Este domingo se celebra en mi país el “Día de la niñez”, también llamado “Día de las infancias” o “Día del niño”.
Como fuese, bastante bonito, ¿no?

Yo recuerdo que, cuando era chico, una vez me regalaron un autito pequeñito y me alegró tanto, tanto, que si acudo a ese recuerdo compruebo que la felicidad me resuena hasta hoy.
Mi infancia no fue feliz pero tengo esos momentos, esas imágenes puntuales donde la alegría ganó.
Como la alegría casi siempre perdía, cualquier triunfo suyo cada tanto parecía fenomenal.
Recuerdo que, ese día de la niñez cuando mis padres me otorgaron aquel autito, lo recibí con una felicidad gloriosa y lo alcé bien alto con mis manos para salir corriendo con él, tan feliz como si hubiera ganado la copa del mundo o algo así.
Allá afuera me encontraría con otros niños que, con un poco de suerte, habrían recibido algún regalo similar.
Era un barrio pobre, donde las calles de tierra y las zapatillas baratas te enseñaban a valorar las cosas simples.

Unos cuantos años han pasado y camino por Capital cuando me cruzo con una mujer y un nene que, en vez de caminar, se queja y patalea.
La mujer, entonces, me señala a mí y le dice al pequeño «Portate bien porque ese señor se va a enojar» (oigan, ¡¿por qué me involucran a mí en su problema?!).
Sin embargo, el chico sabiamente responde:

—¡¡¡No!!! ¡No es un señor! ¡¡¡Es un muchacho!!!

¡¡¡Ahhh, me sentí rejuvenecido!!! ¡¡¡Bien ahí, bien dicho, nene!!!
Me pareció bien que lo dijera. Me sorprendió pero estuvo re bien, je. Fue gracioso, pero no solo eso. Me sentí honrado.
¡Cuánta razón tienes, niño, soy un muchacho!

Claro, las cosas se actualizan, pasan los años y las preguntas se replantean.
¿Qué es importante?
¿En qué se puede creer?
¿Esto es ser o hacer?
¿Qué vida se puede vivir?

Pasan unos años más. Estoy volviendo a casa por la noche y veo a dos niñas vendiendo golosinas en el colectivo. Solas. Tienen menos de 12 años. Y es tarde, ya ni siquiera es el horario de los vendedores. No está bien que estén allí: por todo concepto es terrible. No puedo permitirlo. Quiero ayudar, quiero hablarles, quiero preguntarles por qué están allí… Pero no puedo. No soy tan fuerte. Tengo miedo de que respondan algo demasiado crudo y me rompan el corazón. No puedo hacer nada. No puedo ofrecer solución. Qué inútil me siento esa noche.
Llego a mi casa y rezo por ellas. Y lloro y pido perdón a mi Dios por no haber podido hacer nada.
De hecho, si conecto con ese recuerdo, la tristeza también me resuena otra vez.

Pasan unos años otra vez. Vuelvo de trabajar y paso por una casa donde varios niños juegan.
Yo solo paso por allí, por la vereda, no conozco a ninguna persona de esa casa, pero de pronto… una nena del grupo se dirige a mí y me dice:

—¡¡¡Señor, señor, ADÓPTEME!!!

Y yo pienso algo así como «¡¿QUÉEE?! ¿¿¿Qué está diciendo???»
Obviamente lo dice bromeando y confirma esto con una sonrisa chistosa mientras ladea la cabecita.
Le respondo con una sonrisa al paso que simplemente surge natural y sigo caminando. Aunque me siento distinto ya.
Pues también me pareció bien que dijera eso. Me sorprendió pero estuvo bien. Fue gracioso, pero no solo eso. Me sentí honrado otra vez.
Es que siempre quise ser padre de una nena. ¿Casualidad? Es mi sueño.

Es un deseo que según creo nunca se cumplirá pero, básicamente, sí, ¡tienes razón, niña, soy un señor! Es mi categoría.

Sin embargo…
¿Qué es importante?
¿En qué se puede creer?
¿Esto es ser o hacer?
¿Qué vida se puede vivir?

Creo que la infancia siempre está acá, en nosotros, en los niños y niñas que fuimos, en los niños interiores que aún tenemos, en los que conocemos y en los que no.
Creo que como personas adultas siempre deberíamos procurar lo mejor para toda niñez.
A veces logramos cuidarla y veces no. Pero siempre podemos hacer algo, aunque sea pequeñito, en su favor.
Pues, como decía Chiara Lubich, “Nunca es pequeño lo que se hace por amor”.

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Mi nombre es Sebastián Araujo y comparto escritos sobre los temas que descubro en mi camino como persona y como autor.
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¡Saludos y que tengas un día fantástico!

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