Gaza en el corazón.

LOS OJOS DEL ABISMO
Bocas desdentadas aúllan en la penumbra. Sombras famélicas hurgan bajo el hielo en busca de alimento. Maldiciones recorren el campo de muerte como pájaros negros.
No sé si estas paredes pertenecen al hospital o a otro lugar más terrible. Estoy encerrado con otros inocentes, aunque aquí la inocencia nada significa. Temo que repitan actos monstruosos: nuevas heridas sobre nuestras cicatrices, otras marcas en la carne ya quebrada. No me resisto; no tengo opción.
Un olor a viático corrompe el aire: incienso mezclado con secreciones fétidas. El aliento de mil bocas desdentadas empaña los cristales. A través de la ventana distingo barracones enmohecidos, cabezas rapadas sobre cuerpos esqueléticos agitándose, manos huesudas que como garras imploran a un cielo que nunca responde.
—¿Seguro que quieres verla? No hay vuelta atrás —susurró el Sr. Torre, traficante de secretos, sacerdote de sombras. En sus pupilas orbitaban constelaciones ajenas a este mundo.
Obedezco. El eco de las voces me arrastra hacia donde debo ir. Nada deseo más que volver a verla.
—¡Túmbate!
Me dejo caer sobre la camilla. Solo la piel cubre mis huesos. Prefiero someterme antes que encender su ira. El dolor se amortigua con la esperanza de su rostro. Las manos de los verdugos se mueven con frialdad quirúrgica. Un filo roza mis párpados. La carne se abre. La luz me hiere. El mundo se convierte en fuego líquido.
—¡No grites, maldito!
Empieza la incisión en el párpado superior. Introduce la lezna. Antes, estira la piel. Sepárala del globo ocular. Observa: así…, ¿ves? Sigue la línea de la ceja, a ras del hueso. Precaución: Si perforas el ojo, lo arruinarás. Rebana el cartílago sin vacilar. Apenas sangra.
—¡Aguanta! ¡Quieto!
No desgarres: corta limpio. Prepara la gasa empapada en solución salina. Al limpiar, el camino del corte se mostrará. Una vez separado el tejido, arráncalo con la pinza y deposítalo en el frasco, junto a los otros pellejos que flotan en su líquido amarillo. No te precipites. Observa cada paso. Recuérdalo para el siguiente.
En el frasco, las carnes mutiladas flotan como medusas. Y en ellos reconozco signos: curvas que se pliegan sobre sí mismas, trazos imposibles que mi mente rechaza, pero que mis ojos, aún velados, alcanzan a presentir. Nombres que hierven en mi memoria: Nyarlathotep, Yog-Sothoth, el Caos Reptante que acecha tras las estrellas.
—Resiste, perro.
Contempla cómo este ojo desnudo se agita buscando alivio. Haz lo mismo con el otro. De vez en cuando, echa unas gotas de suero sobre la córnea. Evita la crueldad innecesaria, ja, ja, ja…
El dolor me permite escuchar otro sonido: un zumbido grave, como el rugido de un océano enterrado. Siento que algo inmenso y de gran poder grita en los abismos. Y sé que el experimento maldito que hacen conmigo lo convoca.
—¡Relájate, cabrón! ¡Ya casi hemos terminado!
Ahora procede con el párpado inferior. Más fácil de manipular, aunque sangra más. Observa cómo la pupila se aparta, como si huyera. Limpia la sangre. Aplica el coagulante. Una vez separados los párpados, hidrata el ojo. El superior domina el parpadeo; el inferior solo obedece a los músculos del rostro.
—¡Quieto! Sé que duele… ¡Que te jodan!
Ya están libres las esferas. Desnudas como huevos temblorosos. Deposita los párpados en el frasco. Ahora, sin ese músculo que cubre el ojo humano, no hay fingimientos.
——¡No grites, cerdo! ¡Tu mirada ya no implorará piedad!
Los ojos quedarán abiertos hasta que se sequen. Sin párpados no dormirá. No llorará. Arderán hasta consumirse. Verá todo aunque no lo quiera mirar.
Y en mi interior lo comprendo: mis ojos no me pertenecen. Son ventanas, portales abiertos hacia aquello que mora más allá del tiempo. Y a través de ellos, algo me observa. Algo vasto y hambriento que nunca duerme.
—Ahora traigámosla aquí, como prometí. Soy hombre de palabra. Deja que pase su mujer —exige el Sr. Torre con una voz de hierro—. Y con ese alarido metálico abrió del lecho marino las ciudades sumergidas de R’lyeh.
La escucho acercarse. Cada pisada es un tambor fúnebre en mi pecho. El corazón no late por miedo, sino por anhelo.
Sin párpados, mis ojos quedan abiertos para siempre; no me protegen del espectáculo que se revela. Ella entra. Su silueta demacrada, con la piel cubriendo sus huesos como cera consumida. Su cabello cae en mechones pegajosos. Sus ojos —¡oh, sus ojos!— brillan con la misma desnudez que los míos, abiertos al horror que nadie debería contemplar.
—Amor… —dice con un murmullo.
Ella sonríe. La ternura sigue allí, pero bajo su piel algo extraño respira. El Sr.Torre levanta la mano como un maestro de ceremonia:
—¡Míralos! Están preparados. ¡La unión nos traerá el poder de la auténtica visión!
Mi esposa se inclina sobre mí. Su aliento es el de los abismos donde nada conoce la luz. Es un olor cenagoso. Su rostro se acerca al mío y, en sus pupilas sin párpados, reconozco el mismo mar de tinieblas que me habita.
—Ya no estaremos separados —susurra con dulzura—. Ahora veremos lo mismo… para siempre.
El aire se espesa, vibra, retiembla con millares de voces. Entonan un cántico que nubla el entendimiento.
Siento su mano sobre mi mejilla, y allí donde me toca la piel se abre en grietas. Ya no sé si es mi esposa quien me mira o si es el rostro de Nyarlathotep oculto tras su semblante. Y mientras sus labios rozan los míos, la realidad se desvanece. Mis ojos, abiertos y desnudos, serán los primeros en contemplar la llegada.
Un resplandor enfermizo llena la sala. El Sr. Torre alza los brazos y su sombra se multiplica en docenas de figuras. Cada una es espeluznante y soy incapaz de describirla. La carne de mi esposa se ondula, se estira como membrana húmeda y sus huesos restallan sacudiendo el aire. Mis ojos, obligados a permanecer despiertos, abarcan todo lo insondable. Y en esa visión descubro que el mundo les pertenece a ellos, y que lo único que me quedaba —mi miedo— ha sido devorado.
© 2025 Aurelio García
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