Pintigrelo saltaba en el jardín dorado de los árboles caídos, Florández lo miraba atraído. Todos los Grutelas bebían a la vez, el maná de sabor rojo. El reguero vertía fresca, la dulzura del rocío, y un Birlongo distraído, cantaba milongas de oído:
—No por irte, mi Espifresa, vas a dejarme aquí herido, que yo canto con cualquiera como si fuera contigo.
Y al final del sendero verdadero un Trincadillo aburrido, mira riendo su sombra, mientras se come un suspiro.
Y el aire lo tiñe todo del color rosalila, y la lluvia difumina entre las flores simpatía.
En el fondo, la vieja y pertinaz Zócara que se creía Bernanzueca, disfruta mirando la escena y se despide al oído gritando:
—¡Ya me muero, vida mía! Llevadme junto a mi Zócaro, y dejaros de pamplinillas, que Bernanzueca nunca he sido, aunque lo hubiese querido.
Se nubla al fin la noche. Los soles se acomodan rufianes, entre la orilla y el río. Y un Frandunguero despierto, saca la luna a paseo.
Suave noche de luz transparente que ilumina los deseos, mientras todos duermen acunando sus sueños, yo me mantengo vacío, sin anhelos.
Nada llena mis noches. Ni fantasías de besos que marchan solitos, ni aventuras ilustres de trepidantes prodigios.
Quizá en otros tiempos todo era riesgo y emoción, pero el Birlongo me susurró que ya mi tiempo fue vencido, y que las horas que quedan debo pasarlas solo y conmigo.
OPINIONES Y COMENTARIOS