Don Evaristo no tenía muchas posesiones; era un hombre humilde al que la vida había forjado a golpes de pobreza. Llevaba más de treinta años boleando zapatos en la misma esquina, junto a la salida del metro Niños Héroes, donde los abogados trajeados y apresurados de la ciudad siempre necesitaban brillar. Con el rostro marcado por las arrugas de una vida de trabajo duro y sus manos, curtidas por el betún y la grasa, se movía con precisión en cada zapato que se posaba sobre su cajón de madera, recibiendo siempre a sus clientes con una sonrisa que ocultaba su aflicción y angustia.

Entre las pocas pertenencias que Don Evaristo llevaba consigo todos los días para realizar su trabajo, había una moneda que nunca se separaba de él. Era una moneda dorada, algo desgastada, que le había regalado un importante político hace ya muchos años atrás, cuando apenas era un niño y comenzaba a ganarse la vida en las calles. Aquel político, le había dado la moneda como un símbolo de suerte y prosperidad, diciéndole con acento sonorense mientras acariciaba su bigote: “Con esta moneda, jamás te faltará el pan en la mesa, muchacho. Guárdala bien, porque la suerte no llega dos veces, ya te lo digo yo, que sé lo que es bolear zapatos de Sol a Sombra”.

Don Evaristo, hombre de poca fortuna, decidió tomarle la palabra y, desde ese día, la moneda descansaba en el bolsillo de su camisa. Nunca la había gastado, ni siquiera cuando el hambre le exigía y la necesidad lo apretaba.

Pero la vida es cruel y, a veces, la suerte es más esquiva de lo que se puede prever.

Un día, la tragedia tocó a su puerta. Su esposa, Mara, a quien había amado desde que tenía memoria, cayó gravemente enferma. Las medicinas eran caras y las consultas, aún más. Con el dinero que ganaba boleando zapatos apenas podían mantenerse, por lo que, orillado por la situación, Don Evaristo comenzó a trabajar sin descanso, lustrando zapatos bajo el sol, la lluvia y la penumbra, pero cada día que pasaba, su amada empeoraba, pues el envejecimiento es la peor enfermedad, ya que el tiempo no perdona nada. 

Una mañana, tras tomarse un descanso del trabajo acudió al hospital a ver a su Mara, sin embargo, el médico lo detuvo en la recepción y le dio una noticia que lo dejó helado: su esposa había tenido complicaciones con uno de sus órganos durante la madrugada y necesitaba una operación urgente, pues su cuerpo no resistiría más. Cada segundo era vital, pero el costo de la intervención era mucho más de lo que Don Evaristo podía reunir en un mes de trabajo. Desesperado y con los ojos llenos de lágrimas, buscó ayuda, pidiendo prestado a sus conocidos y vendiendo lo poco que tenía. Pero no era suficiente.

Así que, sin más, volvió a su rincón de trabajo, esperanzado en que, si se esforzaba lo suficiente, podría reunir el dinero, de modo que ese día boleó tantos zapatos como pudo, hasta que sus manos arrugadas se entumecieron y el sudor de su frente cayó hasta el suelo, no obstante apenas y pudo juntar para la comida de ese día, la cual había estado postergando ya por un buen tiempo, por lo que resignado guardo sus cosas en su viejo cajón de madera y se dispuso a regresar al hospital,  de pronto, sintió el peso de algo en su bolsillo. Con dedos temblorosos introdujo su mano y acarició el metal de su moneda, por primera vez en muchos años, la sacó para observarla detenidamente. Aquella moneda había sido su compañera durante tanto tiempo que ya la sentía como una extensión de sí mismo.

Girándola entre sus dedos, sus ojos cansados reflejaron el brillo desgastado del metal. Recordó las palabras del político que se la había dado tantos años atrás: «Jamás te faltará el pan en la mesa.» Pero ¿de qué le servía esa promesa ahora? El hambre no era su preocupación; sino la vida de su esposa que pendía de un hilo.

Durante horas, Don Evaristo permaneció en silencio, pensando. Los transeúntes pasaban, y las caras se desdibujaban en su mente. El peso de la decisión era insoportable. Esa moneda, que yacía en su mano y había sido su compañera silenciosa durante tanto tiempo, era ahora su última esperanza. ¿Podría realmente venderla? ¿Valía la pena sacrificar un símbolo que lo había acompañado durante años?

Sin saber qué hacer, pero consciente de que cada minuto podía ser el último para su esposa, Don Evaristo tomó una decisión. Con pasos pesados y una tristeza que lo envolvía como una densa niebla se dirigió a la casa de empeño más cercana en donde entregó la moneda, (su más preciado amuleto) a cambio de una suma que apenas cubría una parte de la operación. Con el corazón apretado, entregó el dinero al hospital y continuó trabajando sin parar, boleando cientos de zapatos y haciendo favores a quien le ofreciera incluso centavos. 

Las semanas pasaron, y a pesar de todos sus esfuerzos, la operación nunca llegó. Mara, su amada, el amor de su vida, murió una tarde gris y lluviosa, en la fría cama de un hospital, lejos del calor de su hogar y de los brazos de su esposo. Don Evaristo no estuvo allí para sostener su mano; se encontraba en su esquina habitual, con las manos ocupadas, lustrando zapatos con la mirada perdida, ajena al brillo que iba dando a su trabajo, esperando terminar rápido para llevarle flores a su compañera de vida.

Cuando recibió la noticia, su mundo se apagó, un dolor que nunca había experimentado lo golpeo con desdén. Su esposa y su moneda se habían ido, y con ellas también se desvaneció su esperanza. El hombre que alguna vez creyó que con trabajo y sacrificio se podía lograr todo, ahora solo sentía el peso insoportable de la pérdida y es que a partir de ese momento su trabajo se convirtió en una rutina vacía, en un espacio donde los días pasaban sin sentido, en donde el brillo de los zapatos contrastaba con la oscuridad que anidaba en su alma. Ya no llevaba nada en el bolsillo, ni en el corazón. Solo el silencio y la tristeza de la rutina, en una ciudad que no se detiene por nadie.

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