Durante nuestra vida es natural acumular bienes y riquezas, fruto de nuestro trabajo durante esta breve existencia. Esta preocupación por dejar un patrimonio a nuestros descendientes revela nuestro anhelo de trascender, de dejar huella más allá de nuestra partida; demuestra nuestra intención de vencer el olvido.
Los hijos, muy a menudo, esperan recibir una herencia de parte de sus padres: una casa, un legado, una cuenta de banco, un imperio.
Mi padre, en su sencilla sabiduría, me enseñó que su única herencia sería la educación que pudiera darme. Él, que no tuvo acceso a una educación, comprendía que el conocimiento es más duradero que cualquier posesión material.
Todos los bienes materiales que podamos acumular se desvanecen con el tiempo. El dinero cambia de manos, las propiedades se pierden, la fama se olvida. En cambio, existe una herencia más grande, más sutil, más poderosa; hablo de la herencia de las ideas.
Esas ideas que adquirimos desde niños, luego con nuestros amigos y círculo social. Esos pensamientos que cambian conforme creemos, pero que sin lugar a duda afectan profundamente nuestra forma de ser y de relacionarnos con el mundo.
Las ideas no se guardan en cajas fuertes ni se inscriben en testamentos. Se transmiten en miradas, en gestos, en palabras que se repiten sin saber por qué. Se heredan en silencio, como ecos que atraviesan generaciones. Algunas elevan, otras condenan. Algunas liberan, otras esclavizan.
Desde niños absorbemos el mundo a través de nuestros padres, de sus creencias, de sus miedos. Luego, el entorno social moldea lo que somos. En la escuela, los maestros siembran pensamientos que germinan con el tiempo. En la adultez, el círculo social termina de cincelar nuestra visión del mundo.
Y así, sin darnos cuenta, perpetuamos ideas que nos dividen: prejuicios sobre la clase social, sobre el color de piel, por nuestro lugar de origen. Ideas que han justificado guerras, esclavitud, genocidios. Ideas que aún hoy se disfrazan de tradición o identidad, pero que nacen del miedo y la ignorancia.
Sabiendo esto, creo firmemente que podemos transformar para bien a toda una sociedad, inculcando ideales y valores universales.
Cada adulto, cada padre, cada maestro, es un jardinero de conciencias. Si todos tuviésemos esa visión, podríamos alcanzar, en cuestión de generaciones, mucho más de lo que se ha logrado en siglos.
Dejemos, pues, a nuestros niños y jóvenes esencias que trasciendan a estas futuras generaciones; herencias de valor, equidad, amor, respeto y humanidad. Evitemos nuestra propia extinción causada por guerras nacidas de ideas divisorias sin sentido. Todos somos seres humanos flotando en un pedazo de roca en el vasto espacio. ¡Progresemos como una civilización inteligente, una civilización que piensa, que siente, que se reconoce en el otro!
La verdadera revolución no está en las armas ni en los imperios, sino en las ideas que sembramos hoy. Porque las ideas, cuando son justas, no mueren; se multiplican, se heredan, y estas cambiarán el mundo.
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