El eco de Arkham

El eco de Arkham

En cada sombra late un secreto, y en cada secreto, una luz que solo el valiente se atreve a mirar.”

El viento del otoño arrastraba hojas secas por las calles adoquinadas de Golham, una ciudad gris, recostada junto al río Miskatonic. Desde su departamento de alquiler, en un tercer piso húmedo y con olor a tabaco, Julián Aranda solía escuchar, en las madrugadas, el ulular de las sirenas que venían del hospital neuropsiquiátrico Arkham, a solo cinco kilómetros.

Se había acostumbrado. Era periodista de investigación en el Diario del Atlántico, un periódico modesto que sobrevivía gracias a la publicidad oficial y a las noticias amarillistas. Sin embargo, no era un simple redactor: aún conservaba el hambre de verdad que lo había llevado a estudiar periodismo. Y ese hambre fue lo que se despertó el día en que se enteró del primer cadáver.

La noticia le llegó por un médico amigo, el doctor Soria, quien lo llamó una noche con la voz quebrada:

—Amigo, no sé si debo contarte esto… pero anoche hicieron una autopsia en Arkham. Un paciente muerto. O eso parecía. Lo extraño es que… no tenía cerebro.

Julián pensó que se trataba de una exageración. Pero al día siguiente recibió la confirmación: un segundo cuerpo, con el mismo faltante. Ni trauma craneal, ni cirugías; simplemente, el cerebro no estaba. Como si nunca hubiera existido.

Los directivos del hospital no hacían declaraciones a la prensa, sólo dijeron que se trataba de rumores. El sheriff de Golham, viejo y cansado, lo mismo: “cosas de locos”, dijo entre risas. Pero Julián sintió un cosquilleo en la nuca, la sensación inconfundible de que estaba frente a algo grande. Algo que no debía dejarse pasar.

Intentó entrar en Arkham con credenciales falsas de prensa. Fue detenido en la entrada por dos guardias de uniforme negro, hombres demasiado corpulentos y demasiado atentos. No eran enfermeros ni policías locales. La seguridad privada del hospital había cambiado en las últimas semanas, y eso no era un detalle menor.

Desde la colina donde se erguía su edificio, Arkham parecía un monasterio gótico: muros grises, ventanas estrechas, y una cúpula central cubierta de líquenes. Los pacientes eran, en su mayoría, olvidados por sus familias, desechos de una sociedad que no tenía tiempo para la locura. Nadie se interesaba en ellos… salvo ahora, que estaban apareciendo muertos.

Entonces hizo lo que mejor sabía hacer: hablar con la gente. Visitó a los trabajadores de limpieza, a un enfermero alcohólico, a una cocinera que no temía murmurar. Todos coincidían en algo: los pacientes que morían eran siempre los mismos, los del pabellón sur, los que participaban en “reuniones nocturnas” que nadie vigilaba.

Una noche, hurgando en viejos expedientes en la biblioteca municipal, encontró un listado de pacientes con diagnósticos ambiguos: “trastornos delirantes místicos”, “alucinaciones con símbolos arcaicos”, “conducta sectaria”.

Lo sorprendente fue descubrir que esos nombres coincidían con los muertos. Todos habían formado parte, alguna vez, de una sociedad secreta llamada La Orden del Ojo.

Según recortes amarillentos de los años veinte, la Orden aseguraba custodiar “saberes ancestrales previos al hombre”, secretos que conferían poder sobre la mente y sobre el destino de las naciones.

Los periódicos de la época hablaban de rituales en criptas, de lenguas inhumanas, de sacrificios simbólicos. Pero lo que más lo perturbó fue leer que la Orden se había disuelto después de un proceso judicial… aunque nunca se hallaron sus archivos, ni se identificaron a todos sus miembros.

El doctor Soria lo citó de urgencia. Se lo veía pálido, con ojeras profundas.

—Me vigilan. Sé que no debería contarte, pero ya hay siete cuerpos sin cerebro. Y los que llegan… presentan cicatrices en el cráneo, como si alguien extrajera algo sin romper hueso.

—¿Estás diciendo que alguien roba… el contenido de sus mentes?

Soria asintió.

—He escuchado rumores de que no buscan carne ni órganos, sino lo que esas mentes contienen. Fragmentos de memoria, lenguas olvidadas, fórmulas. Como si el cerebro fuera solo el recipiente de un legado antiguo.

Antes de despedirse, le susurró:

—Si sigues investigando, lo pagaremos caro. Tú y yo.

Esa misma semana, Julián comenzó a recibir llamadas anónimas. Una voz distorsionada le decía frases sueltas:

—“Ellos no están muertos… solo mudos.”

—“El Ojo debe permanecer cerrado.”

—“Si se abre, la humanidad recordará lo que no debe.”

Al principio pensó que era una broma, pero pronto notó que lo seguían en las calles. Sombras en los reflejos de los vidrios, autos estacionados siempre en los mismos lugares. Incluso una noche encontró la cerradura de su departamento forzada.

En una venta de objetos antiguos,  encontró lo que sería su pieza clave: un cuaderno de notas de uno de los pacientes muertos, un tal Horacio Lemaitre. El cuaderno estaba lleno de símbolos geométricos y frases en latín: “Memoria est clavis imperii” (“La memoria es la llave del poder”).

Había también un mapa, marcado con un círculo cerca del subsuelo del hospital Arkham. Una anotación añadía: “La cámara del Ojo”.

Esa frase lo heló. No era una alucinación cualquiera. Era un plano real.

En ese punto, dudó. ¿Debía seguir? Sabía que estaba frente a un descubrimiento que podía costarle la vida. Soria había desaparecido sin dejar rastro, la policía lo ignoraba, y sus jefes en el diario le ordenaron desistir del tema.

Era la peor encrucijada de su vida. Tenía dos opciones: dejar que todo cayera en el olvido, o arriesgarse a exponer una verdad que parecía demasiado grande para un solo hombre.

Y eligió lo segundo.

Una noche sin luna, armado con una linterna y una cámara, entró por un túnel de mantenimiento del hospital. El aire estaba cargado de humedad y olor a óxido. Bajó escaleras interminables hasta llegar a una bóveda subterránea.

Lo que encontró lo dejó sin aliento: una sala circular, con altares de piedra y restos de instrumentos quirúrgicos. En el centro, un tanque de vidrio lleno de un líquido amarillento. Dentro flotaban cerebros conectados por tubos a una máquina que vibraba y emitía pulsos de luz.

Alrededor del tanque, hombres y mujeres encapuchados entonaban cantos guturales. Reconoció símbolos de la Orden del Ojo en las túnicas. No eran recuerdos del pasado: la secta seguía viva, disfrazada de institución médica.

Claramente escuchó las palabras del que parecía ser el líder:

—La humanidad ha olvidado los lenguajes que la conectaban con las estrellas. Estos cerebros son vasos de memoria. Extraemos de ellos lo que aún recuerdan, lo que sus genes y sueños guardaron. Cuando completemos la secuencia, el Ojo volverá a abrirse; la humanidad entera será esclavizada, sin siquiera imaginarlo, y guiados por nosotros.

El periodista entendió. No se trataba de asesinatos comunes: era la recolección de un conocimiento enterrado. Los pacientes, lejos de ser enfermos, eran herederos de secretos que habían trascendido generaciones.

Tomó fotos apresuradas, grabó algunos fragmentos de audio, y cuando estuvo a punto de escapar, alguien lo vio.

La persecución por los pasillos subterráneos fue un delirio de ecos y sombras. Logró escapar apenas, con el corazón en la garganta, convencido de que había visto algo que ningún hombre debía ver.

Durante semanas intentó publicar su investigación. Los archivos desaparecían de su computadora. Sus fotos se borraban misteriosamente. Su editor lo acusó de inventar todo.

Finalmente recibió una carta sin remitente: “Sabes demasiado. Pero también sabes lo suficiente como para callar. No intentes abrir el Ojo, o tu cerebro será uno más en nuestro santuario.”

Julián comprendió que había llegado al límite. Publicar sería inútil: nadie lo creería, y sería su sentencia de muerte. Pero callar era traicionar la verdad.

Estaba en la encrucijada definitiva: callar y vivir, o hablar y perecer.

Y aún no sabe cuál es el camino correcto.

Las semanas de silencio se volvieron insoportables. No podía dormir, y cuando lo hacía, soñaba con pasillos húmedos y cánticos que lo perseguían hasta despertarlo sudando frío. La advertencia que había recibido lo atenazaba, pero había algo peor: la certeza de que todo seguiría ocurriendo si él no hacía nada.

Su conciencia le repetía como un martillo: “Si callas, eres cómplice.”

Intentó refugiarse en el alcohol, pero no alcanzaba a apagar la sensación de que alguien lo observaba desde los rincones más oscuros de su departamento. Entonces recordó el cuaderno de Horacio Lemaitre, el paciente muerto. Lo había escondido en un doble fondo de su escritorio. Al abrirlo de nuevo, encontró una frase que no había reparado antes:

“Solo la palabra escrita trasciende al Ojo.”

Ese mismo día tomó una decisión. No iba a intentar publicar en el diario, ni en ninguna revista local. Escribiría el relato completo, con nombres, fechas y detalles, y lo enviaría a decenas de medios extranjeros. También a foros clandestinos de internet, donde la información podía escapar del control de gobiernos o sectas.

El misterio no se resuelve, se habita”

Antes de hacerlo, sabía que necesitaba una última prueba. Algo irrefutable. Algo que no pudiera borrarse con un simple borrado remoto o con la descalificación de “delirio conspiranoico”.

Regresó al hospital Arkham de madrugada, con una cámara escondida y un grabador de audio. Logró infiltrarse de nuevo por el túnel, guiado por la ansiedad y la convicción de que no tendría otra oportunidad.

Esta vez la sala subterránea estaba más activa que nunca. No solo había cerebros flotando en los tanques: también cuerpos de pacientes conectados a máquinas que vibraban en sincronía. La escena era sobrecogedora: hombres y mujeres convulsionaban mientras sus recuerdos parecían proyectarse en pantallas de fósforo verde. Allí se veían imágenes imposibles: ciudades ciclópeas bajo océanos, constelaciones que no coincidían con ningún mapa astronómico moderno, figuras aladas de rostros inhumanos.

Lo filmó todo. Sabía que con ese material tenía más que suficiente para demostrar que el hospital Arkham no era lo que aparentaba.

Pero entonces cometió un error. Un sonido metálico lo delató. Los encapuchados giraron hacia él, y entre ellos reconoció al doctor Soria. No estaba desaparecido: estaba convertido en uno de ellos.

—Te lo advertí, Julián —dijo con voz serena, como si ya no fuera el mismo hombre—. El conocimiento que custodiamos es más grande que tu ética de periodista. Es la llave para gobernar y dominarlo todo, hasta lo que aún duerme bajo la corteza de la Tierra.

Trataron de atraparlo. Corrió, dejando atrás la cámara, pero con el grabador aún encendido en el bolsillo. Alcanzó la salida apenas, con un corte sangrando en el brazo.

De regreso en su departamento, transcribió todo lo que había grabado. Escribió su crónica como un testamento: detallada, cruda, con cada nombre y cada símbolo descrito. El texto terminaba con una advertencia:

“Si este relato se publica, sabrán que yo ya no estoy vivo. Pero también sabrán que la humanidad ha estado jugando a ciegas mientras otros guardaban las llaves de su memoria. No permitan que el Ojo se abra. No permitan que nos conviertan en esclavos de un pasado que nunca debió recordarse.”

Envió el archivo a todos sus contactos, a periodistas, a foros internacionales, a buzones anónimos. Luego destruyó su computadora.

Dos noches después, desapareció. Sus vecinos aseguraron haber visto hombres de negro entrar en su edificio y salir con una maleta grande. Nadie supo más de él.

Pero semanas después, en un foro oculto de internet, comenzó a circular un documento firmado por “Julián Aranda”. Contenía descripciones, audios distorsionados, y fotografías borrosas del hospital Arkham. Muchos lo tomaron por un fraude, una historia inventada. Otros, en cambio, comenzaron a investigar por su cuenta.

La verdad estaba sembrada.

En algún sótano olvidado, los cánticos de la Orden del Ojo continúan. Los cerebros siguen flotando en sus urnas, y los secretos ancestrales aún se descifran. Quizá algún día la humanidad despierte a ellos, para bien o para mal.

El viento del otoño arrastra hojas secas por las calles adoquinadas de Golham. Las sirenas del hospital Arkham suenan en la madrugada

“Quien se atreve a escuchar al silencio, descubre voces que otros jamás oirán.”

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