LA PUERTA SIN MARCO

LA PUERTA SIN MARCO

Dani Usech

24/08/2025

Capítulo 1: El eco de las páginas

La lluvia no caía: golpeaba. Como si el cielo quisiera deshacer la ciudad desde arriba. Clara caminaba por las calles empedradas con el abrigo empapado y los pensamientos enredados. La biblioteca municipal, encajada entre dos edificios abandonados, parecía más un mausoleo que un refugio. Pero ella iba allí cada jueves, como si algo la llamara desde dentro.

El interior olía a papel viejo y humedad contenida. Las luces parpadeaban con una cadencia irregular, como si respiraran. Clara saludó al bibliotecario —un hombre de rostro borroso, siempre leyendo algo sin título— y se dirigió al fondo, donde los libros menos consultados dormían en estanterías torcidas.

Fue allí donde lo vio.

Una puerta dibujada en la pared. No pintada, no tallada. Trazada con tinta negra, como si alguien la hubiese garabateado con prisa… o con desesperación. No tenía pomo, ni bisagras, ni marco. Solo líneas rectas, imperfectas, que parecían temblar bajo la luz.

Clara se acercó. Nadie más parecía notarla. Tocó la tinta con la yema del dedo. Estaba seca. Pero al contacto, sintió un pulso. No eléctrico. No humano. Algo más antiguo. Algo que la reconocía.

Retrocedió. Miró alrededor. El bibliotecario seguía leyendo, inmóvil. Los demás usuarios hojeaban libros como si nada hubiera cambiado. Pero Clara sabía que algo había cambiado. La puerta… había respirado.

Esa noche, soñó con pasillos infinitos. Con libros que se escribían solos. Con una figura encapuchada que la observaba desde el otro lado de la puerta, sosteniendo un libro sin título.

Y al despertar, supo que volvería.

Capítulo 2: La figura del umbral

La biblioteca estaba cerrada. Clara lo sabía. Era domingo, y las puertas de hierro permanecían selladas hasta el martes. Pero algo la empujó a volver. No por curiosidad. Por necesidad.

La fachada parecía distinta. Más alta. Más antigua. Como si el edificio hubiera envejecido de golpe. Clara tocó el picaporte. Estaba frío, pero cedió sin resistencia. Dentro, la luz era más tenue que de costumbre. No había bibliotecario. No había nadie.

Solo silencio.

Avanzó por los pasillos, guiada por una certeza que no entendía. La puerta dibujada seguía allí, pero ahora tenía algo nuevo: una sombra. No proyectada, sino adherida. Como si alguien estuviera de pie justo detrás, esperando.

Clara se acercó. La tinta parecía más fresca. El contorno temblaba, como si respirara más rápido. Y entonces lo vio: un ojo. No humano. No animal. Un ojo que no parpadeaba, que no miraba: observaba.

La voz llegó sin sonido. No era audible, pero se formó en su mente como un recuerdo que no le pertenecía:

“Ya has tocado. Ya has soñado. Ahora debes elegir.”

Clara retrocedió. Pero sus pies no respondieron. El suelo parecía más blando, como si la biblioteca estuviera hecha de algo vivo. La figura detrás de la puerta se movió. No caminó. Se deslizó. Y algo cayó al suelo: un libro.

Sin título. Sin autor. Solo una palabra escrita en la tapa, con la misma tinta que la puerta:

“Clara.”

Ella lo recogió. Al tocarlo, sintió frío. No físico. Existencial. Como si algo dentro de ella hubiera sido nombrado por primera vez.

Y entonces, la puerta se abrió.

Capítulo 3: El otro lado del silencio

La puerta no se abrió con ruido. Se deshizo. Como si la tinta se licuara y la pared se hundiera hacia dentro. Clara no caminó: fue absorbida. El aire cambió. Ya no olía a papel, sino a humedad antigua, como si estuviera dentro de un pozo que llevaba siglos sin abrirse.

El pasillo era estrecho, pero no tenía paredes. Solo oscuridad que se curvaba. A cada paso, los sonidos de la biblioteca se alejaban, y en su lugar aparecían otros: susurros que no tenían idioma. Ecos que no venían de atrás, sino de adelante.

El libro con su nombre pesaba más. Como si estuviera absorbiendo algo de ella. Clara lo abrió. Las páginas estaban en blanco, pero al tocarlas, aparecieron palabras. No escritas, sino reveladas. Fragmentos de pensamientos que no recordaba haber tenido:

“No todos los que cruzan regresan. No todos los que regresan recuerdan.”

La figura encapuchada estaba al final del pasillo. No tenía rostro, pero sí presencia. Clara sintió que la observaba desde dentro de su mente. La figura extendió una mano, y en ella había una llave. Pequeña. Negra. Sin dientes.

“Cada historia necesita una puerta. Cada puerta, una llave. Cada llave, un precio.”

Clara la tomó. Al hacerlo, el pasillo se desvaneció. Estaba en otra sala. Circular. Llena de espejos rotos. Cada fragmento reflejaba una versión distinta de ella: niña, anciana, dormida, ausente. En el centro, una nueva puerta. Esta vez real. De madera. Con cerradura.

Y en la cerradura, la forma exacta de la llave que ahora ardía en su mano.

Capítulo 4: La sala de los nombres

La llave encajó sin esfuerzo. La puerta se abrió hacia dentro, pero no reveló una habitación. Reveló un abismo.

Clara no cayó. Flotó. Como si el espacio no tuviera gravedad, ni tiempo. A su alrededor, palabras suspendidas en el aire: nombres, frases, fragmentos de historias inconclusas. Todo giraba lentamente, como si el lugar respirara memoria.

En el centro, una mesa. De piedra. Sobre ella, un cuaderno abierto. Las páginas estaban escritas con una caligrafía que cambiaba a medida que Clara se acercaba. A veces era la suya. A veces, la de alguien más.

“Clara Usech. Nacida del silencio. Elegida por la puerta.”

La voz volvió. Esta vez, más clara. Más cercana. Y no venía de la figura encapuchada. Venía de alguien sentado al otro lado de la mesa.

Era una mujer. Parecida a Clara. Pero más pálida. Más antigua. Como si hubiera estado allí mucho tiempo. Sus ojos eran negros, pero no vacíos. Estaban llenos de historias.

“Yo también crucé. Hace años. O siglos. Aquí, el tiempo no importa.”

Clara quiso hablar, pero no pudo. La mujer extendió la mano y señaló el cuaderno.

“Este lugar escribe lo que no se dice. Lo que se teme. Lo que se olvida.”

Las páginas comenzaron a llenarse solas. Clara vio escenas de su infancia, sueños que había tenido y olvidado, pensamientos que nunca dijo en voz alta. Todo estaba allí. Todo era parte de la historia que la puerta había empezado a contar.

“Pero cuidado,” dijo la mujer. “Este lugar también escribe lo que aún no ha pasado.”

Clara miró la última página. Estaba en blanco. Pero la tinta comenzaba a aparecer, letra por letra:

“Ella elegirá. Ella abrirá. Ella perderá.”

La mujer se desvaneció. La sala tembló. Y Clara entendió que la historia no era solo suya.

Era de todos los que habían cruzado.

Capítulo 5: El visitante sin rostro

Clara salió de la sala de los nombres, pero algo había cambiado. La biblioteca ya no era la misma. Las estanterías se habían reordenado solas. Algunos libros susurraban al pasar. Y el bibliotecario… ya no estaba.

En su lugar, había una figura. No encapuchada. No humana. Alta, delgada, con un rostro cubierto por una máscara de espejo. No reflejaba a Clara. Reflejaba otra cosa. Algo que se movía detrás de ella, aunque no había nadie allí.

La figura no hablaba. Pero cada vez que Clara pensaba algo, el espejo se empañaba. Como si sus pensamientos fueran vapor. Como si el visitante los absorbiera.

Clara intentó salir. Pero la puerta principal ya no existía. Solo había pasillos que se doblaban sobre sí mismos, como si la biblioteca estuviera soñando con ella.

El libro con su nombre ardía en su mochila. Lo abrió. Una nueva página había aparecido:

“El visitante no tiene rostro porque ya lo tuvo. Y lo perdió.”

Clara lo entendió. Esa figura… había sido alguien. Alguien que cruzó. Alguien que eligió mal.

El visitante se acercó. Lentamente. Y dejó caer algo al suelo: una llave. No negra. No metálica. Hecha de papel. Frágil. Temblorosa.

“No todas las puertas se abren con fuerza. Algunas se abren con memoria.”

Clara la recogió. Al tocarla, vio un recuerdo que no era suyo: una niña frente a una puerta dibujada. Una decisión. Un grito. Y luego… silencio.

El visitante se desvaneció. Pero el espejo quedó en el suelo. Clara se miró. Y por un instante, no vio su reflejo.

Vio a la mujer de la sala de los nombres.

Y detrás de ella… otra puerta.

Capítulo Final: La puerta que no se cierra

Clara sostenía la llave de papel. Temblaba, como si supiera que estaba a punto de ser usada. La puerta frente a ella era distinta: no tenía cerradura, ni pomo, ni bisagra. Era una grieta en el aire. Una herida en la realidad.

El libro con su nombre estaba casi completo. Las últimas páginas se escribían solas, con tinta que parecía sangre. Clara leyó:

“La historia termina cuando se cierra la puerta. Pero esta puerta no fue hecha para cerrarse.”

La figura encapuchada volvió. Esta vez, sin sombra. Sin voz. Solo presencia. Extendió una mano, y en ella había otro libro. Igual al suyo. Pero con otro nombre.

“El.”

Clara lo tomó. Al abrirlo, vio fragmentos de otra historia. Otra mente. Otro cruce. Y entendió: no era la única. Nunca lo fue. La puerta conectaba historias. Mentes. Decisiones. Cada uno que cruzaba dejaba algo atrás… y traía algo consigo.

La sala comenzó a desvanecerse. Los espejos rotos se rearmaban. Las palabras flotaban como cenizas. Y Clara vio su reflejo por última vez: no era ella. Era todas las versiones que había sido. Y todas las que podría ser.

La figura habló, por fin:

“Puedes volver. Pero no serás la misma. O puedes quedarte. Y escribir lo que aún no existe.”

Clara miró la grieta. Miró los libros. Miró la llave de papel, que ahora ardía sin quemarse.

Y sonrió.

No por valentía. Por certeza.

Cruzó.

Y la puerta… no se cerró.

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