Mientras el polvo jugaba alegre con los rayos de sol que se colaban por las cortinas, yo sentía cómo se escapaba mi vida en cada borboteo de sangre que despedía mi cuerpo.
Una última mirada a aquella playa donde quedaba buena parte de mí, hizo temblar la firme voluntad adquirida de morir. Mi mano izquierda emprendió entonces el camino para taponar la gran herida que abría mi sien, dejando escapar las postreras ocurrencias de un cerebro cansado, rebosante de horas despierto y de conexiones saturadas.
La derecha, más recia, sin escrúpulos, pero con una determinación a prueba de negociaciones, asestó un certero disparo a bocajarro. Mis dedos izquierdos volaron hasta la pared de enfrente, chocando con el póster de Lennon y tiñendo de sangre digital la lámina de Young que, en letras ya amarillentas por el tiempo, advertía: RUST NEVER SLEEPS.
Volví mi cara a la cortina, al sol, a la playa. Y allí me encontré con la muerte.
En la playa de mi vida, morí para siempre.
Morí agotado.
Morí, al fin.
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