Soy la chica de los jueves que llora.

Cada tercer día 

mis raíces se anudan a las entrañas de mi casa,

su tierra me acoge tal cual

ave moribunda que ha volado

durante mucho tiempo,

lo suficiente para estropear sus valiosas alas.

Entonces, cada una de mis extensiones y superficies orgánicas se conecta con la alegría y serenidad de mi hogar.

Soy un recipiente vacío que vuelve a llenarse con risas, con la compañía de un amor incondicional.

Logro florecer una vez más por las noches cálidas que envuelven mi corazón.

Aliviándose cada una de mis ensangrentadas heridas por las mañanas saciadas con un sentido de pertenencia.

Por las despampanantes y lluviosas tardes, riego mi espíritu al ritmo de una meliflua ensoñación.

Pero,

cruelmente, justo cuando he alcanzado el paroxismo de un prodigioso florecer,

el tiempo me va arrancando con un lentísimo ímpetu

y mis raíces se van descosiendo

con el dolor de mil bosques lagrimeantes.

En el camino voy desperdigando mis hermosos pétalos

marchitándose en cuanto rozan el piso.

En el camino me deshago

y en donde antes encontraba una luz, no hay más que una perpetua oscuridad ocasionada por el vacío en el que me he convertido.

Mi espalda, desnuda,

llena de profundos rasguños que las espinas de mis rosas le infligieron cuando las extirparon sin voluntad;

derramándose sobre mi piel un líquido carmesí que brotó en cuanto me negaron la posibilidad de aferrarme a mi último parsimonioso segundo.

Regresé al lugar que no me conoce,

al lugar frío,

a la inhóspita habitación.

Y debo cerrar los ojos

esfumando esa recóndita llama de mi corazón

Al cuarto día una insidiosa tristeza amontona rocas colosales en mi existir.

Desprovista de alas para volar,

los vestigios de mis raíces sobrevivientes refugiadas en la droga de la esperanza están.

Sé que regresaré a mi hogar.

Sé que volveré a florecer.

Mientras tanto, los jueves me echaré a llorar, dejando que mi elixir salado reconstruya mi vivir.

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