Érase una vez, en alguna montaña donde la luz del sol no llegaba, existió lo que parece imposible a los ojos de quienes ven. Una ciudad entera, poblada por personas que vivían sin la vista, La imposible ciudad de los ciegos, llamaban. La misma se extendía tan alta como la montaña, con casas clavadas directamente en la roca, talladas con cuidado y precisión. Sus calzadas eran lisas, sin escalones, y sus viviendas, de estancias regulares y figuras geométricas, invitaban a cada habitante a explorar con las manos cada rincón de su hogar.
Ubicada en las faldas de la montaña, la ciudad crecía hacia arriba, hacia una cima que no veían, pero que sentían. La cordillera que se erigía frente a ella impedía cualquier destello de luz, por lo que la oscuridad era su eterna compañera. Sin embargo, en lugar de ser un obstáculo, era la base de su forma de vida.
La ciudad no tenía luces ni colores, todo eran formas, olores, sensaciones y temperaturas. La física y la gravedad eran sus aliados más leales. De la parte más alta de la montaña, un ojo de agua nacía, y su caudal había sido aprovechado por los habitantes. A través de un complejo sistema de acueductos y tuberías, la fuerza del agua movía la mayoría de los mecanismos, ruedas y sistemas de poleas. La ingeniería detrás de la ciudad jugaba en perfecta armonía con la imponente montaña, aprovechando la fuerza que siempre iba hacia abajo para satisfacer las necesidades de cada habitante. Viento, frío y calor, nada era desaprovechado, y se podría decir que había una simbiosis perfecta, una verdadera mitosis, entre los habitantes de este lugar y la naturaleza que la montaña les ofrecía.
Hay quienes dicen que era la utopía de todo ciego, ya fuera por accidente o por nacimiento. Incluso, se cuenta de quienes, hartos de la vida bulliciosa y superficial de las grandes urbes, llegaban a ese lugar donde la vista era ausente. Si bien había quienes sí podían ver, la vida en este lugar estaba tan profundamente arraigada a los otros sentidos que, al poco tiempo, quienes llegaban con la vista intacta terminaban adoptando esa forma de vida, usando sus ojos solo para lo mínimo e indispensable.
No existían los trabajos en el sentido tradicional. Solo había manos dispuestas a aportar lo suyo para el bien común. La cocina era un arte del sonido y el olor; a los tres tantos y un chirrido grave, el pollo estaba en su punto, mientras que a otros tantos, el arroz. Las estancias estaban diseñadas para que los olores no se mezclaran. Cada habitación tenía su aroma característico, una identidad olfativa que no se sentía en la siguiente, permitiendo a sus habitantes moverse con total seguridad.
Quienes construyeron las casas tenían claro el uso de cada espacio. Cada habitáculo era de piedra, y la separación entre habitaciones permitía que dos grupos de personas sostuviesen una conversación acalorada sin interrumpir al otro. Por el día, el fresco venía de las alturas de la montaña; por las noches, las paredes y los pisos parecían guardar un calor propio que mantenía la temperatura en todas las estancias. Esto, decían algunos con alarmantes presagios, era porque debajo de la montaña corrían venas volcánicas que mantenían caliente la ciudad.
Los habitantes nunca sobre exigieron lo que la montaña les daba. Quizá por miedo, quizá por respeto, pero muchos coincidían en que era para no romper el delicado equilibrio que ese lugar les ofrecía con tanta facilidad y silencio.
No existían puertas ni policías. Todos tenían lo justo y todos daban lo suyo. El espíritu comunitario primaba sobre el egoísmo o el individualismo. Había un respeto casi sagrado por el espacio del otro. Anunciarse era una costumbre; bastaba un saludo audible a la puerta de la casa o habitáculo para escuchar de vuelta un “pase”, “siga” o “está usted en su casa”, lo cual daba permiso de entrar.
Pero no todos los espacios eran así. Había lugares dedicados a la recreación, la lectura, el gozo. La lectura tenía sus bibliotecas, con libros para ser leídos con las manos y los oídos. Las habitaciones de fiesta eran un mosaico de sonidos y murmullos, las salas de estar un espacio de tacto y caricias, y cada actividad tenía su espacio, cada espacio su respeto y su cuidado.
Para entender lo que primaba, hay que hablar del amor. Allá donde otras culturas construían un erotismo de la mirada, aquí primaba el erotismo del tacto y las palabras. Cada cuerpo era único, cada palabra también. Tantas palabras había para el amor como formas de tocar. Se hablaba de cien formas de presión para expresar una caricia y de mil tipos de texturas: corrugado, áspero, sedoso, lizo, rígido, blando, todo expresado en texturas y temperaturas.
Cada textura tenía su nombre propio, y dominar este arte sensorial era el objetivo de vida de muchos. Se decía que los más viejos vivían vidas largas porque habían logrado dominar estos conocimientos empíricos. Tocar el piso con los pies, sentir las calzadas, pasillos, paredes y habitaciones, cada una con su textura distintiva, era lo primero que se aprendía. Luego, venían las sutilezas propias del tacto. Cada familia y casa tenía su nombre tallado en la puerta, algunos con rugosidades propias que se volvían su firma.
Nadie recuerda qué pasó con la ciudad. Hay quienes dicen que el augurio del volcán se volvió realidad, y otros, que a esa ciudad nadie más quiso volver porque simplemente no era necesaria. Pero se afirma que aún hoy, estática en el tiempo y el espacio, la ciudad de los ciegos sigue en pie, con sus habitantes viviendo a su modo y posibilidades en las faldas de la montaña, esperando a ser tocada una vez más.
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