La infancia prohibida de Adán y Eva.

La infancia prohibida de Adán y Eva.

Dicen los antiguos que Adán y Eva no nacieron, sino que fueron arrojados al mundo como dos palabras recién inventadas, sin pasado ni infancia, sin el titubeo de los primeros pasos ni el balbuceo de los primeros nombres. Emergieron en el Edén como estatuas respirando por primera vez, con la mirada aún virgen y el alma en blanco, como páginas que no sabían que serían escritas con dolor y deseo. Sin ombligos

Caminaban por un jardín sin historia, donde cada hoja era perfecta y cada sombra obedecía al sol. Pero esa perfección, como toda eternidad sin grietas, los mareaba. No había viento que les susurrara dudas, ni espinas que les enseñaran el precio de la caricia. No sabían lo que era caer, ni rasparse las rodillas, ni llorar por una pérdida que aún no tenía nombre. Eran adultos por decreto divino, pero su espíritu no había aprendido a jugar.

Entonces, como en todo mito que se respeta, apareció la serpiente. No como monstruo, sino como revelación. Se deslizó entre las raíces del árbol del conocimiento con la astucia de quien sabe que la verdad no siempre viene del cielo. Su voz era otra música, una disonancia deliciosa que les hizo temblar el alma.

—Si comen, serán como dioses —susurró, y el fruto brilló como un juguete prohibido en la penumbra del Edén.

Eva extendió la mano con la inocencia de quien toca por primera vez una muñeca de barro. Adán mordió como quien prueba el mundo sin saber que el sabor es irreversible. No fue pecado, fue juego. No fue rebeldía, fue infancia tardía. Como niños que no conocen aún el peso de la consecuencia, hicieron lo que estaba prohibido porque aún no sabían qué significaba prohibir.

Y entonces Dios habló. No como creador, sino como padre desconcertado. Su voz fue severa, no por crueldad, sino por incomprensión. Los expulsó del Edén, no por odio, sino porque la perfección no tolera el error, y el error es el primer maestro de la infancia.

Fuera del paraíso comenzó la verdadera niñez. Por primera vez sintieron hambre, y no hubo fruto al alcance. Por primera vez la lluvia les empapó la piel, y descubrieron el frío. Por primera vez se miraron con ternura, porque compartían la misma fragilidad. Aprendieron a llorar, a reír, a enfadarse y a perdonarse. Cada día era un descubrimiento: el fuego, la piedra, el dolor del parto, la dulzura de un hijo dormido.

Eva comprendió que el fruto no fue castigo, sino umbral. Adán entendió que el trabajo era juego cuando se hacía en compañía. Y juntos, con torpeza y con risa, comenzaron a escribir la infancia de la humanidad.

Desde entonces, todos los hombres y mujeres nacen pequeños, vulnerables, para que la vida los eduque lentamente. Cada ombligo es una cicatriz sagrada, un recordatorio de que venimos del cuerpo de otro, y que la infancia es un derecho conquistado fuera del Edén. Porque el paraíso estaba lleno de perfección, pero solo en el exilio comenzó la aventura de aprender a ser humanos.

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