—Ya llega en su camioneta cuatro por cuatro, la muñeca de enfrente
a casa. Apesta a felicidad. Ya me da asco —comenta Ivanna y le da
una mordida al pan casero que acaba de sacar del horno.
—Dejá
a la muchacha tranquila. Hago un té y comemos el pansito, ¿te
parece?
—Ya voy, Nadia. Dejame ver qué hace. Ahí bajan los
dos hijos. Nada puede ser mejor. No podía tener dos varones o dos
nenas, o tener alguno medio chueco. Tenían que ser rubios y
perfectos como ella: un niño y una niña. Y encima, ¿te acordás la
panza? Parecía que se puso un bolsito abajo de la ropa. Y después
de parir, otra vez a verse como la Catherine esa, la mujer del
Ova.
—La Fulop.
—Esa, sí. Encima tu hermano, que no se
decide nunca, no nos casamos nunca. Y esta rubia sin gracia, casada
por la ley, por la iglesia, y el marido dueño de concesionaria. A
veces pienso si algún día Dios dirá: “Ah, me olvidé de hacerla
sufrir un poco”, le mando una pata quebrada o que algo le raspe la
cara y le deje un tajo. Algo. Ya da asco.
—Cortala, Ivanna.
Vamos a tomar un té. Y si estás mal con Diego, decile. O cortale.
Pero ¿qué tiene que ver la vecina?
—La muñeca de enfrente.
Seguro que cuando anda por la calle, los soretes de los perros se
corren. No deja que sus zapatillas deportivas blancas sientan el roce
de la mierda jamás.
—¿Hacemos un té? —pregunta Nadia, y
se ríe.
—No sé… Ya voy medio pan a mordidas yo. Después
tomamos. Esa loquita debe ser de nuestra edad y tiene el culo duro
como una roca. No se le cae ni una pestaña.
—¿Yo tengo algo
malo en el culo? —pregunta Nadia, girando la cabeza y
mirándose.
—Mirá, ahí viene él en otro auto. Salen los
perros. Parece la escena de una propaganda: la familia tan perfecta
que se resfría y destila pétalos de rosas de la nariz en lugar de
mocos.
—Bueno, me hago un té para mí sola —dice Nadia.
Abre el horno, saca otro de los panes y comienza a hacer el té.
Ivanna le da otra mordida al pan en su mano.
—Una caja de
cereales gringos son: papá, mamá, los niños, el perro sonriente, y
todos desayunando enamorados y felices.
—Cerrá esa persiana,
Ivanna. Dejate de joder con Leticia. No te hace nada la muchacha. Un
día te va a ver mirándola —aconseja Nadia mientras pone agua a
calentar.
—Nunca un pequeño accidente que la humanice. La
deje más como a nosotras. Qué sé yo.
—Yo no tuve
accidentes. ¿Qué decís?
—Pero vos sos normal. No sos
perfecta. Sos como una…
—Como una mediocre y fea solterona
—dice entre risas Nadia.
—No puedo más del asco. Ya traé
ese té —comenta en voz alta, casi gritando, Ivanna, y le da un
golpe a la mesa antes de sentarse.
—Cuando esté listo lo
llevo. ¿Vos no pensaste que, de repente, Leticia tiene alguna
enfermedad crónica, o el marido es un pesado, o cosas que nos pasan
a todas las personas? Vos estás creyendo que la mujer es una cosa
que no existe. Es bonita, sí. Tiene, como nosotras, cerca de
cuarenta años. Tiene un marido —que para mí está feo, con plata,
pero bien feo—, tiene dos hijos que yo qué sé… quizá en la
escuela andan para atrás, o son insufribles. Y hasta con los perros
te metés. Pobres animales.
—¿Qué va a tener problemas? Es
obvio. ¿No la ves? Es blanca, rubia, ojos verdes, cuerpo de vedette,
hijos perfectos, marido con plata, casa, autos… ¿qué más puede
pedir?
—No sé, Ivanna. Yo te veo sana, joven, con pareja. Y
vos pensás que al lado de Leticia sos un adefesio.
—No dije
eso.
—No querés que se quiebre o se le caiga el culo para que
sea como nosotras. O sea, me dijiste que tengo el culo caído.
—No
dije nada de tu culo, mujer.
—Hacé memoria. Decís cosas como
que ojalá se le caiga un ojo, así se parece a las demás mujeres
mortales. Y hasta donde veo, tenemos dos ojos nosotras dos —dice
Nadia con ironía, sirviendo el té.
—No dije nada de ojos
caídos.
—Se entiende lo que quiero decir. Vos querés ser
Leticia. No, peor. Vos querés que Leticia, que está en el puesto
número uno del ranking, pase al 250 para quedar con nosotras.
—Yo
no quiero nada. Yo quiero pan casero con manteca y té.
—Eso
tengo. Ahora, fracturas para vecinas, eso te lo voy a seguir debiendo
para siempre —tras untar manteca en el pan y observar a Ivanna
beber el té, Nadia agrega—:
—¿Sabés qué, Ivanna? Al
final, nosotras podemos ser la muñeca de enfrente de alguien
más…
—No creo.
—¿Qué? ¿No te parece que a algunos
les da envidia mi culo caído? —pregunta con los ojos muy abiertos
Nadia, y le da una mordida a su pan.
OPINIONES Y COMENTARIOS