La infancia es un reino sin mapas, gobernado por dragones de papel y ejércitos de caracoles que marchan al ritmo de la imaginación. Allí, el sol acaricia sin quemar, y las estrellas bajan a conversar con los hombres pequeños. Es la edad de la magia sin trucos, donde un trozo de pan se convierte en navío y una lágrima puede inundar continentes.
Luego llega la edad del espejo roto: la adultez. El tiempo del que crece hacia adentro, del que envejece sin permiso, del que se mira en reflejos que devuelven máscaras en lugar de rostros. Aquí comienzan las sinrazones con traje de lógica: la negación de la negación, el matrimonio con ideologías que prometen paraísos y entregan infiernos envueltos en papel celofán. El humano adulto, en bloque, se convierte en una sinfonía de contradicciones: predica la paz mientras pule sus armas, canta a la libertad mientras encadena leyes, habla de amor mientras dibuja fronteras que desgarran la piel de los pueblos.
Ayer, alguien me dijo, con voz baja, como quien deja caer un cuchillo sobre la mesa:
—Hay muertos que no valen lágrimas.
Me quedé en silencio, mirando la frase como se mira una serpiente que aún no decide si morder.
—Explícate —respondí, después de dejar que el silencio me mordiera primero.
Entonces me contó su contabilidad de cadáveres:
Si el partido que defiendes mata, el muerto está bien muerto.
Si la ideología que veneras asesinas a través de tu partido, esos muertos son, por definición, bien muertos.
Y si un grupo partidista mata personas en nombre de una idea, es una tragedia que merece condena; pero si el grupo de tus afectos borra del mapa a casi un pueblo entero por las barbaridades de un grupito, entonces es una “triste pero necesaria corrección de la historia”.
Y sin sonrojarse, después de este inventario de sangre, la humanidad entra en sus templos, baja la cabeza y recita:
—Amaos los unos a los otros…
Algunos hasta lloran mientras pronuncian esas palabras, como si el llanto fuera un certificado de pureza.
Afuera, en la plaza, la misma mano que enjuga lágrimas aprieta el gatillo, redacta una ley injusta o cierra la puerta al hambriento.
Así es la humanidad: capaz de perdonar al verdugo si lleva tu bandera, de rezar en voz alta mientras entierra la lógica en un rincón oscuro del alma y dice:
¡No matarás!, al pie de un cadáver.
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