En San Andrés del Río, un pueblo donde las campanas sonaban como si se persignaran al caer la tarde y el viento olía a mango maduro incluso en invierno, vivía don Evaristo Palacios, relojero de oficio y descreído por vocación. Tenía el bigote horizontal como una línea de tiempo y las convicciones tan verticales que ni el amor las doblaba. Decía que el ser humano no era más que un amasijo de huesos, sangre y reacciones químicas organizadas por el azar. Lo decía sin rabia, pero con la certeza con que se afirma que el café es mejor sin azúcar y que el sol, por más que se esconda, siempre vuelve.
Nadie recordaba cuándo empezó su fe en la materia pura. Algunos decían que la había aprendido en la capital, entre libros de física y cafés amargos, donde enterró a Dios sin ceremonia ni epitafio. Otros aseguraban que, de niño, vio morir a su madre rezando por un milagro que nunca llegó, y que desde entonces juró no creer en lo que no pudiera medirse con una regla o una balanza.
Pero su certeza comenzó a resquebrajarse una noche de tormenta, cuando Manchitas —su perro de orejas caídas y mirada filosófica— dejó de respirar. Evaristo lo había cuidado como se cuida una lámpara encendida en medio de la noche, y verlo morir fue como ver apagarse una estrella doméstica. Lo que lo inquietó no fue la muerte, sino lo que ocurrió justo en el instante final: un vacío repentino, como si algo hubiera salido del cuerpo sin abrir la puerta.
—Aquí se escapó algo —murmuró—, y no fue materia.
Desde entonces, comenzó a construir un artefacto capaz de pesar el alma. No lo dijo así, claro, porque temía que se burlaran de él. Pero en San Andrés del Río las murmuraciones viajan más rápido que las cartas del cartero, —como las cartas que volarían más tarde en el ciberespacio—, y pronto todos sabían que Evaristo estaba fabricando una balanza para medir lo que los curas llamaban espíritu y los poetas, eternidad.
Su taller se volvió un santuario de engranajes, poleas, espejos y péndulos que brillaban bajo la luz amarillenta de un quinqué. Las noches se le iban en cálculos y soldaduras, y a veces juraba que las piezas metálicas le respondían con un lenguaje secreto, como si también ellas quisieran saber cuánto pesa un alma.
Un año después, la máquina estaba lista. No era hermosa, pero sí hipnótica: una estructura de cobre y madera con una plataforma tan sensible que registraba el peso de una lágrima antes de que tocara el suelo. Los niños del pueblo, que no conocían el respeto por lo prohibido, decían que si uno ponía la oreja en la balanza podía oír susurros de otros mundos.
Evaristo esperó pacientemente la ocasión de probarla. Llegó un mediodía de agosto, cuando lo llamaron desde la casa de doña Clotilde, la mujer más vieja del pueblo, que ya había vivido tanto que sus recuerdos parecían novelas inacabadas. Aceptó que la colocaran sobre la plataforma, y mientras la fiebre le iba borrando los bordes, Evaristo ajustó las agujas con la solemnidad de un sacerdote preparando un cáliz.
El aire se llenó de un silencio que no era de este mundo. Afuera, un colibrí se quedó suspendido en pleno vuelo, como si también esperara el desenlace. Cuando doña Clotilde exhaló su último suspiro, la aguja tembló apenas un instante, y en ese instante él lo vio: una bruma luminosa, fina como un hilo de humo, elevándose y escapando por la ventana abierta.
—¿Lo viste? —preguntó al médico, con voz de niño asombrado.
—Lo que vi —respondió el médico— fue el reflejo del sol en tus lágrimas.
Pero Evaristo sabía que no.
Guardó el secreto como se guarda una moneda rara: para mirarla de vez en cuando y recordar que existe algo que no se deja atrapar por la báscula ni por las fórmulas. Desde aquel día, dejó de repetir que somos solo materia. Si alguien se lo preguntaba, decía:
—Somos materia, sí… pero materia que respira algo más. Y ese algo no se deja pesar. Materia que sabe de amores y de lágrimas.
Los años pasaron y la balanza fue oxidándose bajo la humedad del trópico. Al final quedó como un esqueleto de cobre dormido en el taller, cubierta por telarañas que parecían bordadas con paciencia de anciana. Sin embargo, en las madrugadas sin luna, algunos juran escuchar un leve crujido metálico, como si la máquina siguiera buscando, obstinada, el peso de lo que no tiene peso, el rumor invisible de aquello que nos hace humanos. La causa de la vida.
OPINIONES Y COMENTARIOS