La noche estaba tranquila, con esa calma que incomoda como dos personas que acaban de conocerse y no saben qué camino tomar. Era un silencio grueso, casi visible, que se acomodaba en las paredes y en el pecho. Afuera, un coche pasó lentamente, proyectando sombras irregulares sobre las cortinas. La ciudad parecía apagada, como si alguien hubiera bajado el interruptor del mundo y solo quedara encendida la lámpara de mi escritorio, con su luz amarillenta dibujando un círculo imperfecto sobre el desorden.
La mesa estaba cubierta de hojas dispersas, algunas arrugadas, otras con manchas de café, muchas con frases inconclusas que parecían detenerse justo antes de decir algo importante. Como si incluso las palabras hubieran decidido dejarme solo. Mis viejos poemas —obviamente nunca publicados— reposaban al fondo, amontonados como testigos silenciosos de un tiempo más intenso. Entre ellos se colaban esas ideas inconexas que pedían a gritos ser completadas, pero que yo ignoraba con una mezcla de resignación y fastidio.
La taza de café, ya fría, se apoyaba sobre una pila de hojas manchadas. Moví la taza un poco para apartarla del borde, como si ese gesto mínimo pudiera invitar a las palabras a volver. El vapor se había ido hacía horas, igual que las ganas de trabajar. La pluma descansaba en mi mano, ligera y, al mismo tiempo, imposible de levantar. La punta se mantenía sobre el papel, pero no escribía. No encontraba el camino.
Hacía tiempo que no lograba escribir algo que sintiera vivo. No era cuestión de falta de tiempo ni de excusas banales; era algo más profundo, más insidioso. Lo pensaba y me dolía, como si una parte de mí se hubiera marchado sin avisar. Yo, que alguna vez fui un volcán, un tornado, ahora era un volcán apagado… un “valor universitario” de antaño —en esos años todo parecía más amable— convertido en alguien vacío, cansado. No supe cuándo empezó el desgaste, pero si tuviera que apostar, diría que fue después de aceptar la soledad e intentar callarla adoptando a mi primer gato.
A veces me pregunto si fue un intento de compañía o un pacto silencioso para compartir el mismo mutismo. Los gatos no juzgan, no esperan demasiado; tal vez por eso se vuelven el público perfecto para un escritor en ruinas.
En ese instante, sin querer, pensé en Los Ojos de Jade, mi libro más querido y, para ser honesto, el que todavía me da de comer. La sensación de haber hecho algo que merecía quedarse en el mundo no tiene comparación. Pero esa misma certeza era también una condena. Desde entonces, nada había tenido la misma fuerza. Y ahora, al pensarlo, me golpeaba la posibilidad de no dejar nada más cuando ya no esté aquí… salvo mis ideas dispersas y un puñado de gatos que, inevitablemente, habrán de comer mi cuerpo cuando nadie venga a levantarme. En fin. Duro, pero realista, dadas mis circunstancias.
Sobre el escritorio, junto al caos de papeles y tazas olvidadas, estaba mi vieja grabadora de mano. Negra, con los bordes gastados y una pequeña cicatriz en la tapa. Para cualquiera no es más que un aparato viejo; para mí, mi incondicional.
Siempre de madrugada, cuando la tomo, tarareo aquella canción de LUISMI sin pensarlo. No es para ella, claro… pero ahí queda. Le confío las ideas que llegan tarde, las frases que no soportan esperar al amanecer.
Lo curioso es que, al reproducirlas por la mañana, no siempre me parecen mías. Reconozco las palabras, pero no el tono; es como si alguien me imitara con desgano. Hay algo inquietante en esa distancia: una voz que es la mía, pero que suena como la de otro.
Me quedé mirándola un rato, sin tocarla, como si esperara que fuera ella la que me hablara. Entonces sonó el teléfono. No fue un timbre escandaloso, sino una interrupción seca, como un codazo en las costillas.
Sabía quién era. No por intuición, sino por puro condicionamiento: el sonido ya estaba asociado a una sola persona en mi mente. Si fuera un maldito perro, estaría salivando como perro pavloviano. Jimmy es el único que llama a estas horas de la noche —y sí, podría apostarlo todo a eso—. Él sabe cuándo estoy dando vueltas en mi cabeza y casi siempre me encuentra frente al papel… o frente al vacío encima del papel.
Contesté con una voz de hastío que no me molesté en disimular.
—Pinche Jaime… estaba a punto de tener una idea genial y me la espantaste. —Mentira descarada.
Hubo una breve risa al otro lado de la línea, pero no duró mucho.
—¿Sigues intentando escribir? —preguntó, con ese tono de editor que mezcla preocupación y un poco de juicio.
—Intentando… no siempre es lo mismo que escribiendo —respondí, buscando sonar ingenioso. Pero creo que me salió más mecánico que otra cosa; sufrí un pequeño lapsus brutus.
Se escuchó un silencio incómodo, de esos que empiezan a pesar después de tres segundos. Del otro lado, Jimmy soltó un pequeño “cof, cof”, más para rellenar el aire que para aclarar la garganta.
—¿Y… cómo está Mariana? —pregunté, dejando la frase caer con toda la calma del mundo.
Hubo una pausa. Ni risa, ni sorpresa. Solo silencio.
No respondió y yo tampoco insistí. No es lindo explicar los chistes, y menos los literarios.
—Escúchame —dijo al fin, como si quisiera arrancar de cuajo esa línea de conversación—, hay algo que quiero que pruebes.
—Suena peligroso.
—Una herramienta nueva. Una inteligencia artificial.
—Sabes lo que pienso de esas cosas. Me gusta la cerveza fría, la tele fuerte y las homosexuales locas, locas.
Se rió por lo bajo.
—Por eso mismo. Solo pruébala… y deja las referencias, amigo, das pena en las entrevistas. No tienes que prometer nada. Puede ayudarte a ordenar tus ideas, a encontrar un inicio.
Miré las hojas en blanco. La idea me incomodaba, pero la curiosidad se coló sin pedir permiso. El buen Jaimito siguió hablando, describiendo lo que la IA podía hacer, pero yo pensaba en otra cosa: en si aceptar significaba rendirme o, en cambio, era un intento más de salvar lo que quedaba de mí como escritor.
Recordé de golpe la historia de un caricaturista que conocí en un viejo periódico. Lo despidieron cuando un software barato empezó a generar caricaturas en segundos. Me lo encontré años después dibujando retratos rápidos en una plaza, bajo una sombrilla rota. Me dijo: “No me duele haber perdido el empleo, me duele que ya nadie sepa dibujar manos como yo” y procedió a dibujarse a si mismo con una Britney señal para ejemplificarlo. Ni siquiera los periódicos eran lo que fueron. Pensé que, quizás, yo estaba a un clic de ese mismo destino.
Jimmy empezó a despedirse con esa voz que suena a que todavía tiene una carta más bajo la manga. Y la tenía.
—Te voy a mandar un enlace —dijo, como haciendo una maldad—. Descárgalo cuando te dé la gana.
—Ajá.
—O no. Total, tú decides si sigues escribiendo solo para tus gatos o para la gente.
—Mis gatos son críticos feroces —contesté—. Si algo no les gusta, me lo hacen saber… normalmente vomitando sobre el manuscrito.
Jimmy soltó una carcajada breve, pero volvió al tono serio.
—Recuerda algo: esa IA será lo que tú le enseñes. Lo que le des de comer, así será ella. Si le das basura, escribirá basura. Si le das tu voz… bueno, quién sabe.
No contesté. El silencio fue suficiente. El clic del teléfono al colgar sonó más fuerte de lo habitual, como si la llamada hubiera durado un par de horas y no unos minutos.
El celular vibró en la mesa. Ahí estaba: un mensaje con un enlace azul que no pensaba abrir. No de momento. Lo dejé ahí, enterrado entre otros chats y notificaciones como si eso pudiera borrar la intención.
Encendí La Incondicional.
—Ya lo ves, chiquilla —le dije, apretando el botón de grabar—. Jimmy cree que no puedo solo. Cree que necesito ayuda. Una ayudita de laboratorio, hecha de códigos y ceros y unos. Y yo que pensaba que al menos tenía la magia de su amistad.
Me recosté en la silla. Afuera, un repartidor en bicicleta pasó con una luz roja parpadeante; su reflejo cruzó las paredes y se apagó.
—¿Te imaginas? Un escritor fantasma digital. Le doy de comer mis palabras y él me las devuelve… se va a indigestar. Una criatura de retazos, como si hubieran cosido mis frases con hilos prestados. Un Prometeo moderno, pero en vez de fuego, robando un poco de mi voz.
Me reí solo, aunque no tenía mucha gracia.
—Claro, eso sería si lo bajo. Que no lo voy a hacer. No todavía. No hasta que esté seguro.
La grabadora quedó grabando en silencio, como si supiera que, en el fondo, yo ya había empezado a convencerme.
«Lo que le des de comer, así será ella».
Caminé por la sala con las manos en los bolsillos. Mis gatos me siguieron, cada uno con esa mirada de juez implacable. Uno saltó a la mesa y, con toda la elegancia del mundo, tumbó una pila de hojas. Crítico feroz.
Me imaginé alimentando a esa cosa con mis textos viejos: poemas torpes, cuentos olvidados, frases que alguna vez me parecieron ingeniosas y ahora solo dan pena. ¿Qué clase de criatura saldría de ahí? Un híbrido torpe, medio yo, medio máquina. Ni carne ni código.
Podría darle mis mejores textos… aunque tal vez eso sería peor. Porque si los mejora, me deja en evidencia. Si los empeora, me arrastra con ella. ¿Y si se vuelve más listo que yo? ¿Más rápido? ¿Más… humano?
Me vino a la cabeza otra vez el caricaturista del periódico. Recordé su mano dibujando en el aire, mostrándome cómo una pluma debía bailar sobre el papel. Pensé en cómo le tembló la voz cuando dijo que las máquinas no se cansan, dejando salir una cansada, pero vibrante sonrisa “ya tendré tiempo de descansar cuando me muera dijo
Miré la grabadora.
—Oye, chiquilla… si le doy de comer mi voz, ¿me la va a devolver igual? ¿O me va a devolver algo mejor? Porque si es mejor… no voy a ser yo. Y si no soy yo, entonces ¿quién demonios está escribiendo?
La apagué. No quería seguir hablando de eso. No todavía.
Pero la frase de Jimmy seguía ahí, como un amor que no has olvidado: Lo que le des de comer, así será ella.
Me quedé mirando el enlace como se mira una puerta cerrada que uno no quiere abrir… pero que, si lo hace, sabe que no va a poder cerrarla después.
Imaginé lo que podría hacer con esa cosa: un sirviente incansable, un escriba que no duerme, un cómplice que jamás me contradiga… un gólem personal. Me acordé de lo que mi abuelo decía: si al gólem no se le vigilaba, crecía, aprendía… y podía volverse contra su creador. La única forma de detenerlo era quitarle la palabra que llevaba en la boca. Pero, ¿cómo le quitas la palabra a algo hecho de cables y nubes?
La idea de algo que hiciera todo lo que yo quisiera era tentadora, casi extasiante. Pero al mismo tiempo, había algo siniestro en eso. Un gólem no piensa. Solo obedece. Y lo que obedece… lo hace con todo el peso de su fuerza.
—Ya lo ves, chiquilla —susurré—, podría tener al mejor asistente del mundo… o fabricar mi propio verdugo.
Moví el ratón. El puntero titubeó sobre el enlace. Me serví café sin ganas; solo el ritual me mantenía en control. Afuera, un coche pasó dejando un eco en la calle vacía.
—¿Qué es lo peor que puede pasar? —dije en voz baja.
Hubo un instante —mínimo, microscópico— en el que pensé en cerrar la ventana y seguir escribiendo solo, como siempre. Pero la curiosidad, esa vieja amiga con dientes afilados, me mordió en la mano.
Hice clic.
Nada explotó. No hubo sirenas ni rayos saliendo de la pantalla. Solo una barra de descarga avanzando lentamente, como si el tiempo quisiera darme una última oportunidad de arrepentirme. No lo hice.
Me recosté en la silla. Afuera, la noche seguía intacta. Dentro, sin embargo, algo acababa de cambiar, aunque aún no podía ponerle nombre.
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