1.
Se llamaba Joaquín, aunque nadie lo nombraba.
La gente lo conocía por sus pasos lentos, por el cuaderno que nunca abría frente a otros, por esa forma de mirar que parecía escuchar lo que no se decía.
Algunos creían que era un loco; otros, un poeta sin versos.
Él mismo se definía con una sonrisa mínima:
—Soy coleccionista de silencios.
2.
Todo empezó en un velorio.
Un niño lloraba sin llanto, mudo, mientras el ataúd bajaba. Joaquín, parado en una esquina, sintió que ese silencio era más grande que las palabras de los curas.
Se preguntó dónde se guardan los silencios cuando nadie los escucha.
Desde entonces salió cada día con el cuaderno, decidido a cazarlos como quien atrapa mariposas invisibles.
3.
En el mercado de San Telmo encontró el primero.
Era el silencio de una mujer que regateaba sin hablar. Los vendedores gritaban precios, pero ella solo levantaba los ojos, y los ojos decían todo: hambre, dignidad, cansancio.
Joaquín lo anotó en su cuaderno con tinta invisible:
«Silencio de la madre que compra pan sin monedas suficientes.»
4.
Coleccionar silencios es como escuchar con los huesos.
No suenan. No se repiten. No se rompen.
Cada uno es distinto:
El silencio del beso que no se da.
El silencio de un disparo que todavía no salió.
El silencio del río que guarda los cuerpos.
5.
Una tarde viajó en tren hacia las afueras.
Allí lo atrapó un silencio pesado, como hierro mojado.
Dos obreros callaban, con las manos negras de grasa. Habían cobrado la mitad del sueldo, otra vez.
El vagón estaba lleno de ruido, pero entre ellos dos había una caverna muda que lo devoraba todo.
Joaquín lo anotó.
6.
En un hospital descubrió que los silencios también podían oler.
Olían a cloro, a miedo, a sudor que no se baña.
Un niño esperaba una operación que no llegaba. Su madre rezaba sin palabras, con la boca apretada.
Ese silencio tenía sabor metálico, como sangre masticada.
7.
Alguien le preguntó si no era más fácil coleccionar voces.
Joaquín respondió:
—Las voces se gastan. Los silencios duran más.
8.
Una noche se cruzó con los enamorados del parque Lezama.
Ellos hablaban con las manos, con la piel, con las respiraciones entrecortadas.
De pronto, cuando los labios se rozaron, cayó sobre ellos un silencio limpio, terso como una sábana recién tendida.
Ese fue el primer silencio hermoso que guardó.
9.
No todos los silencios eran buenos.
En la comisaría escuchó el silencio más cruel: el de un joven esposado, golpeado, que ya no pedía nada.
Ese silencio no era vacío: estaba lleno de resignación, como un pozo de agua sucia.
Joaquín lo guardó con cuidado, temiendo que lo contaminara todo.
10.
En los barrios viejos encontró silencios oxidados, de casas cerradas donde nadie volvió.
Los ladrillos recordaban voces, pero ya no las repetían.
Cada puerta abandonada era un silencio de madera, que crujía solo en sueños.
11.
Su cuaderno invisible crecía.
Nadie podía leerlo, pero él sabía dónde estaba cada silencio: entre las uñas, bajo la piel, en el aire que respiraba.
A veces lo despertaba la duda: ¿no estaría inventando lo que callaban los demás?
Pero enseguida el mundo lo confirmaba.
El silencio estaba allí, como un perro sin dueño.
12.
En un prostíbulo anotó el silencio de una mujer que fingía gemidos.
Ese silencio no estaba en su garganta, sino en su mirada ida, clavada en una grieta del techo.
Era el silencio del cuerpo que viaja lejos para sobrevivir.
13.
En el estadio de fútbol sintió otro distinto: el silencio colectivo, ese instante antes del penal.
Miles de gargantas quietas, esperando que la pelota decida la suerte de todos.
El silencio de la multitud era un animal inmenso, respirando a oscuras.
14.
Los silencios también mueren.
En un juicio por desaparecidos, una mujer rompió su silencio de treinta años y gritó el nombre de su hija.
El silencio que ella cargaba se deshizo en un alarido.
Joaquín escribió: “Silencio roto: el más difícil de coleccionar.”
15.
Una madrugada, caminando solo, lo alcanzó un silencio propio.
Era el silencio de todo lo que nunca se animó a decir: las cartas no enviadas, los te quiero retenidos, los gritos que se tragó para no molestar.
Ese silencio era el más grande, y lo pesaba entero.
16.
Se dio cuenta entonces de que su colección era peligrosa.
Cada silencio guardado crecía dentro de él.
El cuerpo se le llenaba de ausencias, de palabras que no eran suyas.
Soñaba con voces que no conocía.
17.
Decidió entonces abrir su cuaderno invisible y liberarlos.
Fue al río y los dejó ir, uno por uno:
El silencio de la madre sin monedas.
El de los obreros cansados.
El de los enamorados respirando juntos.
El del preso que ya no pedía.
El del niño esperando operación.
Los soltó como quien suelta pájaros.
18.
Algunos volvieron a volar hacia sus dueños.
Otros se perdieron entre las aguas.
Los más pesados se hundieron para siempre.
19.
Al final quedó con el suyo, el único que no podía liberar.
El silencio de no haber hablado a tiempo, de no haber gritado cuando debía, de no haber amado con la voz.
Ese silencio no se fue. Se quedó, como tatuaje en la lengua.
20.
Joaquín siguió caminando.
Ya no buscaba silencios nuevos.
Solo escuchaba, y a veces, por primera vez, se animaba a romperlos.
Exequiel Mercado.
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