inmediato— brillaban con un fulgor inquietante.
Recordó entonces la primera vez que lo sostuvo entre sus manos. Una sensación de vértigo la sacudió, como si hubiese abierto de golpe una ventana hacia un horizonte sin fin.
En esa primera mirada se le aparecieron imágenes confusas: un mar embravecido, rostros de mujeres que lloraban en silencio, un niño que tendía las manos hacia ella como pidiendo auxilio. El libro no era un simple objeto; era una promesa y una advertencia.
El recuerdo de Esteban, su amor perdido, acudió otra vez como un perfume persistente.
Lo había amado con la intensidad de quien confunde juventud con eternidad. Juntos habían caminado por los senderos arbolados de la quinta de sus tíos, jurándose fidelidad bajo la luna. Pero Esteban había elegido el camino de las armas, siguiendo a Urquiza en sus campañas, convencido de que allí se definía la gloria de la patria. Ella, en cambio, no había podido seguirlo. No por falta de amor, sino porque había comprendido, con un dolor acerado, que su destino no estaba en acompañar a un hombre, sino en descifrar un secreto.
Y aun así, cuando se acercaba al libro, la memoria de Esteban la atravesaba como una herida fresca. ¿Qué habría pensado él, de haberla visto inclinada sobre aquel objeto prohibido? ¿La habría comprendido, o la habría llamado hechicera, como susurraban ya algunas vecinas en las misas dominicales?
La noche en que se decidió a abrirlo del todo, la luna estaba oculta tras nubes espesas. Encendió un quinqué sobre la mesa y dejó que la llama vacilante bañara de luz la sala. Afuera, el silbido del viento en las galerías se mezclaba con el canto lejano de un payador que hablaba de traiciones y de pérdidas.
El ambiente parecía tejido para el momento.
Al separar las páginas, un murmullo recorrió el aire, como si cientos de voces habitaran en el interior del libro.
La primera frase que leyó estaba escrita con tinta tan oscura que parecía sangre seca. Decía: “Quien tome esta promesa hallará poder en la medida en que esté dispuesto a perder aquello que más ama.”
Clara tembló. En ese instante comprendió que cada palabra escrita era también un pacto. Y que nadie podía leer sin ofrecer algo de sí mismo a cambio.
Pasaron las horas.
El reloj del salón dio las doce campanadas, y ella seguía allí, devorando párrafos que se grababan en su memoria como fuego. Veía desfilar ante sus ojos fragmentos de historia: ciudades ardiendo, coronas cayendo, amantes que se separaban en la orilla de un puerto. Todo tenía un mismo hilo conductor: la certeza de que el poder no era dádiva, sino peso.
Y entonces lo entendió con claridad dolorosa: la promesa del libro era también la suya. El poder que se le ofrecía no era para dominar a otros, sino para mirar de frente su destino y aceptarlo, aunque le costara renunciar al amor, a la paz, incluso a su propia cordura.
Se levantó, con el libro abierto contra el pecho. Sus ojos brillaban con lágrimas que no sabía si eran de terror o de júbilo.
En aquel momento, supo que estaba sola en un camino del que nadie regresaba intacto. Y, sin embargo, nunca se había sentido más viva.
Las promesas más temidas no son las que hacen los hombres entre sí, sino las que nos hacemos a nosotros mismos frente al espejo del tiempo. El poder verdadero no radica en vencer batallas externas, sino en aceptar la pérdida, en renunciar para poder elegir.
Porque a veces la mayor victoria de un corazón no es conquistar, sino atreverse a sostener el misterio sin que el miedo lo derrote.
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