Los ojos que soñé
No tenía nombre en el sueño, pero yo lo sabía: era mi amor.
Lo supe apenas lo vi.
Era alto, flaco, con ese cuerpo de chico que aún no terminó de crecer, pero ya tiene la fuerza contenida de un hombre.
El pelo rubio, pero no de un solo tono. Era trigo: dorado claro, mechones más oscuros, otros tan claros que parecía que el sol los hubiese pintado uno por uno.
A los costados lo llevaba corto. Arriba, apenas más largo, desordenado, pero suave.
La piel le brillaba blanca, salpicada de pecas: en la cara, en los brazos, en las manos.
Sus dedos eran largos, huesudos, hermosos. Manos que recordás sin querer.
Y su sonrisa…
Una sonrisa que era refugio. Se le extendía de oreja a oreja, sin esfuerzo. De esas que iluminan algo adentro.
Cuando se reía, los ojos le acompañaban.
Y ahí estaban: sus ojos.
Nunca soñé ni vi ojos así.
Eran grandes, redondos, enmarcados por pestañas largas. Las cejas, apenas visibles, rubias.
El iris: celeste. Pero no cualquier celeste.
Un celeste de mar.
Profundo.
Lleno de vida.
Y en el centro, donde nace el color, se asomaban destellos marrones, verdes, hasta dorados, como su pelo.
Cada vez que me miraba, me sentía en casa.
No era solo amor.
Era paz.
Era el lugar.
Esa sensación de haber buscado toda la vida y, finalmente, encontrar.
Lo supe.
Y, en el sueño, fui consciente de que eso que sentía, lo había estado buscando incluso en la vida real.
Su rostro era suave, alargado. Las orejas se acomodaban perfectamente a su cara.
Cuando sonreía, las marcas de expresión se le dibujaban a los costados, como si ese rostro hubiera sido creado para reír.
Pero sus ojos…
sus ojos me siguen mirando incluso ahora,
mientras escribo esto.
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