(Ensayo improvisado).
La pregunta parece un susurro traído por el viento de los cementerios:
¿pueden los muertos levantarse de entre los muertos para ayudar a los vivos?
En apariencia, la respuesta sería un no absoluto, un portazo de la razón. La carne que se pudre no vuelve a caminar, los ojos cerrados no vuelven a abrirse, y la lengua consumida por el polvo no recita plegarias. Pero esa es solo la respuesta de la materia, de la lógica que mide y pesa. Más allá de ese límite comienza otra forma de realidad: la del mito, la memoria y la poesía.
Los muertos vuelven, sí, pero no en hueso y músculo. Regresan como huellas que no se borran. El eco de un padre perdido resuena en la voz de su hijo; una abuela que se fue revive en la manera en que la nieta acaricia el pan caliente; un héroe muerto en batalla sigue levantándose en cada joven que decide luchar por algo más grande que su miedo. El polvo de los muertos se alza en los recuerdos y se hace semilla en los gestos cotidianos.
La historia entera de la humanidad es un cementerio que nunca duerme. Nuestros libros, canciones, monumentos, costumbres, hasta las palabras que pronunciamos, son cuerpos resucitados. Cuando decimos alma, destino, esperanza, estamos invocando vocablos que nacieron hace siglos, creados por labios que hace tiempo son polvo. Ellos hablan todavía a través de nosotros.
En el ámbito de lo sagrado, la idea de los muertos que ayudan a los vivos es antigua como el miedo humano. Los egipcios creían que los antepasados intercedían desde el Más Allá. En las islas caribeñas, se sabe que los ancestros danzan en las noches de tambor y velas. En el cristianismo, la resurrección de uno es la promesa de todos, la prueba de que el muro entre la tumba y la vida puede abrirse.
Pero hay una forma más íntima, más silenciosa: los muertos se levantan cuando recordamos. La memoria es el verdadero rito de resurrección. Olvidar es enterrarlos dos veces; recordarlos es darles una segunda vida. De ahí que los pueblos que conservan sus cantos y sus relatos caminen acompañados por ejércitos invisibles de muertos que los sostienen.
Quizás, entonces, la pregunta de si los muertos pueden levantarse es equivocada. No se trata de si pueden, sino de reconocer que lo hacen todo el tiempo. La muerte no es un exilio total, sino un modo distinto de presencia. A veces se aparece en un sueño, a veces en una palabra que ilumina una decisión, y otras en un estremecimiento que nos salva del abismo.
Los muertos, en verdad, nunca se fueron. Son la multitud callada que nos sostiene los hombros. Ellos no necesitan levantarse: somos nosotros al evocarlos, quienes los ponemos de pie.
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